Es muy curioso cómo se interpreta el personaje de Drácula en función del género. Para las mujeres, es un símbolo del erotismo, un personaje morboso y atractivo. Para los hombres, es el símbolo del chupasangre, del explotador que vive del esfuerzo nutritivo de los demás. Ambas visiones de Drácula tienen su fundamento. La sexualidad desbordada, el atractivo de técnicas amatorias refinadas, el erotismo que conduce a la liberación, están muy presentes en la novela de Bran Stoker quien, como buen victoriano, no desaprovecha ocasión para hablar de sexo aunque no lo pareciera. La monstruosidad de utilizar a los seres humanos como carnaza para conseguir los propios fines, el destruirlos física y moralmente para sobrevivir, en definitiva, el arrebatarles el aliento de vida, está en el personaje real, ese Vlad III, héroe nacional rumano, que no dudó en aliarse con quien le convino y empalar a todo bicho viviente que se cruzó en sus intereses. Si este Vlad III es un antecedente de El Príncipe de Maquiavelo, el Drácula de Stoker es la viva encarnación del Übermensch nietzschiano. Se trata, en efecto, de alguien noble, de refinada sabiduría, que dispone de un tiempo infinito y lo dedica a transmutar todos los valores, a invertir la moral cristiana. Su único interés es ir ampliando poco a poco la comunidad de semejantes con los que establecerá una sana competición por las víctimas potenciales. Frente a él está la masa de ignorantes, capitaneada por el más ignorante de todos, el científico. El rebaño se aferra a su fe cristiana o, lo que según Nietzsche es lo mismo, a la fe en unas verdades últimas e inmutables. Que el bueno de Stoker acabe matando a Drácula justo cuando Nietzsche anunciaba la muerte de Dios, sólo puede ser visto como un artificio para tranquilizar conciencias. Porque lo cierto es que Drácula siguió viviendo.
Si recordamos que la primera película pornográfica es un año anterior a la publicación del Drácula de Stoker (por cierto, su director, Albert Kirchner, tiene también el honor de haber sido el primero en dirigir un film sobre la vida de Cristo), debe extrañarnos que el hombre-vampiro tardara tanto en aparecer en la gran pantalla. Y es que los herederos de Stoker no veían claro ceder sus derechos. De aquí, que el primer Drácula ni siquiera se llamase así. Es el mucho menos erótico, pero bastante más inquietante, Nosferatu de Murnau. A partir de ahí, Dráculas, draculines y draculones, los ha habido por docenas, de todos los tipos, tamaños y colores. En nuestra época, en la que el sexo, descrito más que insinuado, está presente en las pantallas pequeñas, medianas y grandes, en la que se lo vende en cajas, en pastillitas y a pilas, Drácula ha acabado teniendo tan poco atractivo como un viejo verderón. Las nuevas versiones del personajes son, como la margarina, como el tabaco, como la masculinidad y la democracia, light. En la muy reciente saga Crepúsculo hemos podido ver a un joven vampiro cuya lascivia se reducía a tener una novia y casarse cristianamente con ella como está mandado. Peor aún es la serie True Blood, cercana, por fin, a su última temporada. En la era post-sida, los vampiros prefieren beber un sucedáneo de sangre embotellada, que seguro que ya ni sabe a sangre ni ná y a la que dentro de poco comercializarán con aroma a vainilla. Tampoco vayan Uds. a creerse que conservan ese aura de nobleza que da la capa y el castillo, para nada. Vampiro puede ser cualquiera, un sheriff, una prostituta y hasta una camarera. El Übermensch ha devenido un miembro del rebaño más, pues hoy día, ni siquiera a los vampiros se les permite atentar contra el orden establecido. Eso sí, participan en sanguinolentas orgías, no vaya a pensar alguien que el sexo puede ser liberador.
La domesticación de Drácula, el encorsetamiento de su sexualidad desbordada, la acomodación de sus valores a los del común de los mortales, ha corrido paralela al hecho de que las monstruosidades se han convertido en rutina, ya no hace falta esperar la declaración de un periodo histórico excepcional para cometerlas. El resultado es que algunas facetas de monstruos tan queridos, han dejado de formar parte del imaginario colectivo. Es el caso de Drácula como símbolo de la explotación. El mismo término “explotador” ha dejado de formar parte del léxico de los sindicatos marxistas. Se habla de “infringir los derechos de los trabajadores”, de “incumplir la reglamentación”, de “abusar de la confianza”, pero ya nadie explota, salvo los terroristas suicidas. De hecho, ya ni siquiera quedan “empresarios”. En España el término “empresario” se ha convertido en sinónimo de marido/novio/amante de la famosilla de turno. Es una pena porque “empresario”, antes de adquirir connotaciones peyorativas, designaba a quien ponía en marcha una empresa, esto es, un proyecto que resultaba común a todos los embarcados en él, bien poniendo el dinero, bien aportado su esfuerzo físico. El término que se usa hoy día es “emprendedor”. Emprendedor es alguien que emprende, es decir, que contra los vientos del papeleo administrativo y las mareas de trabajadores que quieren, al menos, dar su opinión sobre lo que hacen, pone en marcha un proyecto, que ya no es de todos los que colaboran en él, sino suyo personal. La cantinela de que vampiros puede haberlos en los institutos y en los bares, porque cualquiera puede ser un vampiro, no es por tanto, otra cosa que la pesada broma de que el capitalismo es compatible con el pleno empleo porque cualquiera puede convertirse en "emprendedor".
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