Escribí sobre Malí en este blog por primera vez en febrero de 2013 y desde entonces, cada vez que he vuelto sobre el tema, mis presentimientos no han hecho otra cosa que oscurecerse. Quise desear que la intervención francesa, terminara exitosamente y que las tropas occidentales acabaran marchándose dejando atrás un país relativamente estabilizado y capaz de gobernarse a sí mismo, pero nada ha ido en esa dirección Las tropas francesas lograron restablecer el control sobre las ciudades del norte, aunque las grandes extensiones de terreno que las rodean no dejaron de pertenecer a los grupos yihadistas y a los bandidos de toda laya. El entrenamiento de las tropas malienses y el armamento distribuido a manos llenas entre unidades de autodefensa sirvió para exacerbar las luchas interétnicas, con poca o nula influencia sobre la capacidad del Estado para ampliar su presencia. La corrupción siguió galopando a sus anchas, el ejército se mostró más interesado por la política que por el combate, los periodistas occidentales se marcharon y acabó ocurriendo lo inevitable. Poco a poco el impulso inicial se fue perdiendo. Los tuaregs, teóricamente resentidos con sus antiguos aliados yihadistas, pasaron a ponerse de perfil cuando les convenía, los atentados, las matanzas, los robos de ganado y las subsiguientes hambrunas volvieron a apoderarse del norte y las unidades amparadas en la operación internacional de la ONU comenzaron a considerar un éxito mantenerse con vida. En medio de todo, decenas de miles de desplazados, carnicerías sin cuento y sin límite, una generación entera condenada a una vida infrahumana.
El 18 de agosto de 2020, el general Assimi Goïta encabezó un golpe de estado para la formación de un gobierno de transición en el que él ocuparía la vicepresidencia, pero en mayo de 2021 decidió que aquello le sabía a poco y desencadenó un nuevo golpe para convertirse en presidente. Desde entonces su gobierno se ha dedicado esencialmente a echar gasolina al descontento popular con la intervención internacional. Ha roto el tratado de cooperación por el que Malí solicitó la ayuda de Francia, ha expulsado al embajador francés, ha prohibido el funcionamiento de las cadenas de radio y televisión francesa, ha roto relaciones con los organismos internacionales y el pasado mes de agosto acusó a los galos de "suscitar el odio étnico". La inquina hacia Francia en particular y hacia Occidente en general "sorprendentemente" se ha convertido en apasionada rusofilia. El país ha entregado la estrategia antiterrorista a los matones del grupo Wagner, ha gastado un dinero que nadie suponía que tenía en comprar modernísimos SU-25 diseñados en los años 60 y fabricados en los 80 y ha acogido con sonrisas la visita del Ministro de Exteriores de Irán, que nadie tiene muy claro qué iba a buscar allí y qué pretendía recibir a cambio. En el día de la independencia, hubo más banderas rusas que malienses, más vítores al gobierno que recuerdo de quienes dieron su vida por el nacimiento del país, mientras que una mayoría étnicamente pura aclamaba enfervorizada a un Goïta enfundado en gorilas marca Wagner. Ni los rusos ni los iraníes se preocupan por derechos humanos, por la convivencia interétnica, por el dinero que desaparece a raudales de las arcas públicas, ni por todas esas zarandajas neocoloniales. Tampoco es que contribuyan mucho a los intereses del gobierno. Carecen de inteligencia sobre el terreno, de experiencia en la lucha contrainsurgente en África y, aún más, de efectivos para tapar el agujero de 15.000 hombres que la marcha del contingente internacional ha dejado. Mostrando su brillantez estratégica, Goïta, ha convertido en soldados por decreto a las milicias tuaregs cuyo levantamiento inició la crisis. Nada de eso ha impedido el avance del yihadismo que vuelve, como en 2012, a desarrollar ataques muy cerca de la capital. El problema no es ya que Malí pueda convertirse en un nuevo Afganistán, el problema es que ni siquiera los grupúsculos yihadistas que pueden acabar ocupando el poder poseen coherencia suficiente para otorgar estabilidad y paz aunque sea bajo el manto del terror.
Pero lo peor de Malí no es el abismo al que se está asomando. Lo peor de Malí es que se ha convertido en un modelo por el que sus vecinos comienzan a sentir fatal atracción. Esta semana se ha producido el quinto golpe de estado en Burkina Faso en lo que va de año. Una vez más, la incontrolable expansión del yihadismo ha sido la excusa. Una vez más, han aparecido banderas rusas en manos de manifestantes que no tienen dinero ni para comprar las de su país. Una vez más, la francofobia y la rusofilia se han convertido en el programa de los golpistas. Burkina Faso comparte con Malí las mismas promesas de riquezas naturales sin fin que no conocerá la actual generación de masacrados, las mismas hambrunas por culpa de la expansión de las zonas desérticas y la misma frontera sin control que comparten con el tercero en discordia, Níger, la teórica base del contraterrorismo norteamericano en el Sahel y, aún mejor, tercer productor mundial de Uranio.
Es lógico que ahora mismo tengamos nuestra mirada en otras guerras y otras catástrofes humanitarias más cercanas geográficamente, es lógico que no haya bomberos para tanto fuego, es lógico que haya quien se aproveche de ello. Por otra parte, Macron está en lo cierto, sin el compromiso del gobierno de turno, Occidente no puede (y cabe preguntar si debe intentar) obrar milagros en la lucha contra el terrorismo. Pero el día en que Ucrania sea un país libre de invasores, habrá que irse planteando modos creativos y eficaces de evitar que gobiernos poco o nada comprometidos con la estabilidad de sus países acaben conduciendo a la catástrofe a sus gobernados, dicho de otro modo, modos creativos y eficaces de prevenir el terrorismo en lugar de combatirlo cuando la sangre de los inocentes ya se ha derramado.