“Lo imposible es no componer siquiera una sola vez la Odisea. Nadie es alguien, un hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”.
Este pasaje de “El inmortal” de Borges constituye la más brillante apología de la finitud humana que conozco. Efectivamente, si tuviéramos la potestad de vivir eternamente, todos acabaríamos viviendo la misma vida, alcanzaríamos los cielos y los infiernos, la postración y la felicidad, la genialidad y la miseria, pero, al cabo, podría decirse de nosotros que no habíamos vivido, al menos no habríamos vivido nuestra vida, viviríamos la eterna e infinita vida de todos, la que todos los seres humanos experimentarían. La muerte, el disponer de un tiempo limitado, nos permite tener una vida diferente a la de los demás, individual, concreta, permite hacer de la vida de nuestro género mi vida, la que yo invento y decido. Gracias a que mi tiempo tiene una duración limitada, lo que yo escribo, lo que yo construyo, lo que yo alcanzo, por poco que valga, sólo yo lo he logrado. Mi vida resulta irrepetible, única. Mi muerte, mi horrible, mi espantosa muerte, esa muerte que nos perturba, de la que huimos y contra la que nos peleamos con todas nuestras rutinas, ocupaciones y entretenimientos, lejos de constituir un obstáculo para nuestros proyectos, les confiere una ventaja.
Tal vez Borges lo supiera, tal vez no, pero hay varios puntos de su razonamiento que vienen avalados por la biología. Propiamente no puede decirse que los procariotas mueran. Existe, naturalmente, la muerte accidental. Para una bacteria toparse con un antibiótico resulta letal y, por supuesto, tienen sus correspondientes depredadores. Pero si se la deja en un ambiente con alimento puede perdurar indefinidamente sin que se produzca muerte por envejecimiento, por decirlo así, una muerte intrínseca. En realidad la cosa resulta más compleja. Cada cierto tiempo, en condiciones ideales cada 24 horas como mucho, las bacterias se dividen, así que lo que podríamos llamar “muerte” se identifica en ellas con el nacimiento, muere un individuo concreto y nacen dos de él. Por lo mismo, podemos eliminar el término “muerte” del lenguaje para describir las bacterias. Igualmente debemos abandonar nuestro concepto de individualidad. Aunque una bacteria concreta se halle delimitada por su correspondiente pared bacteriana, ningún otro componente celular, quiero decir, ningún otro componente interior, intrínseco, la diferencia del resto de bacterias de una colonia. Con frecuencia practican lo que se llama conjugación, por la cual cuando una de ellas posee unos genes que le confieren alguna ventaja adaptativa, se los pasa al resto de miembros de la cepa, por lo que, al poco tiempo, todas vuelven a resultar idénticas.
La diferencia entre los procariotas y los eucariotas consiste en que éstos poseen un núcleo claramente delimitado en el que se encierra el material genético. Los eucariotas unicelulares conservan la ausencia de muerte por envejecimiento presente en los procariotas, pero el tránsito que condujo a la aparición de los eucariotas pluricelulares conllevó el surgimiento de lo que habitualmente consideramos como “muerte”. Las células que componen los organismos envejecen y por más que se las rodee de alimento y de condiciones de vida ideales, acaban por morir. Si efectivamente, puede considerarse a los eucariotas pluricelulares como organismos más avanzados que los procariotas y si aquéllos poseen una característica consistente en morir, entonces, sólo podemos extraer la conclusión de que la muerte constituye una ventaja adaptativa, ha resultado seleccionada por la naturaleza igual que todas las demás características que poseemos. ¿En qué consiste semejante ventaja evolutiva? ¿qué ventaja tiene morirse? Desde un punto de vista individual, obviamente, ninguna. Pero la madre naturaleza toma muy poco en consideración a los individuos, únicamente la especie tiene relevancia para ella. Una especie constituida por individuos pluricelulares que no viniesen programados para su desaparición al cabo de un cierto tiempo, evolucionarían de un modo extremadamente lento a partir del momento en que tuviesen el más mínimo privilegio evolutivo para escapar de sus depredadores u obtener comida. Como consecuencia, tendríamos una población muy amplia y en continuo crecimiento que desaparecería toda ella de un golpe en cuanto hubiese un cambio ambiental de cierta importancia, por ejemplo, el provocado por la rápida desaparición de su medio alimenticio. Sustituir individuos carentes de muerte por envejecimiento por una sucesión de generaciones garantizaría así una continua carrera adaptativa a los cambios ambientales pues cada mejora que pudiese producirse en una generación, por significativa que pudiera considerarse, resultaría rápidamente menoscabada por la nueva generación de depredadores, parásitos y especies competidoras. Si quiere lo expreso de otra manera, la muerte garantiza la diversidad. Y aquí hay un aspecto fundamental de la muerte que debemos subrayar si queremos entender lo ventajoso que supuso su invención, a saber, que considerarla como el acabamiento de nuestra conciencia individual constituye un error de perspectiva. Bien al contrario, la muerte debe entenderse como la condición de posibilidad misma de nuestra conciencia individual.