Escuché hablar por primera vez a Paul Kagame en 1993, en una emisora de radio alemana. Me sorprendió que en una época en la que la tribu, el clan, la horda y la patria de nuestros antepasados se habían vuelto a convertir en la excusa principal para matar a los vecinos, él definiera su lucha como “política” y no como “étnica”. Se ultimaba por aquel entonces el que acabaría siendo el acuerdo de Arusa entre el gobierno multipartidista de Habyarimana y el Frente Patriótico de Ruanda de Kagame para poner fin a la guerra civil iniciada en 1991. Pero los sectores más radicales del gobierno no estaban para muchos pactos. Desde hacía años, la estación “De las mil colinas” vomitaba odio contra los tutsis, promoviendo el racismo y alentando infatigablemente el genocidio, tanto de los miembros de dicha etnia (a la que pertenece Kagame) como de los hutus (etnia a la que pertenecía Habyarimana) moderados. De modo casi diario, melodiosas voces atravesaban las hondas hertzianas incitando a que los hutus se asegurasen de la muerte de cada niño tutsi del país. El 6 de abril de 1994, dos misiles derribaron el avión presidencial en el que viajaba Habyrimana y su homólogo de Burundi Cyprien Ntaryamira, país con la misma división étnica que Ruanda. El doble magnicidio dio la señal de inicio de la carnicería. No menos de 800.000 tutsis y hutus moderados murieron a manos de los Interahamwe e Impuzamugambi, grupos paramilitares surgidos de las ramas juveniles de los partidos hutus más radicales. Recuerdo haber leído declaraciones de un alcalde hutu diciendo, con toda normalidad, que en su pueblo habían solucionado el problema de las luchas étnicas: mataron a todos los tutsis y arrojaron sus cuerpos a un pozo. Los medios de comunicación internacionales cubrieron los acontecimientos, pero, dado que se trataba de dos países pequeños y pobres, el mundo miró para otro lado… excepto Francia, naturalmente. Envió un cuerpo expedicionario para establecer un área de salvaguardia en la que encontraron refugio los miembros del ejército y la administración hutu dispuestos a marcharse al exilio. Porque Kagame y su FPR, iniciaron una marcha sobre la capital que el ejército, de mayoría hutu, enfrascado en las matanzas, se mostró incapaz de repeler. Tras una orgía de sangre de cien días, Kigali cayó en manos del FPR. Allí encontraron un hotel, el hotel “De las mil colinas”, repleto de ciudadanos tutsis a los que su director, Paul Rusesabagina, su familia y unos pocos empleados, todos ellos hutus, se habían jugado el pescuezo para salvar de la carnicería mientras la empresa dueña de las instalaciones, sita en Bruselas, les denegaba auxilio una y otra vez. Su extraordinario gesto le valió reconocimiento internacional cuando en 2004, una película, Hotel Rwanda, lo dio a conocer al mundo.
Hay quien cuenta que los hutus eran los habitantes tradicionales de lo que hoy conocemos como Ruanda y Burundi y que los tutsis, un pueblo dedicado a la ganadería y al pastoreo, llegó allí en el siglo XIV. Hay también quien cuenta que todo eso es un mito insuflado durante la colonización belga del país, que los belgas llamaron “tutsis” a los miembros ricos y poderosos de la población existente, a los cuales asimilaron como empleados de la administración colonial y consideraron “hutus” a todos los demás. Al igual que ocurre con cualquier diferencia étnica, religiosa o nacional, lo importante no es su fundamento histórico (siempre ridículo), lo importante es el odio que se logra crear y cuánto tiempo perdura. Para ser sinceros, Kagame nunca ha hecho demasiado por propagarlo. Su primer gobierno lo encabezó un hutu, mientras él, siempre cuidando su imagen de asceta, se quedó con la vicepresidencia. Se permitió el regreso de la población hutu que había huido con el avance del FPR, incluso olvidando ciertos crímenes. Se instauró un periodo de reconciliación y hubo una colaboración activa con el Tribunal Penal Internacional para Ruanda. El país creció económicamente en la siguiente década, la tasa de pobreza decreció, la mortalidad infantil se redujo y Ruanda se colocó en la cola de los indicadores de corrupción. En la actualidad, el parlamento ruandés tiene el mayor porcentaje de mujeres del mundo. Pero detrás de esta cara idílica, hay otra Ruanda.
La milicia del FPR pasó a integrar el ejército ruandés, uno de los mejor adiestrados y con más experiencia en combate de la zona. Kagame no dudó en utilizarlo con destreza en las sucesivas guerras del vecino Congo y, cuando ya resultaba demasiado descarada su intervención, entrenó y financió milicias proxy que le permitieron extender su poder por regiones del país vecino mucho más amplias que la propia Ruanda. Parte de su renacer económico se debió al comercio con el coltán, del cual no hay ni una sola mina en territorio ruandés, pero sí en las zonas controladas por milicias tutsis en el Congo, como ocurre con los diamantes y muchas otras materias deseadas por Occidente. En el interior la misma oscuridad reina bajo las luces de los macroindicadores. Existe pluralidad de partidos y elecciones cada cierto tiempo, pero la crítica a Kagame y a sus sucesivos gobiernos acarrea, para quien la practica, sorprendentes rachas de mala suerte, aunque se llame Paul Rusesabagina. Un tribunal de Kigali lo ha condenado esta semana por “terrorismo, incendio intencionado, secuestro y asesinato, perpetrados contra civiles desarmados e inocentes en suelo ruandés”. Varios libros aparecidos últimamente han revisado su actuación durante la masacre y han convertido los contactos que le permitieron ocultar a las posibles víctimas en pruebas de sus vínculos con el régimen criminal. Casualmente esta semana también ha sido condenada por “incitación al levantamiento, publicación de rumores, denigrar los actos conmemorativos del genocidio, resistencia a la autoridad y agresión a un agente” una youtuber crítica con el gobierno. Y Kagame no se ha quedado quieto. Culminada la operación para defenestrar a Rusesabagina, el único ruandés con más crédito internacional que él mismo, ha dado paso a un intento por ganarse el afecto de una Francia que siempre lo miró con desconfianza. Como ya explicamos en este blog, amplias áreas de Mozambique se hallan bajo el control efectivo de grupos islamistas cercanos a al-Qaeda. De particular interés para los ideales democráticos resultan las zonas ricas en gas y petróleo sobre las que ha obtenido derechos la empresa francesa Total. A Kagame le faltó tiempo para enviar mil soldados antes de que llegaran los efectivos de la Comunidad para el Desarrollo de África Meridional, desplegarlos como vanguardia y lanzarlos a la reconquista de Mocimboa da Praia. Si sus primeras victorias se prolongan, pocas dudas hay de que logrará que la comunidad internacional acepte como única realidad, la impecable imagen que suele proyectar de sí mismo, olvidando los numerosos pecadillos que ha ido escondiendo bajo ella. No hay nada como un yhihadista para convertir a cualquier dictadorzuelo de manual en paladín de la democracia.
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