Todo buen filósofo metido a historiador del cine contará que la llegada del sonido causó una transformación crucial en las producciones cinematrográficas, engolfándose a partir de ese momento en elucubraciones metafísicas que ya dependerán del pie del que cojee cada uno. Pocos, sin embargo, repararán en la fecha de la llegada del sonido al cine: 1927. La generalización del sonido se produjo justo en los años del crack bursátil que dejó a la mitad de la población de los EEUU sumida en la ruina y a la otra mitad al borde de ella. Los estudios de Hollywood se encontraron con la necesidad de implementar nuevas y costosas formas de producción en los tiempos en que su público potencial se alejaba de las salas por la incapacidad de afrontar el coste de una entrada. Había que tomar medidas drásticas y Hollywood, como siempre que se encontró en esta tesitura, las tomó. El cariz de las películas que vieron la luz en las postrimerías de los años 20 y comienzos de los 30 tenían un marcadísimo carácter social y trataban, desesperadamente, de sintonizar con la mentalidad del norteamericano medio de la época. Employees' Entrance, de 1933, por ejemplo, describía a un director de unos grandes almacenes que no duda en despedir a dos de sus empleados que llevaban largos años trabajando a sus órdenes, uno de los cuales se quita la vida. La protagonista, Loretta Young, tiene que ocultarle su matrimonio y capear sus propuestas de acostarse con él o seguir el mismo camino de sus compañeros varones. Su acoso sexual, agobiante a lo largo de los 75 minutos del film, acaban por conducirla a ella también a un intento de suicidio. Calificada por un periódico de la época como un “ataque al capitalismo despiadado”, Employees' Entrance apenas si constituye uno de los eslabones de una larga cadena de films de esta naturaleza que se había iniciado un año antes con Cabin in the Cotton o The Match King y a los que seguirían un largo etcétera. Pero la denuncia social no bastaba y su gancho para atraer el público a las salas nunca quedó demasiado claro. Mientras toda una serie de producciones presentaba a los empleados en particular y a las clases humildes en general, como aquellos sobre los que se ejercía la injusticia, muchas otras optaron por mostrarlos como actores de una justicia popular que desbordaba los cauces de la legalidad vigente.
La amplia cobertura que los medios de información daban de las actividades gansteriles llegó muy pronto a las pantallas. Little Caesar (1931), The Public Enemy (1931) y, sobre todo, Scarface (1932), dieron el aldabonazo de salida. De las nueve películas sobre gánsteres de 1930, se pasó a las 28 de 1932. Desde el primer momento, el gánster se convirtió en el antihéroe de la sociedad americana, aquel que rompía con las normas y leyes que habían conducido al país a la catástrofe, que robaba a los bancos que arruinaron a los pequeños propietarios de la América profunda y que, como James Cagney en su papel de enemigo público número uno, lanzaba pestes contra los especuladores de Wall Street. La violencia, extrema para la época, que mostraban estas películas, constituía un pálido reflejo de la ira contenida de buena parte de la población, que salía de los cines con su dignidad restablecida tras vengarse simbólicamente de quienes los habían dejado sin nada, eso sí, gracias a consumir en masa películas de Hollywood, producidas por quienes los habían dejado sin nada. Por lo demás, las películas tampoco trataban de glorificar a los personajes retratados. Con frecuencia se los presentaba como productos, cuando no como síntomas, de un país enfermo. En la famosa escena del pomelo de The Public Enemy, James Cagney arrojaba un pomelo a la cara de su novia en medio de un arrebato de ira y aún mostraría mayor violencia para con las mujeres en Picture Snatcher, otro film sobre gánsteres de 1933. Todo esto quedó poco menos que en chismes de colegio con la llegada de Scarface, película dirigida por Howard Hawks y producida por Howard Hughes en 1932. Descaradamente inspirada en la vida de Al Capone, la película rompía todos los límites establecidos en cuanto a la violencia y la sexualidad. Tony Camonte (Paul Muni), disfruta, literalmente, como un niño, haciendo uso de las armas de fuego, además de mostrar una inclinación explícitamente incestuosa por su hermana Cesca (Ann Dvorak). Francesca (“Cesca”) Camonte, representaba el promedio de las mujeres que poblaron las pantallas de esta época. Independiente, deseosa de librarse de los lazos familiares y dispuesta a luchar por sus pasiones, acaba abasteciendo de munición a su hermano cuando este empuña una ametralladora en las escenas finales de la película.
Los mensajes que decodificaba el público en estas películas y que constituían el motivo por el que acudía en masa a verlas resultaba nítido: sólo quebrantando las leyes los humildes pueden llegar al éxito y en el poder político sólo podía verse un apéndice del poder mafioso. No debe extrañar que, pese a su éxito, en 1931 Jack Warner declarase que sus estudios dejarían de hacer películas sobre gánsteres.
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