Otro experimento que aparecía con frecuencia en los libros sobre conductismo constituía, en realidad, una certera carga de profundidad contra él. En su primera fase se entrena a un sujeto, una paloma, por ejemplo, para realizar una conducta, digamos, darle a un botón. Se le recompensará con alimento cada vez que lo haga, pongamos por caso, cinco veces. La paloma se acostumbra a golpear cinco veces el botón para que le salga su comida. A continuación se la coloca en una caja de Skinner ligeramente diferente de la anterior. En ella, además del dispositivo con el botón y el comedero, habrá un congénere inmovilizado. La paloma que aprendió a golpear el botón se somete entonces a un programa de extinción de la conducta o, dicho en plata, no se le va a dar comida por mucho que golpee el botón. ¿Qué ocurre entonces? Lo que ocurre lo describieron hace 51 años, Nathan Azrin, Donald Hake y R. Hutchinson, del Hospital Anna State de Illinois, en “Extincion-induce aggression” (Journal of Experimental Analuysis of Behavior, vol. 9, págs. 191-204). Nuestra paloma sometida a un programa de extinción golpea el botoncito cinco veces y cuando observa que no cae comida golpea al sujeto inmovilizado. Vuelve al botón y vuelve a agredir al sujeto inmovilizado y así sucesivamente. En realidad, Azrin, Hake y Hutchinson utilizaron una paloma simulada, porque Roberts y Kiess, dos años antes (Roberts, W. W. and Kiess, H. 0. "Motivational properties of hypothalamic aggression in cats", en J. comp. physiol. Psychol., 1964, 58, 187-193) habían demostrado que estos ataques llevaban a la muerte del individuo inmovilizado. Hasta tres meses después de haber aprendido la conducta de picotear el botón para obtener comida, el programa de extinción generaba agresiones. Tal y como lo enfocan Azrin, Hake y Hutchinson, el intento explicativo llevado a cabo por Skinner para fundamentar estos hechos en el experimento superstición carecía de solidez, entre otras cosas porque ellos utilizaron pichones criados en aislamiento, observándose la misma conducta. El condicionamiento operante encontraba aquí, pues, otro de sus límites.
Los autores del artículo consideraron que dos parámetros determinaban la naturaleza de la agresión: la brusquedad del programa de extinción y la capacidad del otro individuo para repeler la agresión. Cuanto más abrupto resulte el paso de obtener recompensa por el comportamiento a no obtenerla, mayor resulta la tasa de agresiones y lo mismo ocurre cuando la capacidad para repeler las agresiones del otro sujeto se halla disminuida por su tamaño, por su fuerza o, lisa y llanamente, por encontrarse inmovilizado. Programas en los que se iba dilatando la aparición del reforzamiento (hasta, digamos, diez golpes del botón o quince o diecisiete), convertían las agresiones en algo mucho más esporádico. Numerosos estudios han reproducido este tipo de comportamiento en ratas, gatos, monos y, por supuesto, personas. De hecho, nos hallamos ante el modelo estándar de experimentos para determinar la eficacia de medicamentos contra la agresividad: se programa una extinción brusca de un comportamiento recompensado, se le administra el fármaco al sujeto y se compara el grado de agresividad que desarrolla con el de un grupo de control.
¿Qué ocurriría si en lugar de en un programa de extinción nos encontrásemos en un programa de evitación de estímulos aversivos? Aquí no tenemos a una paloma que golpea un botón para obtener comida sino a una rata que tiene que pulsar una palanca para evitar una descarga eléctrica. Una vez la rata aprende a pulsar la palanca para evitar la descarga eléctrica, metemos a un congénere inmovilizado en la jaula y dejamos que la rata sufra descargas eléctricas pese a pulsar la palanca. Observaremos, una vez más, la aparición de agresiones sobre el individuo inmovilizado. Cambiemos ligeramente el modelo experimental, permitiremos que la rata siga escapando de las descargas mediante el procedimiento de pulsar la palanca y, a la vez, le presentamos un congénere inmovilizado. ¿Qué ocurrirá? En estas circunstancias, las ratas atacan al sujeto inmovilizado e ignoran la palanca a pesar de que pulsándola pueden escapar al dolor. Prefieren hacer sufrir a otro sujeto antes que dejar de hacerlo ellas mismas.
Biológicamente, quiero decir, fuera de los planteamientos de Skinner, tales comportamientos tienen sentido. En la naturaleza, el sujeto que priva de comida o el que causa dolor y el sujeto sobre el que se puede llevar a cabo la agresión coinciden, de modo que la agresión se muestra como un comportamiento adaptativo en situaciones de competición por el alimento, las hembras o la existencia. Experimentalmente, ambos sujetos resultan disociados y la agresión recae sobre quien no tiene culpa alguna de los padecimientos del sujeto en cuestión. Si aquí se hallase la explicación de semejantes comportamientos podríamos entender con este modelo también que, como se ha observado, leones y chimpancés cuyo habitat natural resulta destruido por la rápida acción de los seres humanos ataquen a sus crías.
Pues bien, una de las características de nuestras sociedades radica precisamente en el hecho de que la responsabilidad última de los padecimientos de sus miembros se diluye en instituciones, entramados sociales o subjetividades difusas (“el Estado”, “los mercados”, “la situación social, política y/o económica”). Se puede leer en cualquier diario, por ejemplo, que el trabajo que estamos acostumbrados a hacer, ese trabajo por el que nos han estado pagando hasta ahora, puede desaparecer de un día para otro. La frustración de los individuos recae entonces no sobre el causante directo de sus males, pues tal responsable directo no resulta localizable, sino sobre quien se halla más cercano a nosotros, atado a nosotros por circunstancias familiares, laborales o, simplemente, resulta percibido como más débil, quiero decir, ancianos, niños y mujeres.
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