Se llaman transposones. Son regiones de nuestro DNA que, bajo determinadas condiciones, abandonan la posición en la que se encontraban y emigran hasta otra, cambiando, con frecuencia, de cromosoma. Esta sola acción ya implica una modificación bastante ostensible del organismo. La regulación genética se ejerce sobre regiones del DNA y no sobre genes concretos con lo que, al cambiar de posición, alteran el sistema de regulación de los genes, haciendo que se expresen con libertad genes hasta entonces restringidos. Pero hay más. Lo habitual es que al trasposón en sí le acompañen algunos pares de bases adyacentes. Esto implica alterar completamente los genes vecinos a la posición en la cual se intercala, sin contar con que puede insertarse dentro de otro gen. El origen más cercano o lejano de un transposón es un virus. A veces se trata de retrovirus, es decir, virus cuyo material genético es RNA, que van acompañados de una proteína que los transcribe a DNA. Se introducen entonces en el genoma del organismo huésped y allí se quedan hasta que se activan. El ejemplo más conocido es el virus del SIDA, pero no es el único. Si el material genético del virus queda en un estado en que no se activa, puede acabar convirtiéndose en un trasposón, es decir, se incorpora al genoma del organismo huésped y allí se queda transmitiéndose a su descendencia y saltando de cuando en cuando.
Evidentemente, es una locura que algo así pueda existir. ¿Cómo se va a "adoptar" el genoma de un virus y se le va a permitir saltar de cromosoma en cromosoma cada vez que le venga en gana? Y si existen deben ser muy pocos. Y aun siendo pocos, debe haber algún mecanismo regulador que se asegure que cambien se posición pocas o ninguna vez. El problema no es ya que todo esto sea disparatado, el problema es que se comenzó a hablar de ellos en un centro de investigación al que, desde luego, nadie hubiese enumerado entre los más prestigiosos del momento. Aún peor, comenzó a hablar de ellos una mujer, Bárbara McClintock. Chocó contra un muro. La genética norteamericana de los años cuarenta estaba dominada por la idea de que cada gen regulaba una característica del organismo que lo portaba. Los transposones conllevaban introducir la aleatoriedad en un modelo mecánico cuyo objetivo última era la eugenesia y, lo que era aún más “peligroso”, conducía a que dos organismos genéticamente idénticos podían tener apariencias (fenotipos) distintos. A McClintock la trataron como a una loca o, mejor dicho, como a una histérica. Alguien con sentido común debió aconsejarle que, si quería seguir obteniendo financiación para sus investigaciones, abandonara la lucha por “sus” trasposones. A partir de 1953, McClintock dejó de publicar sus resultados.
Una década después, François Jacob y Jacques Monod, es decir, dos genetistas franceses procedentes, pues, de otro enfoque sobre la genética, redescubrieron el papel de los genes reguladores de los que había hablado McClintock. Debió pasar aún casi otra década para que el mecanismo de transposición fuese nuevamente descrito en bacterias y levaduras. A partir de entonces McClintock comenzó a recibir toda clase de premios y honores hasta la concesión del Nobel en solitario ¡en 1983!
Ahora que ya sabemos que los transposones existen... ¡¡agárrense porque vienen curvas!! No sólo existen, existen en los seres humanos. Se piensa que una parte importante de ellos se insertaron antes incluso de la separación entre eucariotas y procariotas. Algunos, para efectuar su transposición, necesitan ser codificados en RNA y, después, ese RNA se vuelve a transcribir en DNA que, ahora sí, se inserta en su nueva posición. Ese mecanismo indicaría la cercanía de su estado puramente vírico, es decir, son mucho más recientes.
No sólo los tenemos en nuestro genoma, los tenemos en abundancia. Algunos estudios señalan que hasta el 42% de nuestro material genético podrían ser transposones. Esta elevada cantidad no haría sino demostrar su antigüedad, pues buena parte de esa cifra son copias de un mismo gen en diferentes lugares del genoma. ¿Cómo puede un organismo tener tal cantidad de copias de genes de un virus y seguir funcionando? Naturalmente porque tienen alguna utilidad. Hay, al menos, dos funciones fundamentales que cumplen los transposones. La primera es ser un reservorio de mutaciones. De alguna manera, el organismo los mantiene controlados hasta que, en respuesta a una situación crítica del ambiente, les da rienda suelta, creando nuevos genes o nuevas funciones en los ya existentes. “Nuevo” significa aquí algo que no estaba presente en el genoma heredado y que se activa en las primeras fases del desarrollo embrionario pudiendo, por tanto, trasmitirse a la descendencia. La otra función es la que propuso McClintock, permitir la diferenciación de las células que comparten un mismo genoma, ganando, con ello, adaptabilidad al medio ambiente. Y aquí es donde aparece Fred Gage, genetista del Salk Insitute for Biological Studies de La Jolla, California. A finales del siglo pasado, Gage puso patas arriba las teorías sobre el cerebro humano al demostrar que en los adultos también se crean nueva células nerviosas destinadas, fundamentalmente, al hipocampo, es decir, la región donde se guardan los nuevos aprendizajes. Obviamente una sola de esas nuevas células basta para la adquisición de conocimientos complejos pues al establecer conexiones con las demás, modifica toda la red neuronal. A principios de este siglo Gage fue más lejos, describiendo un tansposón, el LINE-1, particularmente activo en el proceso de diferenciación de los precursones neuronales, es decir, en el proceso por el que aparece una neurona especializada en una nueva actividad. La conclusión está escrita con todas las letras en un artículo firmado por Gage y su equipo en 2007: “el genoma celular no es estático o determinista sino, más bien, dinámico”. No somos lo que somos por unos genes que determinan las características superiores que nos adornan, somos lo que somos porque hemos aprendido, como ningún otro organismo, a dominar el azar que nos constituye.
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