En 1967, Bernard Lewis (1916-2018) publicó The Assassins: A Radical Sect in Islam. Su éxito inicial no ha tenido parangón con lo que ocurrió después. Traducido a múltiples idiomas, se ha convertido en un clásico fácil encontrar en las librerías al lado de volúmenes sobre el terrorismo islámico. The Assassins cuenta la historia de los hashashins, los terroristas a los que "el viejo de la montaña" criaba desde niños, enseñándoles idiomas varios y habilidades para matar a cualquiera en cualquier momento y lugar del mundo. "El viejo de la montaña" vivió cientos de años, aterrorizó al mundo islámico y cristiano, participando en múltiples complots, atentando profusamente contra los cruzados y vendiendo sus servicios al mejor postor. Una muestra, al cabo, de la violencia que promueve el Islam, una demostración de que no puede haber paz con él, el primer movimiento terrorista de la historia y el inicio del choque de civilizaciones que padecemos. A los integrantes de su organización los convencía de que podía otorgarles el paraíso a su capricho drogándolos con hachís y de ahí proviene el nombre de la secta, pues "asesino" significa "comedor de hachís". Cierto caballero que pasó por aquellas tierras, presenció cómo sus seguidores no dudaban en arrojarse al vacío desde lo alto de una torre con una indicación suya y, por la simpatía despertada, el viejo de la montaña le ofreció matar a quien nuestro testigo ocular le dijese... Sólo que no hay nada de real en todas estas historias. Los asesinos no comían hachís, su nombre no viene de ahí, el "viejo de la montaña" designaba al tradicional anciano de la tribu, secta o grupo, se cebaron, sobre todo, en los musulmanes suníes y no hay datos históricos de ninguna escuela de asesinos. Todo lo que el gran público conocía antes de la publicación del libro de Lewis se remonta a las fábulas construidas por los cronistas de las cruzadas a partir de rumores, chismes y anécdotas que ni entendían ni podían contextualizar, contados por fuentes musulmanas, en muchos casos, ya imbuidas en sus propias fábulas y malentendidos. También hay que reconocer que no resultaba fácil acudir a las fuentes primarias antes del siglo XX y no porque uno pudiera perder la vida en ello, sino porque tradicionalmente se mantenían en secreto. El motivo no cuesta mucho desentrañarlo.
Tras la muerte de Mahoma, el Islam se dividió entre los seguidores de Alí y los de Abu Bakr. A los primeros se los conoció como partidarios de Alí, es decir, shiaq-u-Ali, a la larga, chiitas. Como ocurrió con la Reforma, el cisma dio lugar a pugnas teológicas y matanzas sin cuento, en las que salieron perdiendo los partidarios de Alí. Entre sus principios figuran la unificación de los temas religiosos y políticos, la necesidad de una guía espiritual por parte un imán a cuyo lado, como mano ejecutora de sus deseos, se colocó un comandante militar y, como consecuencia de sus múltiples derrotas y sufrimientos, la taqiyya o permiso para ocultar las propias prácticas cuando el ambiente resultaba poco propicio. En 765, murió Ya‘far as-Sadiq, sexto imán chiita. Su hijo y sucesor, Ismail, murió antes que su padre, de modo que lo sucedió Musa al-Kazim. Pero no todos los chiitas lo aceptaron como imán. Una facción lanzó la idea de que Ismail no había muerto, sino que se había ocultado y que volvería al final de los tiempos. A esa facción se los llamó ismailitas y desarrollan una sofisticada teología en torno a los imanes ocultos y los imanes manifiestos que prosperó hasta convertirse en una de las corrientes intelectuales más poderosas del Islam. De hecho, el ismailismo floreció particularmente en Túnez creando un califato, el único chiita, que se extendió rápidamente hacia Oriente (el califato fatimí), conquistando Egipto y fundando El Cairo.
En Persia y Siria, el ismailismo se convirtió en una corriente de enorme atractivo para los nuevos conversos, los campesinos pobres y, de modo general, para todos los desplazados del poder por los suníes (árabes de origen) y, posteriormente, por los selyúcidas turcomanos. Sus filas se engrosaron gracias a la labor de fervientes misioneros que viajaron incansablemente por los territorios más remotos reclutando prosélitos y afinando sus tesis doctrinales. Uno de ellos se llamó Hasan-i Sabbah y en 1090 logró hacerse con la fortaleza de Alamut, en las montañas del norte de Irán. Desde ese momento, el ismailismo persa, como todo movimiento, partido político o país, quedó atrapado en su mito fundacional. Infiltrarse entre el enemigo, tomar fortalezas y subyugar los territorios circundantes se convirtió en su obsesión. Dos hechos vinieron a beneficiar su labor. En primer lugar la escisión que se produjo dentro del califato fatimí de Egipto en 1094 y que dejó sin referentes al ismailismo de Levante y, en segundo lugar, las convulsiones del califato abasí de Bagdad en pugna constante con los selyúcidas cuya capital se situó en la actual Teherán. Aprovechando las debilidades y los vacíos de poder generados por unos y otros, la forma más radical de ismailismo pregonada desde Alamut llegó a convertirse en un poder real al que había que tener muy en cuenta. Aunque han pasado a la historia por la espectacularidad de sus magnicidios, en realidad fueron unos maestros no del asesinato sino de la infiltración. Convertían secretamente o sobornaban a personajes clave cercanos a su objetivo y, cuando eso no era posible, colocaban allí a alguien con engaños y subterfugios. Intentaban encauzar los acontecimientos sutilmente y, al menor tropiezo, amenazaban o apuñalaban a la autoridad de turno, dejando siempre claro quién lo había hecho y su filiación. Cualquiera que obstaculizara el poder de los asesinos se convertía, eo ipso en su objetivo y por "obstaculizar" hay que entender desde ejercer la violencia sobre los ismailitas hasta criticar públicamente a los asesinos. Queda dicho que, desde la toma de Alamut, los ismailitas vieron incrementadas las persecuciones y matanzas que ya venían sufriendo. Como siempre, las peleas de familia revisten los peores caracteres y en esta en concreto, nadie escatimó insultos, sangre ni barrabasadas de todo tipo. Suele decirse que el Islam va siete siglos por detrás del cristianismo, pero cuando uno lee la descripción que hace Lewis de las luchas sectarias en Persia y Siria, no puede dejar de recordar las que siete siglos más tarde sacudirían a los reinos cristianos con la Reforma. A los asesinos nunca le interesaron los cruzados como tales sino en tanto que actores de esa jaula de grillos a la que llamamos Oriente Medio y con miras a socavar el poder suní en Siria. Lewis da cuenta de que, en un período concreto, algunos castillos dominados por los asesinos pagaban tributos a castillos controlados por la orden templaria u hospitalaria mientras que castillos cristianos pagaban tributo a castillos de los asesinos. El punto de mira de los asesinos siempre se situó en el poder suní y selyúcida. Paradójicamente, el esplendor de los tres acabó a la vez y frente al mismo enemigo. La llegada de los mongoles en el siglo XIII, dio la puntilla al califato abasí de Bagdad, arrinconó a los selyúcidas, tomó y aniquiló los castillos de los asesinos y desperdigó a las comunidades ismailitas que no consiguió exterminar. Desde entonces, como pacíficos campesinos y comerciantes, han quedado fracturados en remotos pueblecitos de Irán, Siria, algunos de los estados asiáticos surgidos de la desintegración de la URSS y la India.