Originalmente, Little Britain fue un programa de radio escrito por Matt Lucas, David Walliams y Andy Riley, aunque Riley, autor, entre otros, de El libro de los conejitos suicidas y que procedía del Spitting Image, quedó un poco en la sombra cuando el programa saltó a la televisión y Lucas y Walliams dirigieron y protagonizaron las cuatro temporadas de la serie. Cada capítulo se componía de sketches de humor costumbrista y escatológico, que retrataba a personajes de los que se pueden encontrar en un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera del Reino Unido y algunos personajes no menos movidos por bajas pasiones, pero que ocupan altas esferas del poder. Emitido en principio por una cadena de pago, se convirtió, pese a ello, en programa de culto y acabó en la BBC One, no sin sufrir la censura de la primera temporada entera. El humor era, en el mejor de los casos, irreverente y, en la mayoría de ellos, chabacano hasta lo asqueroso. Lo peor es que muchas veces, conteniendo las arcadas, uno no podía evitar reírse. La verborrea nauseabunda de Lucas y la repugnancia que causaba Walliams, ocultaban en realidad dos talentos naturales, hasta el punto de que este último, Walliams, se ha convertido en uno de los más renombrados autores de literatura infantil del momento. Entre ambos, con poco disimulo, escupían a la cara del público el mensaje de que si un día Gran Bretaña fue una potencia imperial, sólo queda ya de ella latones dorados, porque económica y, sobre todo, moralmente, la mayor parte del país se halla hundido en la miseria y exige mirarse a la cara para un cambio radical y profundo.
Me acuerdo mucho de los personajes interpretados por Lucas cada vez que veo a Boris Johnson. Tiene un poco de cada uno. Su línea política es como la respuesta que daba la adolescente y madre soltera Vicky Pollard a cualquier pregunta: “Yes, but no, but yes, but no, but yes…” Cada vez que tiene un problema, por nimio que parezca, Johnson actúa como el hipnotizador Kenny Craig: "Look into my eyes, look into my eyes, the eyes, the eyes, don't look around the eyes, don't look around the eyes, look into my eyes, one, two, three... you're under!". En su afán de destacar respecto de todo el mundo recuerda a Daffyd Thomas, el sufrido galés que cuenta sus penalidades por ser el “único” gay de un pueblo plagado de gais. Johnson se presentó, igual que Ting Tong, como la persona ideal, pero poco a poco descubrimos que la novia tailandesa encargada por Dudley Punt es en realidad un transexual de Londres que convierte la casa de Punt en un restaurante y lo echa a la calle. Hasta tal punto Johnson se parece a los personajes de Lucas, que él, un egresado de Oxford, ha acabado protagonizando un sketch en el que trata de comerse un fish and chips sin poner cara de asco y casi lo logra durante ocho segundos. Mientras tanto, su país se acerca más y más a lo reflejado en la serie. El Brexit, la gloriosa salida de la Unión Europea que proporcionaría libertad, grandeza y gloria, ha vaciado los supermercados, obligado a racionar la gasolina y amenaza con sumir las navidades en un caos de desabastecimiento. Se inauguró con una propuesta de asumir no importaba cuántos millones de muertos por la Covid-19 hasta alcanzar la inmunidad de rebaño, algo garantizado por una eminencia epidemiológica dispuesto conseguir sus cinco minutos de gloria aunque con ello condenase a la tumba a familias enteras. El 60% de contagiados bastaría para alcanzarla, afirmaron los expertos (en medrar). En abril Reino Unido sobrepasó el 70% de personas vacunadas o que habían sufrido la enfermedad, a fecha de hoy tiene una tasa diaria de 34 casos por cada 100.000 habitantes (unos 34.000 casos semanales), lo cual lo coloca a la cabeza del mundo, sólo sobrepasado por países como Cuba, Barbados o Mongolia.
Sorprendidos, los pescadores británicos que votaron en masa por el Brexit, han descubierto que no tienen a quién venderles su pescado. Otro tanto ha ocurrido con viveros, librerías y fábricas. El problema de Irlanda del Norte, esencialmente solucionado porque, de facto, la frontera con Irlanda había desaparecido y hasta los protestantes se habían acostumbrado a ir a jugar al golf en los campos de la república, se ha recrudecido y amenaza con volver a su salvaje forma primitiva. Resulta que los trabajadores europeos que iban a “robarles los puestos de trabajo” a los británicos, en realidad trabajaban allí donde la población británica se negaba a hacerlo, por no hallarse preparada o, con mucha más frecuencia, porque los salarios eran demasiado bajos para sus estándares. Gran Bretaña se ha quedado sin camioneros, sin carniceros y, si aplicaran con rigor lo prometido, sin médicos ni enfermeras. Hospitales existen en los que los únicos británicos son los pacientes. Johnson, ha recurrido al ejército, a 200 soldados que conducirán los 20.000 camiones que se han quedado sin conductores, ha apelado a que los empresarios “paguen más y formen mejor” a los trabajadores y se centra cada día en lo mejor que sabe hacer: chistes sin gracia y bravuconadas de matón de feria. Se lo puede permitir porque no tiene oposición. Entre los laboristas ha cundido la idea de que el que apuñale a todos los demás se quedará con el partido y nadie parece darse cuenta de que lo hará porque en ese momento el partido será él. El sistema bipartidista deja muy lejos del poder a los liberales y, en cualquier caso, los conservadores no tendrían muchos problemas para cooptarlos. Las élites económicas confían en que uno de su casta jamás los traicionará, que en las estanterías de Fortnum & Mason jamás faltará de nada y que la inminente puesta de la máquina de hacer billetes a pleno rendimiento los seguirá dejando a flote cuando de la clase media no quede nada y la masa del país se haya sumido en la miseria. Mientras tanto, el partido tory, se parece cada día más al abnegado Lou Todd, ayudando en todo a un Andy Pipkin que no merece semejantes esfuerzos y al que sólo lo distancia ya de su ídolo, Naranjito Trump, perder unas elecciones.
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