España es un país muy musical. Aquí, casi en cada casa, hay quien es capaz de interpretar El Mesias de Händel con una botella de anís y una cuchara. La música tiene que formar parte de cada celebración popular, desde los toros a la Semana Santa. Son incontables las bandas, agrupaciones musicales, coros y músicos más o menos callejeros que existen por metro cuadrado y si se acerca a ellos podrá observar que muchos son chicos jóvenes, que han sacrificado horas de su tiempo libre para hacerse cargo, con mayor o menor soltura, de un instrumento musical. Pese a todo, nuestra musicalidad se queda en la charanga, el pachangueo y el chundachunda que vomitan la mayoría de las emisoras de radio. La educación española, tan sensible con las necesidades educativas especiales, con los alumnos con dificultades y el fracaso escolar, no tolera a quienes tienen talento musical. Todo está programado para hacerles elegir entre su talento y sus estudios antes de que cumplan los 16 años. Somos un país de pandereta y se procura que nadie se desvíe hacia cosas raras como el clarinete. El resultado es nuestra profundísima incultura musical.
En este contexto una emisora llamada Radio Clásica lucha por colocar en las ondas algo diferente a lo habitual. Es evidente que su propósito resulta imposible. Le corresponde una misión pedagógica, cuando no propagandística, para enganchar a nuevos oyentes en este tipo de música. Tiene que ser, además, el lugar de reunión de la minoría de marcianos que llevan a gala su gusto por los violines. En ella deben reconocerse los expertos, intérpretes y compositores que no tienen otra emisora a la que ir. Rara vez ha cumplido estas misiones a gusto de todos, pero, seamos realistas, tampoco era posible.
En 2008 vino la famosa reforma bajo el lema “¿para qué hablar en una emisora de música?” y se formó una polémica de extraña acritud. Efectivamente, en Radio Clásica se hablaba (y se habla) más que en emisoras semejantes del resto de Europa. En realidad, si se quiere que siga teniendo una función pedagógica no puede ser de otra manera. Tampoco es que la programación de Radio Clásica haya sido nunca rompedora. En esencia no suena nadie que no lleve 50 años muerto. Es más fácil escuchar a cualquier compositor de segunda línea del XIX que a cualquier compositor de primer orden contemporáneo. Y no se trata de una cuestión de facilidad. Conocí a Piazzola por un programa de otra emisora y el Short Ride in a Fast Machine de John Adams sonó por primera vez coincidiendo con el 20 aniversario de su composición (por cierto, ninguna palabra se dignó acompañar esta fanfarria explicando quién es John Adams). Cosas más polémicas como John Zorn, Glenn Branca, John Cage o Stockhausen, no se molesten en buscarlas en Radio Clásica. Uno lee esto y piensa, “claro, son puristas”. Pues no, tampoco es eso. En las muy clásicas ondas de esta emisora, siempre ha habido un programa dedicado al jazz y otro al flamenco. Se trata de un reflejo de lo que es el mundo de la música en este país. Aquí o eres romántico o eres atonal o bailas sevillanas. Cualquier otra opción genera maledicencias.
Lo que realmente ha dañado, me temo que de modo irreversible, a esta emisora no fue propiamente la reforma de 2008. Más o menos por esas fechas, los políticos llegaron a la conclusión de que en RTVE había demasiada gente que, de tantos años ahí, se había hecho con una parcelita de poder que les permitía un cierto género de independencia, de inmunidad ante los vaivenes de los sucesivos gobiernos. De este modo se inició una campaña para “renovar” el ente público, acabar con los “periodistas funcionarios” y “modernizarlo”. Dicho de otro modo, se abrió la veda para sustituir a cualquier empleado con personalidad por un estómago agradecido y servil, aunque eso supusiese pagar prejubilaciones multimillonarias. De rebote, Radio Nacional vio cómo la privaban de todo su capital humano y, en el caso de Radio Clásica, de las figuras señeras de su programación. El problema no es ya que las telarañas decimonónicas salgan ahora en todo momento por los altavoces, ni que parezca que el criterio base de selección sea la música más aburrida y que menos pueda interesar a los jóvenes. El problema es que se le pregunte a un wageneriano de pro si la tetralogía del alemán se titula “El anillo” o “Los anillos del nibelungo”, como si el nibelungo en cuestión fuese un motero ensortijado. El problema llega al punto de comparar “Vesti la giubba” de I pagliacci con el “Show must go on” de Freddy Mercury...
Vamos a ver, vamos a ver. Freddy Mercury tenía un talento musical como muy pocos en el rock de los 80-90. Por otra parte, tenía una capacidad pulmonar que, con una educación adecuada desde pequeño, podía haber hecho de él un cantante de ópera más que decente. Tengo mi disco de grandes éxitos de Queen guardado como oro en paño y disfruto una barbaridad cada vez que lo pongo. Por otra parte, la música de Leoncavallo, como la mayoría de los decimonónicos, no me dice nada, si bien he establecido últimamente una relación un poco especial con este “Vesti la giubba”. Dicho lo cual, hay que aclarar, primero, que el “Show must go on” no lo escribió Freddy Mercury que el hombre, por 1991, estaba ya bastante enfermo. Segundo, que es un tema obviamente inspirado en el “Show must go on” del espectacular álbum The Wall publicado por Pink Floyd unos doce años antes.
Tercero, ni siquiera la canción de Pink Floyd era original, estaba inspirada en un disco no menos inquietante publicado por Alan Parsons Project en 1976, I Robot, cuyo tema “Day after day” llevaba por subtítulo, precisamente, “The Show must go on”.
Cuarto, el contexto de lo que ha ocurrido hasta ese momento en I Pagliacci y de lo que va a ocurrir a continuación, hace a “Vesti la giubba”, simplemente, escalofriante. Bien interpretado hiela la sangre. Canio es un hombre destrozado, roto, al borde de la locura, que se sabe abocado a la tragedia mientras se pinta una sonrisa en la cara. La letra de ese medio recitativo, medio aria, pone los pelos de punta por sí sola.
Por mucho que yo aprecie la música de Mercury, admire a Pink Floyd y disfrute con Alan Parsons, ninguno de los tres consiguió un efecto comparable.
Dado que me pagan por escuchar un buen celemín de tonterías cada día, en el futuro me pensaré muy mucho si merece la pena poner Radio Clásica, arriesgándome a seguir escuchándolas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario