A comienzos de la década de los años 30 del siglo pasado, Hollywood ya había descubierto que el sexo ayudaba a vender entradas. En 1932, Warner Bros marcó como línea para sus producciones que "dos de cada cinco historias debían ser picantes". Las películas se poblaron de material más o menos explícito cuya censura, suponían, dejaría pasar contenidos lo suficientemente atractivos como para encandilar al público. Hasta The Sign of the Cross, de 1932, una suerte de Quo Vadis?, incluía un “baile lésbico” y numerosas figurantes desnudas atacadas por todo tipo de bestias. Las productoras llegaron a organizar concursos internos para inventar títulos y eslóganes sugerentes desde el punto de vista sexual, sin mencionar que las carteleras y las fotos promocionales solían incluir poses de las protagonistas que a veces nada tenían que ver con las propias películas.
El mayor repudio hacia toda esta tendencia vino por parte de la “sana” mente de los hombres porque, según declararon clérigos y censores, todos ellos varones, “a las mujeres les encanta la suciedad, nada las escandaliza”. Los motivos no parecen difíciles de encontrar y, desde luego, tienen muy poco que ver con la “suciedad”. Si se quiere entender lo que significa “mujer empoderada”, no hay más que ver lo que reflejan las películas de la época. “Película de sexo” significaba en la época “película de mujer fuerte” y el mensaje que lanzaban a las féminas quedaba explícito en The Prodigal (1931): "Estamos en el siglo XX. Sal al mundo y consigue la felicidad que puedas". En Female, de 1933, como resultaba habitual en la época, dirigida por tres hombres (Michael Curtiz, William Dieterle y William A. Wellman) y basada en la novela de otro hombre (Donald Henderson Clarke), Ruth Chatterton encarna a una joven promiscua que controla su propio destino financiero. El torrente de cintas de “mujeres caídas”, en las que se mostraba la realidad de muchas mujeres trabajadoras, no de la época, sino de hoy día, acosadas sexualmente por jefes babosos, corrió paralelo a las películas de “chicas malas”, mujeres que habían pasado a convertirse en dominadoras de hombres a los que no dudaban en utilizar a su antojo como amantes, maridos o simples compañeros de escapada y a los que solían sacar de apuros haciendo uso de sus propias habilidades. Frente a estas mujeres, los hombres parecen anclados en el pasado, atrapados por sus deseos o directamente inmaduros. Creen, erróneamente, que sus infidelidades quedarán sin castigo (The Divorcee, 1930) o, como el personaje de Clark Gable en It Happened One Night, que el mundo lo pueblan generosos conductores dispuestos a recoger al primer autoestopista que les muestre la dirección en la que van con su pulgar. Claudette Colbert, por contra, conoce bien la estructura del mundo real y, al primer intento, logra encontrar quien les lleve levantándose la falda para enseñar una pierna. En medio de esta denuncia de la trampa en la que siempre se han encontrado atrapadas las mujeres, el matrimonio solo podía aparecer como una institución arcaica, necesitada de profunda remodelación, apenas un reflejo del número creciente de matrimonios deshechos tras la crisis del 29 por el procedimiento del abandono.
Muchas de estas "chicas malas" mostraban su fortaleza utilizando su sexualidad para sacar adelante a sus hijos y/o para triunfar socialmente. De un modo nada disimulado, el Hollywood de esta época proclamaba que la mujer no debía tener esperanza alguna de que se la considerara una persona capaz con independencia de su sexo y que su único camino para aspirar a más consistía en usar sabiamente el hecho de que los hombres la viesen como un objeto sexual. Si los magnates con manos ensangrentadas que poblaron estas producciones declaraban imposible alcanzar la riqueza económica sin caer en la miseria moral, el mensaje específico para la mujer de Red-Headed Woman (1932) o Baby Face (1933) consistía en declarar que seguir los cánones de la moral establecida nunca llevaría a la mujer más que a la esclavitud. La denuncia resultaba tan explícita y subversiva que muchas de estas cintas, tras mostrar a la mujer durante ochenta minutos disfrutando como locas gracias a romper con lo que se esperaba de ellas, acababan condenándolas a diez minutos de cárcel, penuria o redil social.
No hubo muchos problemas para reservar una parte del minutaje a los homosexuales, si bien, la mayor parte de las veces, aparecían como blandengues, bufones o, de modo general, personas de poca valía. Las lesbianas corrieron mejor suerte, particularmente tras la llegada a Hollywood de Marlene Dietrich, cuya abierta bisexualidad causó enorme revuelo, que no rechazo. Entre otras cosas, porque, para entonces, el público ya se había curtido en los escándalos. En Laugh, Clown, Laugh, una película todavía muda de 1928, los espectadores presenciaron cómo el treintañero Nils Asther besaba el pie de Loretta Young, en sus quince primaveras, de un modo que nadie, por mucho empeño que pusiera, podría interpretar como "puro y casto". Pero todo eso quedaría en chismorreos de patio de colegio con la llegada de Freaks.