De acuerdo con su principio de separación, Kant distingue dos ámbitos de racionalidad, el “privado” y el “público”. El “uso privado” de la razón señala dónde debe quedar contenida ésta mientras que se ejerce un cargo dentro de una institución tal como el Estado o la Iglesia. El “uso público” de la razón hace referencia al ámbito en el que ya no se habla o actúa en tanto que miembro de una institución, sino en tanto que individuo concreto, con nombre, apellidos y, por supuesto, conocimientos en algún género de materia. De este modo, Kant cree haber resuelto cualquier conflicto de deberes que pueda plantearse dentro del desempeño de una función y nos señala con claridad, que un soldado, mientras ejerce como tal, debe obedecer órdenes sin discutirlas, por más que al término de su servicio, pueda demostrar razonadamente la improcedencia de la táctica o estrategia adoptada; un ciudadano debe pagar sus impuestos, por más que, tras su debido abono, señale lo inadecuado de los criterios con los que se recaudan éstos o bien el uso inapropiado que se hace de ellos; y un sacerdote debe predicar la palabra de Dios de acuerdo con los dictados de la confesión a la que pertenece, aunque, cuando se baja del púlpito, tiene derecho a proclamar su desafección respecto de los mismos. Y, añade Kant, el soldado al que sus conocimientos le hacen incapaz de cumplir las órdenes, el ciudadano que considera insoportable la satisfacción de los tributos o el pastor cuyas creencias le hacen imposible defender los dogmas de su iglesia, no tiene más opción que abandonar las instituciones con cuyos principios se halla en tan drástico desacuerdo.
La solución kantiana encierra varios supuestos, paradojas y consecuencias, que han venido marcando nuestra época. La primera se halla contenida en el principio de separación mismo, ya que éste indica, claramente, que las soluciones creativas a los problemas deben buscarse prescindiendo de cualquier compromiso. En todo momento, hay que buscar soluciones ideales, alejadas de todo lo que quepa entender como "término medio". Kant no admite el menor uso público de la razón durante el ejercicio de un cargo ni el menor uso privado de la razón cuando hablamos como expertos en una materia. Como policía antidisturbios debo moler a palos a cualquier padre que trate de proteger a su hijo y como experto debo gritar a los cuatro vientos la cercanía de la catástrofe que se avecina. Separados en dos ámbitos, no puede haber la menor mezcla, amalgamiento ni, como dirá la tradición posterior, síntesis, entre ellos. Si hay una dialéctica kantiana, ésta se caracteriza porque los principios contrapuestos nunca acaban sintetizándose, sino separándose. Y, a la inversa, el compromiso de un individuo con la institución a la que pertenece tiene como límite estricto la duración del ejercicio de su cargo. Por tanto, se puede trabajar en Volkswagen y conducir un Opel, se puede ejercer de soldado teniendo convicciones pacifistas y, como resulta tan habitual en España, se puede formar parte del funcionariado a la vez que se defiende ardientemente el anarquismo. El único límite radica en que las preferencias por los coches de la marca de Rüsselsheim, el pacifismo o los ideales libertarios, no hagan insufrible el ejercicio de las funciones asignadas por “el enemigo”.
De un uso público y un uso privado de la razón sólo se pueden obtener individuos segmentados, quiero decir, que carecen de integridad. Resulta casi imposible no pensar en el buen hidalgo prusiano, deseoso por llegar a casa para jugar con sus hijos después de una dura jornada en el campo de concentración. La posibilidad de que exista una moral depende entonces en exclusiva de la racionalidad ínsita en las propias órdenes. En caso contrario, la solución kantiana al dilema entre la autonomía del sujeto racional y el Estado, se desmorona y la propia ética kantiana se pervierte de modo irremisible.
Supongamos que me llamo Fritz Lang y que Joseph Goebbels me hace ir a su despacho para proponerme que me haga cargo del estudio cinematográfico más importante de la Alemania nazi. Si yo, Fritz Lang, detesto a los nazis, entonces, según Kant, mi deber consiste, tan pronto como termine la reunión con Goebbles, en tomar con lo puesto un tren para París y desde allí telefonear a mi mujer para decirle que me marcho a los EEUU, precisamente lo que Fritz Lang hizo. Ahora bien, supongamos que me llamo Werner Heisenberg y que recibo órdenes directas de Hitler de fabricar una bomba atómica, ¿qué debo hacer? De acuerdo con Kant tengo dos opciones, la primera, aceptar el encargo y proporcionarle un arma como jamás había existido a un lunático como tampoco había existido ninguno hasta entonces, eso sí, protestando enérgicamente en mi tiempo libre. La otra consiste en tomar el camino de Fritz Lang y exiliarme. Resulta extremadamente importante comprender que en este caso no hay diferencia a la postre entre una y otra. Tras mi renuncia, con toda seguridad, Hitler le haría llegar el encargo a algún otro no más brillante que yo, Heisenberg, pero sí igualmente eficiente, con lo que, más pronto que tarde, acabaría teniendo su bomba atómica. Por otra parte, para una alemán exiliado, los círculos de Hollywood resultaban más acogedores que los círculos del Proyecto Manhatan, en el que, por otra parte, ya había talento de sobra. Obviamente, si aplicamos los principios de universalidad, de dignidad y de autonomía moral, mi deber sólo puede consistir en hacer todo lo posible porque alguien como Hitler no obtenga una bomba atómica, pero ninguna de las dos opciones que Kant plantea en la respuesta a la pregunta “¿Qué es Ilustración?” permite realmente cumplir con semejante deber. Queda, sin embargo, otra opción, a saber, proceder a separar entre un uso público y un uso privado de la razón dentro de su uso privado. Mi deber, el deber de Werner Heisenberg sólo podía consistir en aceptar la misión de Hitler y sabotearla. Por supuesto, no se trataba de hacer estallar nada, sino de dilatarla en el tiempo tanto que cuando los norteamericanos llegasen a los laboratorios alemanes apenas si hubiese allí un par de reactores enanos muy aptos para fabricar electricidad pero a décadas de desarrollo para cualquier uso militar. Como ya expliqué aquí, Heisenberg y su equipo hicieron precisamente eso, aunque dudo mucho que con voluntad real de sabotear nada. Sin embargo, este ejemplo muestra claramente cómo, ante órdenes irracionales, nuestro deber puede consistir en el sabotaje. Esto abre la cuestión clave que Kant no quiere abordar, la cuestión de quién y en base a qué criterios, decide acerca de la racionalidad o no de una orden.
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