Más o menos para cuando el conductismo llegó a Sevilla, en EEUU comenzó el hartazgo con él. Encabezaron esta revuelta las grandes corporaciones industriales. Acostumbrados a hacer juegos de números sobre la nada, no tardaron en descubrir la obviedad que se ocultaba tras las gráficas conductistas: que si querían una mayor tasa de respuesta de sus empleados tenían que pagarles más. Todas las teorías de gestión de empresa se han construido, precisamente, para evitar semejante obviedad, así que desde el mundo de la empresa comenzó a reclamarse otra psicología. Asustados por la pérdida de clientes, los psicólogos norteamericanos comenzaron a afirmar que sí, que ellos habían escrito decenas de artículos sobre experimentos con la caja de Skinner, pero que, en realidad, nunca se lo habían creído demasiado y que si se juntaban las letras de sus artículos conforme a ciertas pautas podía leerse entre líneas la nueva palabra de moda: “cognitivo”.
Los cognitivistas convencidos de la facultad de Sevilla que se jubilaron hace poco, enseñaban en la época en que yo fui su alumno gráficas de tasas de respuestas, programas de adquisición y extinción de conducta y técnicas de moldeamiento. Lo más parecido a Freud que mencionaban en sus clases consistía en ciertos experimentos conductistas con chimpancés. Se les mencionaba a Neisser y te escupían. Pese a todo, el conductismo sevillano hizo gala de uno de los mayores logros conductistas en todo el mundo: merced a un acuerdo con el ayuntamiento, mantuvo controlado el número de palomas de la ciudad. Por eso siempre que recuerdo cosas del conductismo, recuerdo cosas positivas y no sus ridículos planteamientos generales.
Una de ellas constituye, en realidad, el primero de los hallazgos de Skinner. Un día le colocó a sus palomas un programa de reforzamiento de tiempo fijo y se largó para tomarse un café. En sus jaulas individuales, las palomas recibían comida, digamos, cada cinco minutos. Cuando Skinner volvió, una de las palomas daba vueltas frenéticamente en su jaula, otra subía y bajaba violentamente el cuello, otra tenía las alas abiertas, otra se hallaba rígida como una estatua, etc. La explicación resulta simple. La primera paloma daba vueltas en su jaula cuando cayó el primer grano de comida. Como consecuencia, aumentó la probabilidad de que la paloma diera más vueltas a su jaula, esto aumentó la probabilidad de que la paloma recibiera comida mientras lo hacía, lo cual aumentó la probabilidad de dar vueltas, etc. Lo mismo ocurrió con el resto de comportamientos. Aquí tenemos, pues, la razón de por qué todos tenemos unos “calcetines de la suerte”, una “pulsera de la suerte” o, en definitiva, algún género de amuleto y Skinner no tuvo dificultades para que se aceptara en lo sucesivo que el conductismo constituía la mejor explicación de todo tipo de comportamientos humanos.
En verdad, los principios explicativos del conductismo no bastan para dar cuenta de lo que solemos llamar “superstición”. Con su famoso experimento, Skinner demostró que un patrón de reforzamiento temporal puede llevar a la aparición de comportamientos estereotipados en palomas, por ejemplo. Llamar a eso “superstición” no deja de constituir una analogía, más o menos fundamentada, pero desde luego, nada “científicamente” comprobado. Este tipo de estrategias se convirtió en el estándar de los razonamientos conductistas, se comprobaba cierto comportamiento en los animales y, posteriormente, mediante sutiles metáforas y analogías se inducía a pensar que los comportamientos humanos se hallaban moldeados por los mismos procedimientos. Ciertamente hubo experimentos con humanos, pero lo que constituyó la práctica totalidad de la base empírica del conductismo no trataba de ellos. La fortaleza del conductismo no se hallaba, como pretendió hacernos ver, en su carácter "científico", sino en la validez de sus analogías y éstas resultaban extremadamente débiles.
Tomemos el caso de la “superstición”, ¿puede asumirse sin más que el comportamiento de unas palomas reproduce lo que ocurre con nosotros? En realidad no. Las palomas de Skinner se criaron en un ambiente tan estable que resulta ajeno a la vida de cualquier ser humano. Recuerdo que en cierta ocasión me regalaron una pulsera de la suerte. El primer día que me la puse el café me supo a rayos, vi por primera vez un autobús de la línea 14 pasar por mi barrio, me encontré un billete de cinco euros y me chocó la indumentaria verde fosforito de cierto corredor con el que me crucé. El segundo día el café me supo tan malo como el primero, volví a ver el autobús de la línea 14, me volvió a llamar la atención el atuendo del mismo corredor y me besó una atractiva desconocida. A estas alturas Ud. ya habrá comenzado a pensar en escribirme un e-mail preguntándome dónde puede comprarse una pulserita así. Sin embargo, una paloma de Skinner la habría tirado en un intento de que el café volviera a saberle bien. Dado que tres de los eventos que he citado anteriormente resultan idénticos, la asociación debiera haberse producido con cualquiera de ellos y no con el que difería en calidad de un día a otro. Aún más, uno de esos eventos, el mal sabor del café, puede considerarse perfectamente un estímulo aversivo, por lo que si el comportamiento de las palomas de Skinner resultara trasladable a los seres humanos, desde luego, no le hubiésemos atribuido nada así como “suerte” a la pulsera. Para que quede más clara la razón, expondré lo que ocurrió el tercer día. El tercer día, el café me supo un poco mejor que el día anterior, volví a cruzarme con un corredor que me impactó y el autobús de la línea 14 me atropelló. Ahora ya pueden entender por qué llamo a esta pulsera “mi pulsera de la suerte”, porque, gracias a ella, el autobús no me mató.
La superstición humana no puede entenderse sin tomar en consideración todas aquellas veces en que nuestros calcetines, nuestra pulsera o nuestro amuleto han coincidido en el tiempo con algo que lejos de parecernos positivo nos ha parecido extremadamente desagradable. Para entender esto necesitamos apelar a las expectativas del sujeto o, mejor aún, a su capacidad para interpretar o para autonarrarse los acontecimientos de un modo u otro, algo que, desde luego, no resulta observable.
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