De la televisión ya he hablado varias veces. Es el nuevo ídolo, el que ha venido a ocupar en nuestras casas el destacado lugar que en la época de los romanos ocupaba el altar dedicado a los antepasados. Ante ella hacemos nuestras abluciones y esperamos sus mensajes con la misma inquietud y reverencia con que los antiguos esperaban oír la voz de los muertos. En nuestra época está permitido reírse del Papa, de los curas, de las monjas y hasta de los santos. Reírse de la televisión, del sagrado ejercicio de sentarse ante ella y asentir a sus mensajes, es una blasfemia. A quienes lo hacen, se les da una palmadita condescendiente en la espalda mientras se prepara todo para excluirlos socialmente. Entender el monstruo que estamos alimentando es fácil con sólo observar la transformación que sufre un hogar en cuanto se ilumina la pantalla:. las conversaciones se silencian, todo debe quedar subyugado a la voluntad del profeta, los iniciados entran en trance, se olvidan de sus males, de sus preocupaciones, de su ser personas y sus cerebros quedan abducidos. De este modo, el común de los mortales alcanza el paraíso de los teólogos medievales, aquel lugar en el que se entraba en contacto con la divinidad.
Las infinitas posibilidades de la televisión para el poder fueron descubiertas muy pronto. No en balde, su inmediato antecedente era la radio y ya sabemos el uso que Hitler hizo de ella. La televisión permitía mucho más. La radio podía conseguir tergiversar la realidad, camuflarla, ocultarla. Con la televisión se estaba en posesión de la realidad. Dominar la televisión era hacer con la realidad lo que uno quisiese. No existe mejor medio para engañar, para manipular, para confundir, que la televisión, en especial, porque la fe de los iniciados carece de límites. Quienes se divierten manipulando imágenes de un vídeo casero, aceptan la verdad de una noticia en cuanto llegan imágenes de la misma. Ver algo en el televisor es como introducir el dedo en las llagas de Cristo, ya no cabe duda ulterior. El poder era tan enorme que, rápidamente, muchos quisieron aspirar a él. A España, las cadenas de televisión privadas, llegaron a principios de los 90 del siglo pasado. El objetivo inmediato era atrapar esa inmensa mayoría que apagaba el receptor varias horas cada jornada. En el colmo de la desvergüenza, bajo la apariencia de una “democratización”, de darle la voz “a todo el mundo”, de una pluralidad de ideologías, se escabullía el hecho de que la televisión es la ideología. Los mismos mensajes que no se hubiesen aceptado procediendo de una emisora estatal, se engullían ahora sin más, por venir de alguien que "sólo" podía tener intereses económicos. Al final la lucha por la libertad quedaba convertida en si se podían elegir más o menos cadenas de televisión, todas las cuales vomitaban las mismas mentiras.
Pero la pluralidad de cadenas tuvo un efecto secundario no calculado: el mando a distancia. Entre “tanto donde elegir”, el consumidor de basura televisada, necesitaba algún género de dispositivo que le permitiese perseguirla de una emisora en otra. Sin embargo, el mando a distancia creó un intersticio por el que los individuos podían caerse de la malla que los atenazaba. Con la facilidad de apretar un botón, eran capaces de anular el control que la publicidad ejercía sobre sus mentes. Desde entonces ningún intento ha impedido que esta paradoja se haga cada vez más palmaria. Cuanto “más hay que ver”, más necesario es que el sujeto ejerza el peligroso vicio de elegir. Hasta tal punto es así, que estamos al borde de una nueva frontera televisiva.
La televisión del futuro la tenemos todos ya parcheada en nuestros hogares. Quien más, quien menos, ha convertido su aparato de televisión en una especie de ordenador Frankenstein. Claramente vamos hacia una televisión sin antena. A través la conexión a Internet nos llegará la señal televisiva. Un disco duro, incorporado o unido a la pantalla, almacenará los programas que no tengamos ocasión de ver. El streaming hará las veces del directo. Tecnológicamente todo esto es ya posible. Las grandes empresas del entretenimiento deportivo norteamericanas, la NBA, la NFL o la MLB, comercializan desde hace tiempo el game pass. Mediante pago, se tiene acceso a la totalidad de partidos que organizan vía Internet y con una excelente calidad.
¿Por qué la televisión del futuro no es ya presente? Aunque tecnológicamente los problemas pueden resolverse fácilmente, queda la peliaguda cuestión del control. Quienes han ejercido por delegación ese papel, las emisoras de televisión, se encuentran con que o se transforman radicalmente o la historia les pasará por encima. El caso de la NBA es patente. Ha desarrollado su propia marca televisiva, con la que graba, transmite y comercializa sus contenidos. Esencialmente, si seguimos viendo la NBA a través de nuestras antenas es porque tienen muy claro que así llegan a un público todavía mayoritario en el que despertar interés por su merchandising. Realmente, la NBA no necesita a ninguna cadena de televisión para nada. Es un ejemplo de lo que va a ocurrir. Las productoras podrán comercializar directamente sus series, sus películas, sus concursos y sus espectáculos deportivos sin que las cadenas de televisión intermedien. Su papel, si es que han de tener alguno, será el de convertirse en buscadores de contenidos audiovisuales. El problema, el problema por el que estoy hablando del futuro y no del presente, es que en ese papel hace décadas que tomaron la delantera cierto tipo de páginas a las que se suelen calificar de “piratas”. Es el interés en desalojar a los actuales inquilinos de ese nicho económico el que mueve toda la batalla de las televisiones contra los "piratas" y no los cacareados derechos a la propiedad intelectual.
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