En el prefacio a la edición de 2001, Lewis reflexionaba sobre el destino de The Assassins: A Radical Sect in Islam. Decía que si bien el título había permanecido el mismo, los intereses editoriales de las épocas habían trastocado significativamente el subtítulo con las traducciones. En una de ellas, muy de finales del siglo XX, se había convertido en algo así como “los primeros terroristas de la historia”. Pese a la protesta de Lewis, un enunciado muy parecido figura en las páginas de su libro. Desde luego, como “primeros”, a los asesinos les habían ganado por la mano los zelotes y sicarios, un milenio anteriores. Pero tampoco el término “terrorista” parece bien elegido. Zelotes y sicarios, por ejemplo, atentaban contra lo que consideraban “colaboradores” del poder romano para disuadir a otros de hacer lo mismo. Los asesinos, hasta donde ha quedado constancia, no actuaron contra ciudadanos normales y corrientes, ni contra objetivos delegados, en definitiva, no actuaron sobre enemigos “simbólicos”, sino sobre quienes, efectivamente, poseían poder militar o intelectual para oponerse con eficacia a la expansión del movimiento. Sin duda, utilizaron el magnicidio, pero el magnicidio no define al terrorismo. Tradicionalmente el terrorista no mata a su enemigo, mata a quien lo simboliza. Usando el asesinato político los asesinos se limitaron a seguir la tradición de su época. Y, desde luego, eso no dice nada a favor ni en contra del Islam. Recordemos a este respecto que el magnicidio puede considerarse la causa natural de muerte entre los reyes godos. Sí resulta llamativa la frecuencia y sofisticación con que usaron la táctica de la infiltración y, aún más, el modo en que hicieron alarde de ella dejando al perpetrador del asesinato sin planes de huida para que sucumbiera a la venganza del poder establecido. Antes de que existiera Internet, antes de que existieran los televisores, antes de que hubiese medios de comunicación de masas, los asesinos lograron crear una imagen de su producto de extraordinaria eficacia, hasta el punto de que muchos gobernadores del califa de turno prefirieron mantener buenas relaciones con ellos en lugar de hacer caso a las instrucciones de quien los había nombrado. En el magnicidio como forma de crear una imagen de marca, en trasladar la batalla desde unos campos en los que nunca hubiesen logrado imponerse por lo limitado de sus tropas hasta un mundo, el de la imagen, donde ese detalle pierde importancia, sí que hay un vestigio que enlaza a los asesinos con los modernos movimientos terroristas, pero resulta muy dudoso que lo hicieran de modo consciente, deliberado y, aún más, que le dieran importancia. Si nos atenemos a los hechos, manifestaron una clara intención de dominar el territorio y no tanto el imaginario colectivo, algo que llegó al grado de fijación en el caso de los castillos. Por ellos sintieron atracción claramente superior a la que sintieron por las aldeas, los villorrios y aún las ciudades. No debe extrañarnos que los historiadores marxistas del Islam los viesen como el remanente feudal que se oponía a las élites ya marcadamente burguesas de las ciudades. Aún más, la imagen, su imagen, el terror y la efectividad del mismo que ésta ejerció, la construyeron otros.
En primer lugar, los abasíes, conscientes de que su imperio dependía del carácter del califa. Después los selyúcidas, conscientes de que la unidad del suyo pendió siempre de un hilo. Y, finalmente, destilando lo mejor de los terrores inventados por unos y otros, los cruzados, a los que ni la convicción absoluta de seguir los dictados de Dios libró de la certeza de haberse convertido en invasores de tierras extranjeras. Los cruzados construyeron la conveniente narrativa de un Islam sanguinario, del uso impío del magnicidio, de la existencia de unos hechos a imagen y semejanza de sus propios fantasmas, de esos monstruos que sabían ocultos en las simas de sus corazones. Hasta tal punto anidan en nuestros corazones los fantasmas atribuidos al Islam que John Watson, en Behaviorism (1924) y Mick Herron, el autor de la famosa serie de Jackson Lamb, en La calle de los espías (2017), volvieron a recuperar el horripilante mito de los niños criados desde la cuna para convertirse en asesinos perfectos. Antes incluso de que Aristóteles llegara a Europa y permitiera construir la síntesis doctrinal sobre la que se asentó nuestra cultura durante siglos, Occidente ya necesitaba inventar un Otro contra el que poder definirse.
Bernard Lewis denuncia, desde las primeras líneas de su magnífico texto, este endiablado juego de espejos. Aporta datos precisos, fuentes exactas, documentos habitualmente dispersos, discusiones filológicas y hasta una historia de su constitución y de su derrumbamiento (a nivel académico porque en la calle sigue subsistiendo). Uno acaba de leerlo con el placer de haber dedicado su tiempo a una buena lectura, de haber aprendido cosas importantes y de haber formado parte de algo necesario y justo. Y, sin embargo, lejos de romper el juego de espejos que denuncia, Los asesinos. Una secta islámica radical, sólo ha conseguido incorporarse a él. Lewis lo escribió como lo que era, un historiador que dominaba una docena de idiomas y que se especializó en la historia del Islam. Esta formación le valió un puesto en los servicios secretos británicos durante la Segunda Guerra Mundial y después compaginó su carrera como historiador con el cargo de asesor del Benjamin Netanyahu que ejerció como embajador de Israel ante la ONU y, posteriormente, de la administración de George W. Bush. Con frecuencia aparece citado en la lista de los ideólogos del neoconservadurismo que se inventaron la necesidad de invadir Irak. Hay quienes le consideran el mayor experto occidental en el Islam y quienes consideran que construyó una imagen del Islam demasiado unitaria y generalista. No puede considerarse semejante acusación novedosa. La lanzó Edward Said seis años después de que Lewis publicara Los asesinos en su libro Orientalismo. En él incluía a Lewis en el grupo de los historiadores franceses, ingleses y norteamericanos que habían construido el mito de un “Oriente”, exótico, romántico, feroz y hermoso y, por encima de todo, separado por abismos culturales, geográficos y religiosos de “Occidente”, como si constituyeran dos ámbitos diferentes regidos por diferentes condiciones. Esta puesta en práctica del principio de separación en ámbitos, argüía Said, había permitido construir una identidad occidental basada en la contraposición entre la imagen que Occidente tiene de sí mismo y la imagen, construida por negación de aquella, que tenemos de Oriente. De la separación entre estos dos ámbitos partían todos y cada uno de los estudios occidentales con independencia de su orientación, temática y motivo. Contaba Said que Occidente había logrado imponer esta imagen sobre Oriente, hasta el punto de que de Oriente sólo existía para Occidente lo que atravesaba el filtro impuesto por éste para comprender a aquél.
El libro de Said tuvo también una enorme repercusión y se lo considera el pistoletazo de salida de lo que se llaman “estudios postcoloniales”. Nueve años después, cuando Said corría camino de que Israel lo declarara "terrorista" por defender la causa palestina y alguien le dejara una bomba en su despacho, Lewis (que no duda en equiparar al Islam, el cristianismo y el judaísmo de su familia como religiones éticas que repudian la violencia y que en 1968 llegó a defender que los turcos no trataron de exterminar a los armenios), lanzó su propio ataque contra Said. Lo acusó, precisamente, de haber creado un colectivo, el de los “orientalistas”, inexistente más allá de la etiqueta burocrática para clasificar los estudios. Lo acusó de haber sesgado las citas, los libros y, en especial, las nacionalidades, dejando fuera de sus críticas a los orientalistas alemanes y pasando por alto los manifiestos prejuicios de los orientalistas soviéticos hacia el mundo islámico. Lo acusó de hacer como si en Francia no hubiese existido un tal Claude Cahen, autor de los primeros textos sobre la perspectiva musulmana de las cruzadas. En definitiva, Lewis acusó a Said de haber creado una imagen fantasmagórica con todo lo que un musulmán teme encontrar cuando encara un libro occidental sobre el Islam y de haber definido en qué consistía el deber de un estudioso negando los valores y cualidades de esa imagen. Said, en este sentido, no tendría ni más ni menos razón que Lewis, ni que ninguno de los lectores que acudieron a su libro buscando truculentas historias sobre los comedores de hachís y la intrínseca maldad del Islam. Como sabe repetir cualquier papanatas, “interpretaciones hay muchas”, pero semejante perla de sabiduría sólo sirve para escamotear el reto al que debe enfrentarse cualquier intelectual honesto: no confundir la realidad con aquello que le permite escapar de sus pesadillas.
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