Los supervivientes de la expedición a la Bahía de Lady Franklin fueron recibidos como héroes, tanto más cuanto que, en medio del frío, del hambre y de penalidades sin cuento, Greeley se había empeñado en que cargaran en todo momento con los aparatos científicos, entre ellos el péndulo de Peirce, y los cuadernos de notas con las mediciones. Fueron ascendidos y condecorados, aunque Greeley rechazó estos honores. Un mes después de su llegada, la prensa sensacionalista se cebó con la expedición removiendo truculentas historias de canibalismo que ellos negaron tajantemente aunque reconocieron haber usado carne de sus compañeros muertos como cebo para pescar piojos de mar. Lo cierto es que en el área en el que fueron encontrados no existe fauna marina o acuática de dimensiones superiores a esos piojos de mar que alcanzan como mucho los 4 cm.
A comienzos de 1886, Peirce tenía sobre la mesa 100 volúmenes de datos en bruto sobre observaciones con péndulos que abarcaban buena parte de su trabajo desde 1880, además de los que la expedición de Greeley había aportado. Todos esos datos debían ser corregidos, normalizados, convertidos en mediciones de gravedad y de curvatura y puestos negro sobre blanco en un informe a publicar por el Coast Survey. Pero el Peirce que tenía que encargarse de ellos ya no era el joven científico que había impresionado a la Asociación Internacional de Geodesia. Su padre había muerto en 1880 y con él se había ido su paraguas protector. Por esas fechas se divorció de su primera mujer, la activista del feminismo Melusina Fay "Zina" Peirce, que lo había abandonado en 1875. Pero antes de su divorcio comenzó a frecuentar la compañía de la que acabaría siendo su segunda esposa, Juliette, de la que, por no saberse, no se sabe ni su apellido de soltera. Simon Newcomb lo denunció ante el comité ético de la Universidad John Hopkins y Peirce tuvo que presentar su carta de dimisión antes de que lo echaran en un incidente que recuerda al que viviría John Watson, el padre del conductismo, 40 años después. La sociedad bienpensante condenó al ostracismo a la pareja y la propia familia de Peirce acabaría dándole la espalda. No renunciando al “estilo de vida al que aspiramos”, en palabras de Peirce, y teniendo como único ingreso el sueldo que él cobraba del Coast Survrey, el matrimonio Peirce había iniciado una suave pendiente hacia la indigencia pues ese escaso sustento estaba lejos de hallarse garantizado. El Coast Survey, encargado de publicar los mapas de Norteamérica, había alcanzado enorme prestigio tras la guerra civil, atrayendo lo más preciado de las cabezas científicas del país. Peirce había entrado en ella como “ayudante de cálculo” bajo el auspicio de su padre que, a la sazón, dirigió el organismo desde 1867 hasta 1874. Pero Peirce asumió rápidamente funciones ajenas a la de la “calculadora humana” que se suponía que era. Su presencia en el Congreso Internacional de Geodesia se debió a una campaña de cartas enviadas a los más prestigiosos periódicos de la nación reclamando la presencia de EEUU en semejante foro por primera vez, campaña que el propio Peirce se ufanaba de haber orquestado. La fabricación de péndulos y la consiguiente contribución a la expedición a la Bahía de Lady Franklin supusieron otros tantos logros de Peirce. En 1885 había llegado a la presidencia de EEUU Grover Cleveland que incluyó en su programa la necesidad de “adelgazar” la administración y que rápidamente puso al Coast Survey en su punto de mira. A su vez, en el Coast Survey miraron hacia Peirce. Él, por su parte, absolutamente seguro de su capacidad de cálculo, por otro lado asombrosa, parece que no pensó en cómo sistematizar los datos ni en darles la estructura de un informe hasta que la inabarcable montaña de números estuvo sobre su mesa. Inició entonces un intercambio epistolar con la dirección del Coast Survey pidiendo ayuda, tiempo o permiso para tomar atajos, consiguiendo únicamente aumentar la desconfianza hacia su figura. A la ya insoportable presión se unió el hecho de que los datos del péndulo que los hombres de Greeley habían devuelto tras arrastrarlo por el hielo en su embalaje protector, había que incluirlos en el informe fuese como fuese. Ahora bien, por alguna razón, el péndulo, no el soporte, que había regresado hasta Peirce, pesaba cuatro gramos menos que el que partió del puerto de New York y los datos tomados con enorme celo por Israel mostraban discrepancias que sólo podían entenderse si, en algún momento, el aparato había sufrido congelación. Las cifras absolutamente precisas que Peirce había prometido con sus péndulos reversibles en 1876 dependían ahora de una sucesión de conjeturas que los convertían en pura especulación. Mientras pasaban los meses y Greeley calentaba a la opinión pública y a los altos cargos preguntando qué ocurría con el informe por el que sus hombres habían muerto, Peirce intentaba ganarse la vida con un curso de lógica por correspondencia, lanzaba ataques anónimos en la prensa contra la filosofía de Herbert Spencer y hasta se embarcaba en una polémica con Edmund Gurney en las páginas de una revista acerca del fundamento estadístico de la telepatía. Por fin, el 24 de abril de 1890, Peirce envió su informe. Temiéndose lo peor, la dirección del Coast Survey ordenó que lo supervisara… Simon Newcomb, el hombre cuya acusación había convertido a Peirce en un paria. Newcomb no tardó ni cuatro días en concluir que el informe no podía ser publicado por el Coast Survey porque, por alguna razón, Peirce se había dedicado a presentar primero los resultados, después las fórmulas de las que éstos se extraían, después los principios de los que se obtenían estas fórmulas y así sucesivamente hasta llegar, por último, a los datos originales, lo cual suponía “una inversión del orden lógico”. Todo el documento necesitaba ser reescrito de arriba a abajo, algo que el menguante presupuesto del Coast Survey no hacía practicable. A Peirce se le informó de que no se le renovaría su contrato y el informe jamás se publicó. Supuestamente archivado, a día de hoy se lo considera perdido.
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