Una filosofía sin concesiones, un pensamiento sin dueño, rápidamente descubrirá lo extraordinario de la lista de tutores que proporciona Kant. Se trata de quienes, en la época de Kant, impedían que los sujetos pensasen por sí mismos, de quienes actuaban como guías impostados de sus intereses, de quienes ejercían como líderes del pensamiento con la finalidad de que nadie pensase nada inconveniente. En esta lista de tutores figuran los médicos. Los médicos, nos dice Kant, no se preocupan por nuestra salud, sino por nuestro pensamiento, por evitar que nos hagamos preguntas inconvenientes mediante el procedimiento de largarnos carnaza con la que cebar nuestro espíritu sin alimentarlo. Acudimos al médico con nuestra obesidad, con nuestra hipertensión, con nuestro colesterol, con nuestro coronavirus y nuestro cáncer, para evitar la pregunta clave de en qué clase de sociedad vivimos, que nos enseña a enfermar antes que cambiarla, a consumir antes que evitar el contagio, a deslizarnos inevitablemente en ese inmenso generador de flujos de dinero llamado enfermedad. Y, muy gustosamente, a cambio de una módica transferencia de efectivo, el médico nos indicará todo aquello que sus tutores le han dicho que tiene que contarnos, hacernos y vendernos, incluso aunque tenga la buena voluntad de contribuir a nuestro bien. A veces esos tutores podemos encontrarlos en la consulta, con un extraordinario aspecto de salud, bronceados, bien vestidos, atractivos, pero ya no los llamamos "tutores", sino "representantes farmacéuticos". A veces esos tutores resultan mucho más anónimos. Han redactado los textos en los que nuestros médicos aprenden cierto género de “verdad científica”, aunque no coinciden con los nombres que aparecen en la portada de esos libros y artículos. A ellos, a los que sí figuran, también se les ha pagado por aparecer ahí, como intrépidos especialistas de la disciplina, aunque pocas veces han leído el texto que firman y que salió no de sus ordenadores, sino de los departamentos de marketing del big pharma, terminados y completos, a falta de quien hubiera de figurar como su "autor". Todos ellos, departamentos de marketing, empresas farmacéuticas, médicos, “científicos” del ramo y, en definitiva, cualquiera que se dice "autor" de algo, que coloca un volumen en los estantes de una librería con la loable excusa de transmitir conocimientos, no hace más que vender y venderse. Y, por tanto, hemos de sospechar que también venden algo quienes dicen preocuparse por mi “alma” o por mi “conciencia moral”, al cabo, dos mercancías como otras cualesquiera del mercado. Pocas diferencias parece haber en estas líneas de Kant entre una religión y un chiringuito de playa. ¿Verdad que resulta raro que quienes predican la aplicación a los negocios, entre otros, de los principios morales defendidos por Kant, no hayan reparado en el anatema que Kant lanza en este texto contra ellos? Sin duda podemos incluirlos en la lista de tutores, junto con nuestros medios de comunicación, las redes sociales y, en definitiva, todo lo que vomitan nuestras pantallas, que se han convertido en nuestro Gran Tutor.
Igualmente desapercibido ha pasado el afloramiento a simple vista de esa paradoja llamada “Kant” en este texto. En efecto, la labor del imperativo categórico, en cualquiera de sus tres formulaciones, radica en disipar las dudas que puedan existir a la hora de descubrir qué debemos hacer. Kant nos dice, que usando como faros la dignidad humana, la universalidad y la autonomía de la razón, podemos descubrir en cualquier circunstancia concreta cómo debemos actuar. Tal planteamiento implica que no puede haber conflicto alguno en el deber. Cualquier situación, enfocada de acuerdo con uno de los tres principios anteriores, con una de las tres formulaciones del imperativo categórico, nos dirá, por sí misma, el comportamiento correcto para un sujeto. En realidad, Kant supone (y a mí me parece una suposición correcta), que todos sabemos siempre en qué consiste nuestro deber. El problema radica en que cuando no lo tenemos claro, el imperativo categórico tampoco nos sirve para mucho. Supongamos que se me ordena enseñar toda la historia de la filosofía, desde sus orígenes hasta las corrientes actuales en su pormenorizado decurso a grupos de 37 alumnos y en dos horas de clase a la semana. O supongamos que se me ordena atender a pacientes con una enfermedad extremadamente contagiosa pero sin material para ello y sin equipos para mi protección. O supongamos que se me ordena obligar a los ciudadanos a que cumplan la ley pero sin contravenir en lo más mínimo sus voluntades. ¿Cuál podríamos considerar en tal caso nuestro deber? ¿en serio no hay un conflicto de deberes? ¿de qué modo me puede ayudar aquí cualquiera de las enunciaciones del imperativo categórico? Lo enfoquemos como queramos, existe una contradicción palmaria entre lo que yo, como sujeto racional autónomo, con nombre y apellidos, debo hacer (negarme a cumplir órdenes irracionales), y lo que yo, miembro del aparato del Estado, debo hacer en tanto que funcionario (cumplir las órdenes por muy absurdas que puedan parecer). El aspecto que una filosofía sin concesiones, que un pensamiento sin dueño, no puede soslayar aquí consiste en que no nos hallamos ante la primera ocasión en que Kant tiene que habérselas con contradicciones. Las contradicciones habían aparecido ya en la “Dialéctica trascendental” de la Crítica de la razón pura, en la "Dialéctica de la razón pura práctica" de la Crítica de la razón práctica y en la “Dialéctica del juicio estético” y “Dialéctica del juicio teleológico” de la Crítica del juicio. Pues bien, en todos y cada uno de los casos en los que Kant se enfrenta con una contradicción hace lo mismo. No busca un compromiso entre los términos en conflicto, ni siquiera si entendemos por “compromiso” lo que después se llamará una “síntesis”. Tampoco renuncia a uno de los términos de la contradicción para quedarse con el otro. En todos y cada uno de los casos aplica lo que bien podríamos llamar un principio de separación. Este principio de separación consiste en que vamos a quedarnos con los dos términos de la contradicción, pero no a la vez. Uno de ellos operará en un determinado ámbito o en un determinado momento o respecto de un determinado tipo de preguntas o de situaciones. Al otro, a su contradictorio, le corresponderá el resto. Digo que a esto lo podríamos llamar “la paradoja Kant” porque resulta muy claro que las respuestas kantianas a cada una de las contradicciones con las que tuvo que enfrentarse resultó creativa, innovadora, y que resultó creativa e innovadora por la aplicación de un mismo principio, principio al que, en justicia, debemos considerar un principio de creatividad e innovación. Y, sin embargo, a Kant debemos la afirmación, aceptada de modo acrítico por todos los que vinieron después, de que un ars inveniendi, un sistema de principios de carácter universal que promoviesen la creatividad y la innovación, resultaba imposible.
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