¿Se imaginan un profesor de biología que sólo hubiese visto un animal en los documentales? ¿Se imaginan un profesor de matemáticas que hubiese leído mucho acerca de resolver ecuaciones pero jamás hubiese resuelto una? ¿Se imaginan un profesor de física que nunca hubiese entrado en un laboratorio? Pues hay disciplinas cuya grandeza consiste en que quienes las practican no tienen trato directo alguno con el sujeto de sus estudios, pero sí una enorme habilidad para venderse a los politicastros de turno. La psicopedagogía forma parte de esta singular élite. Últimamente estos suplicantes lacayos del poder se han puesto a cacarear un eslogan que dice: “todo lo que está en Internet no merece la pena que se imparta en clase”. Esta afirmación puede suponer una revolución absoluta en las aulas, un cambio de matiz en lo que en ellas se hace o no tocar absolutamente nada en ellas. En efecto, ¿qué cabe entender por “todo lo que está en Internet”? Literalmente significa que en clase no merece la pena que se enuncie algo que se halle en un servidor. Eso no sólo incluye los contenidos, también el modo de adquirirlos, los valores, los comportamientos y la formación de cualquier modo que ésta se entienda. A partir de ahora, pues, los profesores deben dedicarse a hablar de las monerías que hacen las mascotas de los estudiantes, cotillear sobre los romances del centro (siempre que no se hayan publicado en Facebook) y comentar la vida privada de los profesores. El resto de cosas, cómo se despeja una ecuación, las fases en la unificación de Alemania, la formulación en química orgánica, se halla en Internet y, como todo el mundo sabe, lo que se halla en Internet se puede aprender en una tarde, así que no merece que se le dedique ni un minuto de clase. Me pregunto qué se diría de los profesores si a los “tres meses” de vacaciones le sumaran nueve meses de amenas charletas en clase.
Hay otra manera de entender “todo lo que está en Internet”. En esta segunda versión hace referencia a “todo lo que un profesor puede encontrar en Internet”. Aquí el abanico resulta verdaderamente amplio. Los hay que descubrieron el funcionamiento del correo electrónico el año pasado y los hay que, de tanto buscar cosas, acabaron haciéndose con la contabilidad de cierta logia masónica. Pero, incluso en este caso, todo lo que un profesor puede encontrar en Internet no coincide con todo lo que hay en Internet. Queda claro que no tendría sentido, por poner mi caso, enseñar nada de la filosofía de Descartes, Kant o Heidegger, todo eso puede encontrarse en Internet. Desde luego, me resultaría grato ver lo que un estudiante puede llegar a aprender “en una tarde” de la Crítica de la razón pura, librito de 800 páginas, que, no me importa admitirlo, me noqueó por dos veces a la altura de la deducción trascendental de las categorías. Pero bueno, lo importante radica en que, siguiendo esta metodología, ya tengo pensados proyectos que, aprovechando “todo lo que está en Internet” no caerán en la redundancia de explicarlo, por ejemplo: la perilla de Descartes. ¿Qué forma tenía? ¿cuántos pelos podía haber en ella? ¿cuántas veces al día se la tenía que afeitar? Como pueden ver se trata de un proyecto interdisciplinar, que incluye estética (¿hubiese lucido más guapo sin ella?), matemáticas (¿qué volumen abarcaba?), biología (¿cuántos pelos tenemos por centímetro cuadrado?) Y, por supuesto, filosofía, pues hablamos de Descartes. Ciertamente los estudiantes terminarían el curso sin tener ni la más remota idea de sus planteamientos filosóficos, pero, como digo, yo sí puedo encontrar un buen montón de apuntes sobre ellos, así que ése no constituye un asunto sobre el que se deba hablar en clase.
Pero mucho me temo que las lumbreras que afirman que en clase no debe aparecer “todo lo que está en Internet” hacen equivalente esta afirmación a “todo lo que un alumno o una alumna puede encontrar en Internet”. En tal caso, el cambio que esta afirmación implica para la praxis diaria puede resumirse de un modo extremadamente simple: ninguno. Como saben los que tienen contacto directo con los jóvenes en edad escolar (algo que excluye a los psicopedagogos), estas supertecnológicas generaciones, estas generaciones de chicos y chicas que han nacido con Internet incorporado, que no duermen para no abandonar el móvil, tienen todos los vicios y limitaciones de quienes no han escrito jamás una línea de código. “Buscar” significa para ellos irse a Google y, en muchos casos, pulsar la opción “Voy a tener suerte”. Tratar de explicarles que tienen que escribir una dirección, tan simple como rae.es y no buscar “Real Academia de la Lengua”, rompe sus esquemas. No traten de averiguar qué pueden conseguir sin utilizar un buscador, para ellos constituye un reto semejante a utilizar un ordenador sin ratón. Pero ahí no ha terminado la cosa. “Buscar en Google” significa para nuestros jóvenes acceder al primer resultado que el buscador les ofrece. Los más audaces se aventuren con el segundo. Prácticamente nadie sabe que Google ofrece varias páginas de resultados y que, muchas veces, lo que se busca se encuentra en ellas. Mejor no hablar de la cara que se les queda cuando se les explican las opciones avanzadas, como la diferencia entre buscar con o sin comillas, la utilización de los símbolos + y - ó el comando AROUND. Hay una excepción a lo que vengo diciendo, a saber, que la búsqueda arroje como primer resultado algo en otro idioma diferente del español, pues para nuestros muy bilingües y plurilingües alumnos, a la hora de buscar en Internet, todo lo que no venga en español, no existe. Repetiré de un modo sintético lo que acabo de decir: para nuestros estudiantes “todo lo que está en Internet” se resume en la Wikipedia. O, dicho de otro modo, las pedagogías más rompedoras proponen, en realidad, que nuestros hijos, como nuestros abuelos, tengan por único libro una enciclopedia. Eso sí, una enciclopedia que en la entrada española para la fluoxetina no incluye ninguna mención al aumento de suicidios que provoca, cosa que sí hace en la entrada en inglés y que establece como etnia predominante en Filipinas la “morroco (700.000.000; el 1.º más numeroso)”, dice y, sin duda, con motivo, pues la población total del archipiélago no supera los 97 millones de habitantes.
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