La respuesta a la pregunta “¿Qué es Ilustración?” se halla en el primer párrafo del escrito kantiano. “Ilustración”, se nos dice allí, significa dejar atrás la época en que los seres humanos necesitaban de algún otro para guiar su propio entendimiento. Descartes había anunciado el advenimiento de una era en que la razón, con un método que ella misma se había otorgado, podía conocerlo todo. Sin embargo, Descartes no inauguró la Ilustración. Al descubrimiento de que la razón se bastaba a sí misma para llegar a conocer cuanto existe, hacía falta añadirle algo, algo que aporta la época de Kant: el valor para usarla. En la Crítica del Juicio, Kant nos dirá que la capacidad creativa depende de la genialidad, algo que no puede enseñarse ni transmitirse, sino que, en cierto modo, se tiene o no. Pero a la genialidad corresponde, como ámbito exclusivo, la creación artística. La ciencia, la filosofía, el saber en general, no dependen para nada de la genialidad, no hay genios en tales disciplinas. Para saber, para conocer, para forjar nuevas teorías y nuevas verdades, no hace falta genialidad alguna, sólo hace falta valor. Valor para usar el propio entendimiento, valor para afrontar los riesgos de hablar acerca de cosas que los demás consideran imposibles o inconvenientes, valor para desafiar los estándares de pensamiento establecidos. Nada más se necesita… y nada menos. A quienes afirman que “todo está descubierto ya”, quienes aseguran “que todo es mentira”, quienes se burlan de los que fracasan una y otra vez en su búsqueda de la verdad, no los adornan ni una profunda sabiduría, ni un recomendable escepticismo, ni una elegante arrogancia. Simplemente, tienen la valentía intelectual de las ancianitas temblorosas. Carecen del coraje necesario para abandonar su cómodo sofá, su manoseado mando a distancia, el confort de su caparazón de mentiras, para iniciar una búsqueda arriesgada y difícil. Ni el error, ni la confusión, ni la ignorancia pueden decirse lo contrario de la verdad. De la verdad no nos separa otro muro infranqueable, otra selva plagada de feroces carnívoros, otro abismo insalvable que nuestra propias pereza y cobardía. La verdad no constituye el privilegio de los genios, la verdad se halla al alcance de cualquiera que tenga el valor suficiente para buscarla. Cualquier esclavo, aunque haya nacido esclavo, aunque se encuentre en el fondo de una caverna, aunque lo hayan amarrado con cadenas a un poste que le obligue a mirar en una sola dirección, incluso el más mísero esclavo, decía, puede soltar sus ataduras y abandonar la caverna en dirección a la ilustrada luz del conocimiento. Sólo necesita valor.
Pero, “¡es tan cómodo ser menor de edad!” Cuando teníamos cuatro años queríamos jugar con los juguetes de nuestros hermanos de diez, cuando teníamos diez queríamos llamar la atención de quienes admiraban a nuestros hermanos de 16, cuando teníamos 16 queríamos acudir a las fiestas a las que acudían nuestros hermanos de 22. Ahora que tenemos, 30, 40, 50, 60 años... o el centenar que atesoro yo, añoramos tener cuatro años. Y lo mismo cabe decir de la historia de la humanidad. Añoramos la época anterior al coronavirus, la época de las guerras en que había buenos y malos, la época en que valerosos caballeros iban rescatando encantadoras damiselas, la época en que teníamos una correspondencia particular con el ser. Pero, sobre todo, añoramos esas épocas porque en ellas no teníamos que enfrentarnos con verdades con las que hoy tenemos que vérnoslas. El infante, como el esclavo, no necesita pensar, no necesita preocuparse por el mañana, no tiene responsabilidad. Y, a cambio, sólo ha pagado un módico precio: la libertad. ¿Para qué buscar la verdad si hay miles de libros que la cuentan? ¿para qué preguntarse por lo que importa si la televisión nos lo dice cada día? ¿para qué indagar por lo que me resulta más beneficioso si mi gobierno me lo procura? En este mundo sólo merece la pena morir por el dinero, porque si tienes dinero, fácilmente encontrarás a quien piense por ti, a quien supla tu cobardía. Por supuesto se le puede echar la culpa a los gobiernos de engañar a la población, a los medios de comunicación de masas de ocultar la verdad, a los políticos de mentir más que hablan, pero todos ellos se esfumarían en el aire si los ciudadanos tuvieran el coraje suficiente para pensar por sí mismos. Nadie más fácil de engañar que quien desea que se lo engañe y nuestra pusilanimidad, nos hace los seres más deseosos del mundo de que se nos embauque como a tiernos infantes.
Rutinariamente, ante el menor atisbo de protesta, se nos muestran los riesgos que conlleva caminar solos. Se retira la policía de zonas vulnerables para que las imágenes de los saqueos aterroricen a las clases medias. Se provocan espantosas oleadas de paro cada vez que la crisis azota al capitalismo para mostrarnos lo mal que nos iría sin él. Se lanza al ostracismo a cualquiera que sostiene una teoría rompedora para enseñar los riesgos que corre quien se atreva a salirse de la corriente principal del pensamiento para buscar la verdad. Se señala reiteradamente con el dedo los excesos, el celo sanguinario de los personajillos que aprovechan cualquier revolución para encumbrarse. Quienes ejercen como nuestros tutores, saben que no necesitan más, que sin mayor coerción, nuestra propia cobardía acabará por retrotraerlo todo a sus cauces habituales.
Rutinariamente, ante el menor atisbo de protesta, se nos muestran los riesgos que conlleva caminar solos. Se retira la policía de zonas vulnerables para que las imágenes de los saqueos aterroricen a las clases medias. Se provocan espantosas oleadas de paro cada vez que la crisis azota al capitalismo para mostrarnos lo mal que nos iría sin él. Se lanza al ostracismo a cualquiera que sostiene una teoría rompedora para enseñar los riesgos que corre quien se atreva a salirse de la corriente principal del pensamiento para buscar la verdad. Se señala reiteradamente con el dedo los excesos, el celo sanguinario de los personajillos que aprovechan cualquier revolución para encumbrarse. Quienes ejercen como nuestros tutores, saben que no necesitan más, que sin mayor coerción, nuestra propia cobardía acabará por retrotraerlo todo a sus cauces habituales.
Inadvertidamente para el lector habitual, Kant acaba de introducir aquí un giro en su argumentación. En efecto, el texto comienza con una consideración negativa de la minoría de edad, a la que se describe como la época en la que los sujetos se hallan inevitablemente atados a unos tutores que los guían. Pero ahora se glorifica el olvido de los fracasos, de las equivocaciones, de los errores, como ejercicio necesario para encontrar el recto camino. ¿No se caracterizan precisamente los niños por olvidar rápidamente sus caídas, sus heridas y sus llantos? Aún más, ¿no asoma por aquí la necesidad de tutores que animen a proseguir en los esfuerzos por aprender, a la vez que limitan los daños de ese proceso de aprendizaje? ¿no ha creado Kant un conflicto al dotar de razón a ciudadanos meramente pasivos dentro la república ideal de Platón, recordemos, gobernada por filósofos? ¿Cómo podrá solucionarse si no se restringe el uso autónomo del entendimiento al mero empleo de una razón domesticada por el Estado, por el monarca ilustrado, por la sabiduría de quienes gobiernan?
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