En 1807, Napoleón parecía camino de conquistar Europa entera, así que Hegel intentó congraciarse con él colocándolo en la cúspide de su Fenomenología del Espíritu. Al final el territorio que Napoleón tuvo bajo su mando no daba para un puesto que a Hegel pudiera interesarle. El suabo aprendió la lección y reestructuró todo su sistema para que en su pináculo no apareciera un rey concreto sino el Estado prusiano en su conjunto. Hacia él se habría orientado la historia de la humanidad pues era la epifanía última de la racionalidad ínsita en el Espíritu Absoluto. Esta vez la maniobra le salió mejor y su descarada adulación del poder establecido le abrió las puertas de la Universidad de Berlín. Pero el Estado prusiano era cualquier cosa menos expresión de la racionalidad. Desde los tiempos de Federico II, "el Grande", existía una unión cuasi mística entre el ejército y la corona, hasta el punto de que las sucesivas constituciones no hacían mención alguna de las fuerzas armadas más que para ponerlas bajo el mandato del rey. Dicho de otro modo, hasta la llegada de la república, el control civil sobre el ejército se limitaba a las cuestiones administrativas. A todos los efectos, funcionaba como una especie de Estado dentro del Estado. Lo envolvía un aura de respeto y admiración, que, precisamente por ello, le permitía escapar a cualquier control, hasta el punto de que un ladronzuelo de poca monta podía atracar impunemente nada menos que un Ayuntamiento por el simple procedimiento de enfundarse el uniforme de capitán del ejército. Aún mejor, dado que Alemania se construyó por la conquista y anexión prusiana de diferentes Estados hasta entonces independientes (una historia que resultaría muy instructiva para quienes adoctrinan acerca de las “invasiones” llevadas a cabo por España dentro de la península ibérica), a la altura de comienzos del siglo XX, el ejército "alemán", era, en realidad, el ejército prusiano, a las órdenes no del Emperador de Alemania, sino de la cabeza visible de una de las casas reales de dicho país, la de Prusia. En concreto estos tres cargos, el de mando supremo del ejército “alemán”, el de rey de Prusia y el de emperador de toda Alemania, coincidieron durante el cambio de siglo en la persona de Guillermo II. En Guillermo II y en el ejército bajo su mando era fácil detectar la esquizofrenia que envolvió al Estado prusiano desde su mismo nacimiento. Personalidad pública en el sentido moderno de la palabra, fue de los primeros en entender que su trabajo como monarca consistía en el cuidado y mantenimiento de una imagen. Pero la modernidad de Guillermo II terminaba ahí. No consideraba su relevancia pública fruto de los azares históricos sino de la voluntad divina. Él, su estirpe y el pueblo elegido que encabezaba, tenían una misión que cumplir en la historia, una misión que trascendía con mucho los designios humanos y que Hegel había presagiado con admirable genialidad. Semejantes puntos de vista los reiteraba con deleite en cada ocasión en la se mostraba en público, dando improvisadas charlas que, rápidamente, lo convertían en el hazmerreír de una prensa en pugna constante con la tradicional censura prusiana.
En el Tratado de Heligoland-Zanzíbar, firmado en 1890, Gran Bretaña le ofreció a Alemania un bocado de nada al que se llamó "África del Sudoeste alemana" y que hoy conocemos como Namibia. Los prusianos debieron frotarse los ojos ante aquel inmenso territorio desértico. Con toda seguridad vieron en él algo que ni británicos ni franceses ni belgas habían visto. La Prusia oriental se había construido colonizando tierras en las que nadie había querido vivir hasta entonces y muchos territorios occidentales se ganaron a las marismas y a pantanos insalubres. La lucha contra una naturaleza hostil formaba parte de los mitos fundacionales prusianos, de modo que Namibia apareció ante sus ojos como la oportunidad de revivirlos, de reactualizarlos. Incluso había pobladores en ellos a los que no costaría demasiado conducir hasta batallas a vida o muerte como las que jalonaron la existencia de Prusia en Europa. Se los podría someter y asimilar, como a las poblaciones que quedaron bajo su control tras los sucesivos repartos de Polonia. Incluso, un día, podría emancipárselos, como se hizo con los judíos en 1812. Pero, de entrada, había que controlar férreamente el territorio. Desde el primer día lo intentaron con fruición. Desposeyeron a las diferentes tribus que habitaban la región de sus tierras, las repartieron sin pudor entre los colonos que iban llegando y les regalaron como mano de obra esclava a quienes llevaban siglos viviendo en ellas. La división del territorio en provincias que Theodor Gotthilf Leutwein llevó a cabo tras su nombramiento como gobernador en 1894, reflejaba precisamente ese intento por revivir la construcción de Prusia y su característico “federalismo”. Leutwein desarrolló lo que él mismo llamó “su sistema”, una mezcla de colonialismo sin remilgos, sometimiento militar de las poblaciones autóctonas e imposición de “acuerdos” que las arrojaban a las fauces de una burocracia impasible, capaz de aplastar cualquier resistencia en toneladas de mortal aburrimiento. A cambio, reconoció la necesidad que toda obra colonial tenía de mano de obra barata y abundante, así que mostró buenas formas con quienes quisieron integrarse en las estructuras coloniales y servir a sus intereses. Los colonos, que, dentro de la más estricta mentalidad prusiana, llegaron a calibrar que siete aborígenes equivalían a un blanco, siempre vieron con recelo las políticas de Leutwein y no dudaron en tacharlo de “amigo de los negros”.
En 1903 los namaqua se sublevaron contra el poder colonial y en 1904 se les unieron los hereros. Mataron a un centenar largo de colonos y se hicieron con sus primeras armas de fuego. Leutwein respondió arrasando a cañonazos poblados en los que no había guerreros, apiolando jefes que mostraban posturas moderadas ante los sublevados y ofreciendo un acuerdo para el fin de la violencia. Nada pareció funcionar muy bien, así que escribió a Berlín pidiendo refuerzos y un militar experto. El 3 de mayo de 1904 se nombró para el cargo al Teniente General Adrian Dietrich Lothar von Trotha. El “África del Sudoeste alemana” se aprestaba a entrar en la historia de la peor de las maneras.