Cuando en 2011 murió Kim Jong-il, padre del actual dictador coreano Kim Jong-un, el país tenía algo menos de 1.000 direcciones IP. No obstante, había iniciado una carrera nuclear que su hijo prosiguió con énfasis. Muchos correlacionaron el deseo de acelerar el proyecto nuclear con el poco predicamento que Kim Jong-un tenía entre el estamento militar, plagado de quienes lucharon en la guerra de Corea, y su necesidad de ganar crédito entre ellos. Kim Jong-un también amenazó a diestro y siniestro, llevó el programa de desarrollo de misiles a su extremo y no dudó en hablar de que su país se hallaba en guerra con los EEUU. Se trataba, nos contaron, de la lógica megalomanía de quien no encuentra quien ponga límites a sus órdenes. Pero en el hijo había algo más o, si quieren, algo distinto a lo que hubo en el padre. El reino del secretismo se ha convertido en el reino de las declaraciones públicas. Si resultaba difícil saber cuándo Kim Jong-il había caído enfermo porque sólo muy de tarde en tarde podían verse imágenes suyas, a Kim Jong-un se lo ve habitualmente, junto al presidente surcoreano, al presidente norteamericano o a otro norteamericano con su mismo nivel intelectual, Dennis Rodman. Los propios experimentos nucleares, de los que solían informar los servicios secretos de EEUU, ahora los publicita la agencia de noticias norcoreana. Alguien próximo al monarca comunista o alguien tan lejano como un residente en Pekín, lo convenció de que también él podía disputar una guerra victoriosa como su padre y su abuelo, eso sí, una guerra de otra naturaleza. A este respecto hay que recordar que realizar un experimento nuclear exitoso, lanzar un misil que alcanza la distancia deseada, constituyen hechos muy diferentes de poseer un arsenal nuclear. Para tener un arsenal nuclear se necesita algo más que saber cómo se fabrica una bomba atómica y un misil intercontinental, cosas que, por otra parte, seguro que ya hay vídeos en Youtube que explican cómo se hacen. Para tener un arsenal nuclear hay que fabricar varias bombas atómicas, reducirlas al tamaño de lo que puede transportar un misil, fabricar varios misiles, formar personal que pueda ensamblar y activar una cosa y otra y, lo que resulta más importante, mantener todo eso en buen estado en los silos correspondientes. Dicho de otro modo, hace falta una cantidad de dinero muy por encima del que Corea del Norte pueda generar por muchos euros falsos que imprima y por mucho que robe de la Reserva Federal norteamericana.
Sin duda, Kim Jong-un conoce bien el pensamiento de Deng Xiaoping, el padre político e intelectual de la nueva China. Un aspecto fundamental de su pensamiento consiste en que el desarrollo militar debe quedar supeditado al desarrollo económico, lo cual significa, primero, que la economía debe considerarse un aspecto más de la guerra, una suerte de guerra hecha por otros medios; y, segundo, en consecuencia, que el ejército debe jugar un papel relevante en ambas. Si se sigue la pista del dinero podrá observarse cómo, el que sale y entra de las más pujantes empresas y bancos chinos, proviene y vuelve a los cuarteles, generando la galopante corrupción que gangrena los cimientos de la pretendida gran potencia. A todo ello hay que añadir que, desde la revolución de octubre en Rusia, los países comunistas se consideran en guerra perpetua contra el capitalismo, bien por medios militares, bien por cualesquiera otros medios. Entre países capitalistas y comunistas, en cualquier caso, nunca puede considerarse que haya paz. Sólo nos falta un dato más, a saber, que, desde las academias militares chinas, se entiende que el objetivo último de toda operación psicológica debe consistir no en convencer sino en coaccionar. Ahora ya tenemos los elementos necesarios para comprender que lo importante no consiste en tener un arsenal nuclear, sino en poder decir que se tiene; que el lanzamiento de un misil sobre los mares de Japón constituye por sí mismo un ataque; y que declararle la guerra a los EEUU constituye el acto de guerra. La afirmación de Kim Jong-un de hallarse en posesión de un botón nuclear, calificar los tuits de Trump o las sanciones de la ONU como “actos de guerra", las fotografías con el dirigente de Corea del Sur, el acuerdo para que las dos coreas compartan equipo en determinadas competiciones olímpicas, el “histórico” encuentro con el presidente de los EEUU, constituyen otros tantos actos de guerra, de guerra comunicativa, de guerra-imagen. Guerra-imagen que sus mentores de Pekín observan con extraordinario interés pues saben de su déficit en este aspecto y tienen especial interés en conocer sus límites, potencialidades y consecuencias últimas, dado que la pierden a pasos agigantados en África. Guerra-imagen que alcanzó su culminación con el ya mencionado encuentro con su homólogo, en todos y cada uno de los aspectos, norteamericano, puesto que, y aquí hay algo que todos los expertos en el tema olvidan, el objetivo último de cualquier guerra-imagen consiste en el acuerdo. La guerra-imagen tiene como telos propio el entendimiento, quiero decir, la aceptación por las dos partes de la realidad, o, lo que viene a significar lo mismo, de la imagen, que una de ellas ha fabricado para la otra. Acuerdo cuyo contenido, obviamente, no puede consistir en otra cosa que en la imagen de las dos delegaciones reuniéndose, el mantenimiento del status quo y el menor número posible de palabras significativas escritas sobre un papel. Al fin y al cabo, ¿para qué las palabras si hay imágenes?
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