Supongamos que enviamos una sonda espacial a inspeccionar un planeta, pero no vuelve. ¿Qué debemos hacer? La mayor parte de los seres humanos responderían: mandar X sondas espaciales más. Altshuller llamaba a eso "inercia psicológica" y consiste en que los seres humanos, cuando adoptan una línea de pensamiento ya siguen por ella con independencia de cuántas paredes haya que atravesar a cabezazos. Y, por supuesto, si no se derriban al primero sólo hay que… dar más. "Más" siempre figura en la solución que dan los seres humanos. ¿Hay delincuencia en las calles? más policía. ¿Las tasas de criminalidad no descienden? más libertad para la acción policial. ¿La criminalidad sigue aumentando? se los dota de armas más potentes. ¿Si un antibiótico no funciona ante una infección hay que suministrar más cantidad? ¿Si un sistema de entrenamiento genera lesiones en los deportistas hay que entrenar más? ¿Si el carrito de la compra tiende a irse hacia un lado, para mantenerlo en línea recta, tenemos que empujar más? Habitualmente "más" forma parte del problema, no de la solución.
Las grandes unificaciones nacionales del XIX condujeron a la idea de que cualquier problema que surgiese podría solucionarse con más nacionalismo y así llegamos a esa trituradora de vidas humanas que fue la Primera Guerra Mundial. Como todas las guerras, solucionó bastante poco, pero agravó sin límites todos los problemas. Naturalmente, todo el mundo pensó que resolverlos exigía una guerra más grande. Sin que nadie entendiera muy bien por qué Europa se precipitó al abismo de su autodestrucción. Después, de entre ruinas innecesarias, horrores insondables y sufrimientos sin cuento, los europeos se tropezaron, al fin, con la evidencia de que todos nuestros problemas debían solucionarse de otra manera y no con más locura. Vinieron generaciones y generaciones que inventaron soluciones nuevas, que crearon nuevas posibilidades y que soñaron con otros horizontes. Desde las altas esferas se consideró que tanta creatividad era peligrosa, así que, lentamente se procedió a estrangularla. En los años noventa toda la destrucción de mediados de siglo parecía tan lejana que reapareció la vieja cantinela del “más”. Hoy día abundan quienes creen haber descubierto que las ideas que hace un siglo condujeron a la catástrofe, mañana nos llevarán al paraíso. Hasta tal punto estamos perdidos y desorientados que ya ni siquiera somos capaces de identificar el peligro. Menudean sesudos expertos que sientan cátedra afirmando que es difícil definir qué entendemos por "fascismo", pese a que el fascismo ni se oculta, ni se disimula, ni se esconde. Aún más, hay textos sobre él, textos escritos por quienes lo fundaron y por quienes lo practicaron, que no dejan mucho lugar a dudas de cuál es su naturaleza. Drieu de la Rochelle decía claramente que el fascismo no tenía un programa y Mussolini hasta le negaba la posesión de ideas. El fascismo no se asienta en ideas. No hay ninguna idea que merezca el calificativo de “fascismo”. El fascismo consiste en la acción. Como afirman sus “teóricos”, viene encarnado en una "actitud", una "mentalidad", un "espíritu", etéreo y transparente, que puede encontrarse en cualquier lugar y en ninguno y que por tanto, puede apropiarse de cualquier cosa según las circunstancias y los intereses. El fascismo no es una ideología, usa y se disfraza de cualquier ideología, según convenga. Todas las ideologías tienen cabida en el fascismo y a él llega gente que procede de todo el arco político. Las alimenta todas, hasta el punto de que las élites del comunismo italiano de los años 30 brotó de los centros de adoctrinamiento fascistas. No se trata de que el fascismo sea conciliador ni tolerante, se trata de que no tiene ideas propias y tiene que tomarlas de aquí y de allá, del presente y del pasado, de las rancias tradiciones patrias y del extranjero no importa cómo de remoto, de negar las ideas de los otros, pero siempre en la cantidad mínima, lo imprescindible para aparentar que defiende algo distinto de la barbarie en estado puro. Muchos intelectuales quedan encandilados por el fascismo como las polillas por la luz. Creen que esa amalgama es un crisol del que nacerá algo nuevo y después tienen que permitir la pública humillación o abandonarlo en cuanto pretenden pensar dentro de él por su propia cuenta. Dentro del fascismo sólo piensa uno, sólo uno tiene pensamiento propio mientras todos los demás tienen que limitarse a interpretarlo. Aplastando a esos intelectuales que se acercan a él, pulverizando sus méritos previos, el fascismo demuestra la naturaleza de su disciplina, que no consiste en afirmar unos principios, consiste en defenestrar a cualquiera que los tenga. Hay quienes se sienten cómodos en las “ciudades seguras” que ofrece el fascismo. Cierran los ojos al hecho evidente de que el fascismo siempre necesitará reforzar la disciplina aniquilando a alguien y que, llegado el caso, el líder correspondiente elegirá ese alguien a capricho. “¿Yo?” claman entonces quienes se sentían seguros bajo la bestialidad fascista, "pero si yo no he hecho nada”. Precisamente por eso nuestro buen hombre se ha convertido en víctima del fascismo, porque ni ha hecho nada, ni ante su desaparición nadie hará nada. Como actividad, como acción, el fascismo no tolera ni la resistencia ni la pasividad, o se está con él, o se está en la lista de enemigos futuros.
El discurso del fascismo es el discurso de la nuda retórica, la que se lleva a cabo no para convencer ni para disfrutar del uso de la palabra, la que se emplea para demostrar el propio poder de hablar y por tanto, de reducir al otro al silencio, la que no tiene finalidad alguna en las palabras ya que, en el fondo, no importan. Importa la acción y por eso el discurso del fascismo es el discurso de la acción, la acción hecha discurso, la palabra como martillo, como insulto, como agresión, cuya referencia son los golpes y no los pensamientos. Cuando brota de la boca de los fascistas es un farfulleo de contradicciones que a las personas de sano juicio les parece la diatriba de un loco. Aman por encima de todo a la Patria y a algún líder extranjero que no dudaría un segundo en arrasarla. Sólo quieren a inmigrantes que sean buenos trabajadores pero no tan buenos que les quiten los puestos de trabajo a los nacionales, ni tan malos que no sirvan para emplearlos como esclavos. Se ponen cachondos con sus banderas, pero cambiarían los colores nacionales por los del billete de 100$. Critican las corruptelas de quienes enchufan a sus parientes, pero defienden que la familia tiene que estar por encima de todo. Se vuelcan por obtener buenos resultados en las elecciones autonómicas, pero quieren eliminar las autonomías. Lo darían todo por España, salvo el dinero que efectivamente tienen en sus bolsillos. Reivindican nuestra gloriosa historia ignorando las vergonzosas derrotas que la pueblan. Afirmar una cosa, su contraria y negar ambas constituye la base del discurso fascista. Ahora ya podemos entender los problemas que nos embargan.
Convertir el juego político en un apéndice del mercado, decir no importa qué porque de lo que importa nadie se atreve a decir nada, vaciar los programas políticos de cualquier contenido porque quien tiene un programa puede verse refutado por la experiencia, ha conducido la vida política de nuestras democracias a la entrada misma de las cuevas fascistas. Hasta tal punto el fascismo nos envolvía antes del primer triunfo de Le Pen que los votantes vieron en él la autenticidad de algo que tantos políticos encarnaban a modo de copia. El votante percibe en el fascismo la honestidad de quien no tiene vergüenza, la sinceridad del criminal confeso, la valentía del matón de barrio y como les han hecho olvidar en qué consisten de verdad esas virtudes, creen que en el fascismo hay algo que merece la pena. Al fascismo no se lo va a parar con genéricas alarmas para salvar nuestras democracias, ni aireando verdades históricas manoseadas políticamente, ni, desde luego, pactando con él para apaciguarlo. Al fascismo lo pararán las nuevas ideas, los programas enérgicos y llenos de contenido, los objetivos claros, tangibles y alcanzables, políticas dirigidas a solucionar los problemas reales de los ciudadanos o ya no lo parará nadie.