domingo, 13 de marzo de 2022

Pikuach nefesh (2 de 2).

 

A quienes sufren persecución y cárcel en Rusia

por manifestarse contra la invasión de Ucrania.

Son un ejemplo de lo que Rusia tiene que ofrecer

al mundo.


   En 2018, a “Naranjito” Trump se le ocurrió sacar a EEUU del acuerdo para limitar las investigaciones nucleares de Irán. Esperaba obligar a los ayatolás a negociar un acuerdo desfavorable para ellos en mitad de su segundo mandato y, en última instancia, favorecer los planes bélicos de Netanyahu. Se lo ha puesto fácil a Biden. A la administración norteamericana le conviene que el petróleo iraní vuelva al mercado. Otro tanto cabe decir de sus aliados europeos. Irán, dicen los expertos, está al borde del caos económico. Se echaron en brazos de Pekín como gran salvación y lo único que han conseguido es desatar la sinofobia de su población que ha visto cómo los productos de ínfima calidad procedentes de Oriente han fagocitado los comercios tradicionales y las pequeñas empresas. Su ejército se cae a trozos y los pilotos todavía vuelan en los F-14 comprados por el Sha. Saben, además, que Israel tiene sus centros de investigación en su punto de mira y quieren evitar la humillación de ver cómo los reducen a cenizas, algo contra lo que, en última instancia, sólo podrán lanzar amenazas y maldiciones. Israel, que no figura por ninguna parte en las negociaciones, es, en realidad, quien decide. Parte de sus élites, espoleados por sus nuevos aliados en las monarquías del Golfo, es partidaria de acudir a los procedimientos militares, pero otra parte, previendo lo que se avecinaba, preferiría un acuerdo y esperar a ver cómo se desenvuelven los acontecimientos. En cualquier caso, el tiempo apremia. Se supone que, para mayo de este año, Irán obtendrá material susceptible de uso militar. Desde 2018, Rusia ha venido operando, más o menos en la sombra, como la gran muñidora del acuerdo. Su diplomacia se ha esforzado por mediar entre Irán y EEUU, incluyendo hacerse cargo del material fisible iraní y tener acceso a todos los secretos de su programa. Israel ve con buenos ojos semejante mediación, pues tienen Rusia tan infiltrada que todo lo que llegue a sus manos acabará en los despachos del servicio secreto israelí. La intervención rusa, por supuesto, no se debe a fines altruistas. La firma de ese acuerdo será también la firma de multitud de tratados con Irán, particularmente, en materia militar, acuerdos de esos que generan comisiones astronómicas que se pueden entregar a los amigotes sin mucho disimulo. Algunas de ellas llegarían de modo inmediato, pues hay 11 Mig-35 ya fabricados que se han quedado compuestos y sin novia y que podrían entregarse a Irán. El problema está en que Teherán no tiene divisas, ni oro, sólo puede pagar en petróleo. Con el precio del barril en las cifras del año pasado, con la vuelta de Irán al mercado, los beneficios para Putin y sus adláteres se volvían pírricos. Sin embargo, con una guerra de por medio, con las magras sanciones que el Kremlin esperaba, con amenazas múltiples de guerra nuclear, cada barril se convertiría en una montaña de oro. Alguien, alguien más listo que los demás, ha puesto ya las comisiones que esperaba recibir en el mercado de futuros. En estos momentos está virtualmente arruinado. Probablemente fue él quien llamó el pasado 3 de marzo al despacho de Putin. El día 4, Rusia hizo público que no firmaría el acuerdo nuclear si EEUU no ofrecía garantías por escrito de que las sanciones no afectarían a “su colaboración con Irán”. El sábado 5, Bennett viajó a Moscú. Llevaba un mensaje de “amigos comunes” que contaba una historia muy diferente de lo que está leyendo Putin en los informes que le llegan y que sólo hablan de las enormes ventajas que las circunstancias actuales comportan para Rusia, del triunfo que acabará obteniendo sobre Occidente, cuando no de la conveniencia de declararle la guerra a la OTAN ya. El mensaje que al primer ministro israelí, como el único mandatario con el que Putin se permite gastar bromas, le había tocado llevar, era claro: debía aceptar la mediación que Erdogan le iba a proponer al día siguiente, su ministro de exteriores llevaría a la reunión con su homólogo ucraniano una propuesta de mínimos y el Kremlin aprovecharía las primeras de cambio para declarar que “se han alcanzado todos los objetivos de la operación militar especial”. De lo contrario, Putin tendría que acostumbrarse al sabor a Polonio en sus comidas. De la conversación de Putin con Erdogan ha trascendido que no fue distendida y que Putin aceptó un encuentro a alto nivel con las autoridades ucranianas. El lunes 7, portavoces del Kremlin afirmaban que para el alto el fuego bastaba el reconocimiento de las repúblicas independentistas y de la anexión de Crimea a Rusia. El martes 8 dejaban claro que “nunca” había sido su intención derribar el gobierno de Kiev. El acuerdo nuclear con Irán ha quedado en suspenso y nadie oculta la “frustración” que ha generado en todas las partes, incluyendo a Rusia e Irán. Cuanto más se acerquen las negociaciones a acuerdos concretos, mayor será la escala del conflicto por parte de unos y de otros para obtener una posición de fuerza. Otra cuestión es hasta dónde llegará. La afirmación del ministro de defensa ruso, Shoigú de que mimetizaría el despliegue de la OTAN en el territorio ruso, implica que, lo que resta de unidades operativas de sus fuerzas, se van a quedar muy lejos del conflicto. Falta una reserva estratégica que no se ha movido de sus bases y que parece mostrar el temor real de Putin a un ataque de Occidente. A Ucrania sólo pueden mandar ya mercenarios contratados en Siria y dotar a las milicias de las repúblicas independentistas con material incautado a los ucranianos. 

   Si todo lo que he escrito hasta aquí constituye una descripción más o menos cercana a los hechos, entonces, aún no se ha comprendido lo fundamental de lo que está ocurriendo. Estas conclusiones, como muchas otras que están apareciendo en los medios de comunicación occidentales, tienen que haberlas alcanzado (y hace mucho), quienes tuvieron sobre sus mesas informes de primera mano de la situación en Rusia hace cinco, diez o quince años. Sin duda hay quienes se habrán visto sorprendidos por la docilidad con la que Putin se ha metido en la ratonera, aunque llevan mucho tiempo cambiando el queso en ella para que no se lo comieran las hormigas. De la exactitud con la que han calculado los riesgos, del petróleo de las comisiones iraníes, de las capacidad de razonamiento de un megalómano cuyas neuronas parecen tener la misma operatividad que sus tropas sobre el terreno, de mediadores preocupados únicamente por lo que encierran los límites de su terruño, dependen las destrozadas vidas de las mujeres, niños y hombres de Ucrania y puede que de la humanidad toda. Pikuach nefesh.

domingo, 6 de marzo de 2022

Pikuach nefesh (1 de 2)

   פקוח נפש, pikuach nefesh, literalmente, “cuidado del alma”, es el principio básico de la ley judía y significa que la preservación de vidas humanas permite anular cualquier otro precepto religioso. Uno de ellos es el famoso sabbat o shabat, el día que se inicia al atardecer del viernes y termina cuando aparecen tres estrellas en la noche del sábado. Ese día, en el que, según la Biblia, Dios descansó, nosotros, sus criaturas, no podemos trabajar, ni producir, ni encender fuego y ni siquiera accionar un interruptor (aunque, eso sí, podemos tener sexo). Ayer el primer ministro israelí, Naftali Bennett, tan religioso que siempre lleva su kipá, rompió el sabbat para ir a sostener una reunión de horas con Vladimir Putin. “Pikuach nefesh”, proclamó su oficina de prensa, preservar vidas humanas. En el viaje lo acompañaba el ministro de vivienda, Ze'ev Elkin, habitual traductor de los primeros ministros israelíes cuando tienen que hablar con un interlocutor ruso. Elkin nació en Jarkov y parte de su familia sigue viviendo en Ucrania. También lo acompañaba su su asesor de Seguridad Nacional, Eyal Hulata. Hulata, miembro de los servicios secretos israelíes, es conocido por su postura de que un acuerdo nuclear con Irán es mejor que nada. Su nombramiento por parte de Bennett, partidario de no volver al acuerdo de 2015 y de bombardear las instalaciones iraníes, como muy tarde, en mayo de este año, se entendió como una señal pública de que estaba dispuesto a aceptar opiniones sobre el tema. Esta visita, desde luego, iba dirigida a salvar vidas, la cuestión es: ¿qué vidas? De modo inmediato, sin embargo, no tiene esa finalidad, tiene otra, la de colocar una bambalina para que no veamos lo que ocurre más allá de los focos. Entender que está sucediendo en la penumbra nos exige consultar un libro diferente de la Torá, un libro profano, Alicia en el país de las maravillas. En este sorprendente libro, el nada inocente Lewis Carroll describe una reina que tenía que correr a toda prisa para mantenerse en su sitio. La "carrera de la reina roja" constituye un modelo clásico para explicar cómo el ansia por construir un cañón que destruya cualquier fortaleza y una fortaleza que permanezca inmune al ataque de cualquier cañón, conduce a un estancamiento en el que no se puede lograr ninguna ventaja decisiva que nos acerque a nuestro objetivo. Durante décadas EEUU y la Unión Soviética se vieron envueltos en una carrera de reina roja que acabó por dejar al bloque comunista exhausto y al borde de la implosión. Intentando evitarla, Gorbachov inició un reacomodo del bloque soviético que no hizo más que precipitar la implosión. De ella, nació Rusia y quedó marcada por este acto fundacional, por el temor a que cualquier "reacomodo" precipite la implosión. Por tanto, cierta élite del poder asumió como propio el desafío de seguir manteniendo a Rusia como una potencia mundial pese a que el costo de sus 6.000 cabezas nucleares hunde su PIB a la altura de Brasil y lo sitúa un poco por encima de España. Aún peor, si acudimos al PIB per cápita, España ocuparía la posición 30 del mundo y Rusia la 63. Con estas cifras puede entenderse por qué numerosos analistas rusos consideraron el año pasado que la puesta en funcionamiento del sistema antimisiles de la OTAN significaba el fin de su poderío nuclear. Independientemente  de la capacidad efectiva de dicho sistema, que, dicho sea de paso, no parece ofrecer muchas dudas, obligaba al desarrollo de nuevos ingenios para los que, lisa y llanamente, Rusia no tiene dinero, especialmente teniendo en cuenta que su proyecto de construir misiles con motores nucleares se fue al garete con una explosión que destruyó el laboratorio en el que se desarrollaban. Por si fuera poco, EEUU ha comenzado ya la investigación de una nueva generación de interceptores que prometen ser más rápidos y eficaces, amén de dar los primeros pasos en la dirección de utilizar campos de fuerza con fines de protección de unidades, flotas y territorios. Frente a ello, Rusia y China han explorado el mundo de los proyectiles hipersónicos. 

   Dicen quienes conocen el tema que hace quince años bastaba poner la palabra "hipersónico" en cualquier proyecto para recibir dinero a espuertas del gobierno norteamericano, pero que hará cinco años la moda decayó y Rusia y China se adelantaron en esa carrera. Los misiles hipersónicos prometen, en efecto, una velocidad y una maniobrabilidad extraordinaria que dejaría a los antiguos misiles balísticos y a las defensas que protegen contra ellos en la obsolescencia. El problema está en la letra pequeña. Un proyectil hipersónico, en efecto, resulta prácticamente indetectable e imposible de interceptar… una vez se lo coloca cerca de su objetivo. Parece que los norteamericanos descubrieron hace tiempo que la única manera de llevarlo hasta allí consistía en los viejos bombarderos y las viejas lanzaderas de misiles intercontinentales, de modo que, táctica y operativamente, poco progreso suponen. Ahora esperan poder sacar del ostracismo algunos proyectos bajo la amenaza de que los chinos están investigando esta tecnología y los rusos ya la tienen desplegada en sus submarinos, algo de lo que hacen gala cada vez que tienen ocasión. No mencionan, por supuesto, cuántos de sus submarinos han llegado efectivamente a montarlos, porque sin un propulsor clásico, su alcance resulta tan reducido que para lanzarlos, tendrían que navegar por el Mediterráneo, el mar Báltico o las aguas territoriales norteamericanas, todo lo cual parece más bien improbable en circunstancias en las que tal lanzamiento constituyese un riesgo real. El alto mando ruso conoce perfectamente todas estas limitaciones y lleva décadas trabajando sobre nuevos modelos de guerra que permitan a Rusia ofrecer un cierto aspecto de superpotencia. Los desarrollos conseguidos en la ciberguerra y las "guerras de Gerasimov" (aunque no fue Gerasimov el padre de la idea), han tratado de poner sobre la mesa de Putin estrategias novedosas en este sentido. Pero estas estrategias posmodernas presentan un enorme inconveniente a ojos de Putin y su camarilla: no afectan el precio de las materias primas y, particularmente, del petróleo.



domingo, 27 de febrero de 2022

Guerra en Europa.


   El hombre de 56 años que sale en el vídeo es Petro Poroshenko, anterior presidente de Ucrania. Llegó al poder en 2014 tras la revuelta del Euromaidan e inició de inmediato el acercamiento a Europa. Tuvo que apechugar con una situación política endemoniada tras la declaración de independencia de Donetsk y Lugansk y una economía convulsa. En 2017, la cadena norteamericana CBS consideró a su gobierno uno de los más corruptos del mundo y él, que ya era rico antes de llegar al poder, amasó una fortuna de 400 millones de dólares mientras lo ostentó. Tiene una causa abierta en Ucrania por traición y terrorismo según la cual ayudó, comisión mediante, a vender carbón para financiarse a las repúblicas separatistas. Siempre ha dicho que esa causa es una invención de su rival político y sucesor, Zelenski. Hace dos semanas Putin le ofreció asilo político en Rusia. Podría haber aprovechado la actual coyuntura y escapar entre los refugiados. Su fortuna personal le permitiría estar en un lujoso apartamento de Londres, Múnich o Moscú. Se ha quedado en Kiev. El jueves montó un batallón de voluntarios para combatir al invasor. Tienen kalashnikovs, un par de ametralladoras y una larga cola de gente, la mayoría sin experiencia militar alguna, a los que no han podido admitir porque no tienen armas para todos. Cuando el periodista de la CNN le pregunta que cuánto tiempo podrán resistir, casi se le saltan las lágrimas y responde: "¡Para siempre!" y explica que Putin no tiene soldados suficientes para doblegar a todos los ucranianos. El hombre al que acusa de "inventar" un proceso contra él es Volodomir Zelenski, el actor y productor televisivo, de origen judío, que protagonizó "Servidor del pueblo", una serie muy popular. La serie se convirtió en partido político y lo aupó a la presidencia del país en 2019. Dado que el ruso era su lengua materna, se opuso a la ley de 2014 que prohibía la contratación de actores y actrices rusos para las producciones ucranianas. Es el típico producto de nuestra época, un político hecho desde y para las pantallas de televisión, del que ningún analista hubiese esperado más que gestos, imágenes y pocos, si acaso algún, hecho. En tres días de invasión rusa, se ha convertido en un gigante con una estatura moral que, a su lado, Putin subido en todo su inmenso arsenal nuclear, parece un insignificante piojillo. Domina las cámaras como nadie. No se presenta a la humanidad como presidente de un país, sino como uno más de los que luchan por defenderlo, apenas el rostro reconocible de los que están batallando y muriendo por todos nosotros. Agradece la ayuda concreta y no las buenas palabras. Nos interpela para que decidamos de qué lado estamos realmente. Le han ofrecido sacarlo del país y, al parecer, ha contestado: "necesito municiones, no un viaje". Sigue en la capital, con su familia y los miembros de su gobierno. Sabe que le queda poco tiempo, que caerá muerto o prisionero y que, en cualquier caso, su final será cualquier cosa menos honorable. Pero sigue ahí, delante de las cámaras, mostrándonos a todos en qué consiste el deber cuando un carnicero con un arsenal nuclear a sus espaldas como Putin, intenta ponernos de rodillas.
   En 2013 Putin se ufanaba de tener sobre su mesa planes para conquistar Ucrania en dos semanas. El Jefe del Estado Mayor, Valeri Guerásimov, lo convenció de que podía lograr lo mismo sin casi disparar un tiro. Puso el mundo de la estrategia militar patas arriba y popularizó las "guerras híbridas". Al matarife de San Petesburgo aquello le supo a poco. Seguro que le han entregado planes para provocar un golpe de Estado, para que unidades de comando secuestraran al gobierno ucraniano, para provocar sabotajes y volver el país ingobernable. Pero él quería sangre, quería muertos, quería inocentes asesinados, ciudades arrasadas, edificios en llamas, que los rusos constataran con su miseria la grandeza de su visión y, sobre todo, quería una excusa para poner sobre la mesa sus misiles nucleares y arrastrar a la humanidad al borde de la extinción. 
   Las tropas rusas avanzan hacia sus objetivos. Puede que Kiev haya caído antes de que esta entrada aparezca. Pese a ello, su avance tiene muy poco del paseo militar que supusieron y ha necesitado refuerzos chechenos, unidades adicionales. En esencia Ucrania es una inmensa planicie en la que el único accidente geográfico significativo es el río Dniéper que la atraviesa. Carece de refugios naturales para tropas de infantería que tengan que enfrentarse a unidades blindadas o aéreas. Sin embargo, en la zona de Donetsk y Lugansk, las milicias separatistas, con experiencia de combate y conocedoras del terreno, reforzadas por el ejército ruso, apenas si han conseguido avances. Jarkov, de mayoría rusófona y en la misma frontera, ha tardado cuatro días en caer y todavía no parece que esté totalmente controlada. Del desembarco aerotransportado en el aeropuerto de Antonov se sabe que los ucranianos lo recuperaron sin que los rusos hayan desmentido esa noticia. Si, efectivamente, han desembarcado en Odessa, no hay rastros de progreso más allá de la ciudad. Las imágenes muestran misiles "inteligentes" de "alta precisión" incrustados en mitad de las calles, que han causado impacto en carreteras o han acabado destruyendo edificios residenciales a 300 metros de sus supuestos objetivos. La aviación ha bombardeado instalaciones militares, pero no a las unidades desplegadas en el frente, quizás porque no conoce su ubicación. A nadie se le ha ocurrido cerrar las vías por las que pueden llegar suministros a los invadidos. El ejército ruso, en cuya reforma el Kremlin se ha gastado un buen trozo del PIB de los últimos años, parece construido con los mismos mimbres del que convirtió a Chechenia en un baño de sangre sin acabar de controlarla. Resulta fácil localizar testimonios de blindados rusos destruidos, de ataques rechazados y hasta existe la leyenda de un piloto ucraniano que ha derribado seis aviones enemigos. Con una experiencia de combate muy relativa, en inferioridad aérea, con su arsenal parcialmente destruido por los bombardeos iniciales, nadie puede dudar de que el ejército ucraniano está combatiendo con honor, aferrándose al terreno con coraje y causando al enemigo más bajas de las que éste podía esperar. Al cabo, la superioridad aérea y de carros de combate los aplastará, pero, la victoria rusa sobre el terreno va camino de acarrearles una de las mayores derrotas de la historia en términos de imagen. A estas alturas, las patéticas palabras del ogro de Moscú pidiendo a los soldados ucranianos que abandonen las armas y regresen a sus casas o que den un golpe de Estado, sólo demuestran su estupidez, hasta qué punto está o preso de delirios trasnochados o desinformado por un entorno que no tiene arrestos para contarle la realidad, que sólo posee ascendiente sobre aquellos que se dejan atemorizar por él. La activa campaña de Biden denunciando cada maniobra planificada, anticipando cada decisión, desvelando el truco escondido en cada gesto, ha hecho caer todas sus caretas denudando la bestialidad que lo constituye hasta tal punto que, antes de terminar con Ucrania, ya ha amenazado a Finlandia, a Suecia y a Occidente en general. Cuesta bastante trabajo encontrar quien repita sus dislocadas excusas y muy poco entender por qué. Se aferran a ellas para no ver lo que todos estamos viendo, que la Europa que conocimos después de la caída del muro de Berlín, desapareció el pasado 24 de febrero y que nos hallamos embarcados en un salto hacia atrás en el tiempo que nadie sabe cuántas décadas (o quizás milenios) nos hará retroceder.

domingo, 20 de febrero de 2022

Enfermos como nuestros ríos.

   Cuando escribí Enfermos como Ud. El dispositivo farmacológico de Foucault al coaching de salud, busqué, sin encontrarlos, estudios medianamente serios sobre el rastro ecológico que dejan los medicamentos que ingerimos habitualmente. Sólo pude hallar un par de informes, curiosamente autocomplacientes, que cifraban todo el peligro en haber conseguido que los pececitos abandonaran la binariedad de género. El próximo martes, los Proceedings of the National Academy of Science of the United States of America, publicará "Pharmaceutical pollution of the world's rivers" firmado por un equipo internacional que encabeza John L. Wilkinson de la Universidad de York. Se trata de uno de los estudios más amplios llevados a cabo hasta el momento. Analiza el agua de 258 ríos de 137 regiones geográficas de todo el mundo a la búsqueda de 61 principios activos característicos de la medicina y de nuestros estilos de vida. Hay dos modos fundamentales en que estos principios activos llegan al agua de los ríos, el vertido incontrolado de las empresas fabricantes y la metabolización por parte de quienes los ingieren. En teoría, todo medicamento que se aprueba requiere un análisis del impacto ecológico que supondría su liberación en el medio ambiente, pero, dado el desconocimiento que existe sobre los efectos reales que tienen cuando esto ocurre, las cifras límite se han elaborado más atendiendo a los intereses de la industria que a los peligros reales. Nuestras depuradoras no se diseñaron para eliminar estos residuos, de modo que acaban circulando libremente por las aguas que corren por los ríos. 

   Los resultados del estudio no dejan lugar a muchas dudas. La totalidad de los ríos presentan contaminación por un par de decenas de fármacos y una cuarta parte de los mismos se hallaban por encima de los parámetros de control. En más de la mitad de los casos esa contaminación hacía referencia a la metformina, carbamazepina y cafeína. La metformina se presenta habitualmente en los productos médicos como clorhidrato de metformina. Se trata del tratamiento oral característico para la diabetes mellitus de tipo 2. El cansancio, la debilidad y los dolores de estómago figuran entre sus efectos secundarios más habituales. La carbamazepina se ha convertido en uno de los medicamentos "mágicos" de los últimos tiempos. Se aprobó inicialmente para el tratamiento de las convulsiones producidas por la epilepsia. El mercado de la epilepsia no daba para mucho porque el porcentaje de epilépticos en la población se mantiene más o menos estable en torno a los 50 casos por cada 100.000 habitantes año tras año. Sin embargo, el número de trastornos bipolares sube como la espuma de modo paralelo al diagnóstico de TDAH, de hecho, la mayor parte de nuevos diagnósticos de bipolaridad en jóvenes procede de quienes han pasado por la medicación habitual para el TDAH. En consecuencia, las empresas farmacéuticas lograron la aprobación de la carbamazepina y sus derivados “más modernos y eficaces” para el tratamiento del trastorno bipolar como "neuroestabilizante". Desgraciadamente esa "estabilización" de las neuronas también suele producir dolor de cabeza, somnolencia y mareos. La cafeína, por su parte, constituye una sustancia asociada al estilo de vida, presente en buen número de refrescos, además de la procedente del propio café. 

   El estudio hace referencia a la presencia muy extendida de contaminación de las aguas por fluoxetina, sin pararse a valorar semejante hecho. Recordemos, la fluoxetina, por sí misma, constituyó toda una revolución farmacológica cuando se presentó como sustancia capaz de “regular los niveles de neurotransmisores del cerebro” o, más popularmente, como “pastilla de la felicidad” bajo la marca registrada Prozac. Cambió el estilo de vida de una generación y la forma en que la gente se pensaba a sí misma y a su cerebro, hasta que el aumento de las tasas de suicidio entre sus consumidores encendió una luz roja que debería haber centelleado desde la época de sus estudios clínicos. La puesta en retirada del machismo imperante y la visibilización de los problemas de la mujer, ha permitido que se vuelva a prescribir sin rubor, esta vez para aliviar los síntomas premenstruales. Su presencia en las aguas de nuestros ríos muestra o bien su permanencia en el medio ambiente mucho después de que su uso haya decrecido o bien el consumo abusivo de una sustancia cuyos peligros se han documentado amplísimamente. 

   Al menos otras 14 sustancias pudieron detectarse con diversas concentraciones en los ríos de todos los continentes. La lista incluye hipotensores, antihistamínicos, antidepresivos, anticonvulsionantes, anestésicos, anti-inflamatorios, benzodiacepinas, paracetamol y antibióticos. En la lista proporcionada por los autores faltan notables ejemplos de todas estas familias. Se supone que el cuerpo humano los ha absorbido al punto de generar metabolitos que sí pueden encontrarse en las aguas y de cuyo impacto ambiental se conoce todavía menos. Podemos decirlo a la inversa, todo lo presente en el agua debe entenderse como no (o no plenamente) metabolizado por nuestros organismos o, si quiere que lo diga de modo más claro, la mayor parte de estas sustancias se hallan en el agua porque las hemos ingerido en cantidades tan disparatadas que nuestro organismo las excreta sin usarlas. 

   Los ríos más afectados por esta contaminación pertenecen a países en vías de desarrollo, en los que la depuración de las aguas no alcanza la extensión de los más avanzados, pero el crecimiento en los niveles de bienestar de la población ha generado ya una importante medicalización de la misma o bien el traslado hasta ellos de la industria dedicada a la manufactura de dichos productos. La muestra más contaminada que cita el estudio procedía de Lahore, en Pakistán, aunque lugar de honor ocupan también La Paz (Bolivia) y Addis Abeba (Etiopía). Esa cosa que pasa por Madrid y que los madrileños aseguran que lleva agua, el Manzanares, encabeza la lista europea aunque, como digo, hasta las muestras extraídas en la Antártida presentaban contaminación más bien notable.

   Por supuesto, la existencia en el agua de los ríos de determinadas sustancias significa, ni más ni menos, que su presencia en nuestra cadena alimenticia. No existe estudio alguno de los efectos en el organismo humano de una medicación constante, desde antes del nacimiento, aunque se trate de pequeñas cantidades. No existe estudio alguno de los efectos en el organismo humano de una polimedicación constante, desde antes del nacimiento, aunque se trate de pequeñas cantidades. No existe estudio alguno de los efectos en el cerebro humano de la ingesta regular, desde antes del nacimiento, de sustancias antagónicas, tales como los “neuroestabilizadores” y la cafeína o la nicotina. Incluso si supusiéramos que todo eso contribuye a fortalecernos, a hacernos mucho más sanos que la generación de nuestros abuelos y que no provoca todo tipo de trastornos además de “nuevas enfermedades” o lo que la industria detecta como tal, queda en estos datos un inquietante indicio del tamaño de la bomba de relojería que venimos fabricando. Un medio ambiente empapado de antibióticos en cantidades extremadamente pequeñas garantiza, inevitablemente, la aparición de agentes patógenos resistentes a todos ellos. Ahora ya podemos entender qué ha hecho nacer la nueva generación de bacterias superresistentes y que, desde luego, la culpa no la tiene ese “uso excesivo” de antibióticos del que las compañías farmacéuticas, a las que nunca les interesó demasiado fabricarlos, han tratado de convencernos.

domingo, 13 de febrero de 2022

De escarabajos y sueños.

   En el parágrafo 293 de las Investigaciones filosóficas aparece el famoso experimento mental de Wittgenstein sobre los escarabajos. Imaginemos, dice Wittgenstein, una tribu en la que cada miembro tiene una cajita con un contenido al que suelen llamar “escarabajo”. Las reglas del pudor de la tribu implican que nadie puede mirar en la caja de otro, por lo que el único modo que tiene cada miembro de la tribu de saber a qué puede llamarse “escarabajo” pasa, única y exclusivamente, por lo que hay en su caja. Aunque en la palabra “escarabajo” reconocemos el nombre de un insecto, en el juego del lenguaje de esa tribu, no existe el efecto de designación que solemos apreciar en dicha palabra cuando la utilizamos nosotros porque bien podría ocurrir que en la caja de algunos de los miembros de esa tribu hubiese hormigas, serpientes o, simplemente, nada. El contenido de la caja, concluye Wittgenstein, resulta por tanto irrelevante para el uso de la palabra que se hace en su lenguaje. Ahora sólo tenemos que generalizar dicha conclusión, las sensaciones subjetivas de cada uno de nosotros, la intimidad de nuestras conciencias, cualquier supuesto “lenguaje privado” que las describa, carece por completo de relevancia a la hora de entender el lenguaje. “Lenguaje” implica, única y exclusivamente, algo que, como la moneda, puede intercambiarse a la luz pública en un mercado y todo lo significativo, quiero decir, cualquier significado, se reduce a los acuerdos que permiten dicho intercambio. 

   Wittgenstein se cercioró de la inevitabilidad de sus conclusiones anclando en la mente de todos que “escarabajo” quería decir “dolor” y que el dolor no puede explicarse por el modelo de “objeto y designación” habitualmente utilizado. “Dolor” a todos los efectos implica la realización de una serie de comportamientos públicamente observables y reconocibles como “dolor”. El fenómeno del dolor se agota en esa manifestación pública, en el uso que se hace de este término. Por vergonzante que pueda parecer, la totalidad de filósofos vigesimicos siguieron cual rebaño de borregos a su apóstol sin reparar en su truco de mal trilero. En efecto, ¿por qué identificar a esos “escarabajos” con el dolor? ¿en serio alguien ha experimentado alguna vez su dolor como algo que sucedía “en una caja”? ¿no existe otro análogo mejor para ese escarabajo? Intentemos hallar un sustitutivo mejor. Debe tratarse de algo que nadie más que cada uno de sus dueños pueda mirar, que no se muestra a los demás, que todos sabemos en qué consiste aunque no haya una situación en la que “abramos nuestra cajita”, que designamos con un nombre, que puede presentar múltiples formas y que, simplemente, puede no hallarse “en la caja”. ¿No acabamos de describir nuestra vida onírica? ¿Acaso alguien más puede contemplar su contenido? ¿acaso podemos contemplar el contenido de los sueños de otra persona? ¿acaso podemos saber si verdaderamente otra persona sueña como lo hacemos nosotros? ¿soñamos siempre o, aún peor, existen los sueños no recordados? Apliquemos ahora lo que dice Wittgenstein a propósito de sus escarabajos. Los sueños, de acuerdo con Wittgenstein, carecen por completo de significado a menos que los narremos en un lenguaje público. En esa manifestación pública, nuestro sueño adquiere su significado y lo hace porque existen reglas convencionales que permiten adjudicar ese significado al sueño. Si un sueño no se hace público, no existe o, al menos, carece de cualquier relevancia. Un compañero de carrera me contó una vez que había soñado con las oposiciones al cuerpo de profesores de secundaria y las oposiciones consistían en una piscina donde tiraban a los opositores y éstos se iban ahogando. Según Wittgenstein, en el momento en que me lo contó y sólo en el momento en que me lo contó, este sueño adquirió el significado del agobio y la angustia implicados en prepararse unas oposiciones. Antes de contármelo, mi compañero de carrera no podía conocer el significado de ese sueño, aún más, dicho sueño ni siquiera existía o ni siquiera tenía relevancia para su vida. Como tal, el sueño en sí, carecía de cualquier cosa merecedora de que se le aplicase el término “significado” porque todo lo relevante se reduce a lo que se conforma con las reglas comunes aprobadas por convención. ¿De verdad carecen de relevancia los sueños si no se verbalizan públicamente? ¿De verdad afrontamos con el mismo temple los días en que hemos tenido pesadillas que los días en los que hemos tenido sueños felices? ¿De verdad miramos igual a la cara a esa persona con la que hemos tenido un inesperado sueño erótico? ¿De verdad que nada tan público como la ciencia ha surgido de la experiencia íntima de un sueño? Las respuestas de Wittgenstein resultan extravagantes entre otras cosas, porque con indiferencia de a qué cultura hagamos referencia y a qué época, una constante de las vivencias humanas consiste en asumir que los sueños constituyen un lenguaje, un lenguaje a través del cual recibimos mensajes de los dioses, los antepasados, el inconsciente o los mecanismos de archivado de los recuerdos. Un lenguaje, definitiva y absolutamente, privado. Por sorprendente que pueda parecer, esta observación tan trivial mete a cualquier wittgensteniano en un brete, porque, para demostrar lo erróneo de semejante creencia, habríamos de recurrir a una definición general de qué entendemos por lenguaje. Pero, si hubiese una definición general de lenguaje, podría haberla también de sus términos, por ejemplo, del significado general de cada palabra y la teoría del uso y desuso caería por su propio peso. Por tanto, tenemos, por un lado, a buena parte de la humanidad convencida de que los sueños constituyen un cierto tipo de lenguaje y, por otra, a los filósofos del lenguaje diciendo que eso debe considerarse un error porque sus libros sagrados prohíben la existencia de lenguajes privados. La única salida consistiría en aludir a los reiterados fracasos para encontrar la manera en que surgen los sueños. Pero, claro, entonces, por contraste, habría que sacar a la luz el oscuro secreto que tanto tiempo llevan tratando de ocultar los esbirros de la filosofía del lenguaje vigesimica: que no hay por qué medir todas las relaciones humanas con las reglas del mercado; que si nos empeñamos en convertir la metáfora de las palabras como monedas en un modelo explicativo, entonces habrá que dejar claro, de una vez por todas, lo que Victor Klemperer testimonió, que detrás de cada nuevo uso de las palabras, como detrás de cada nueva impresión de billetes, se encuentra siempre la planificada estrategia de un poder establecido.

domingo, 6 de febrero de 2022

La decadencia de Occidente.

   En 1918, Ostwald Spengler publicó la que, para su fortuna, se ha convertido en la obra por la que se le recuerda, Der Untergang des Abendlandes. Si, como propuse una vez, los libros se clasificaran por un coeficiente entre el número de citas y el número de lecturas, éste, probablemente, figuraría a la cabeza de dicho ranking. Se lo ha citado hasta la saciedad, pero dudo muchísimo que todos los que lo han hecho se hayan leído algo más que la introducción de este mamotreto de más de 500 alucinógenas páginas en las que se amalgaman explosivamente Hegel y Nietzsche. Spengler, sin nada que recuerde algún criterio fiable, va metiendo las culturas, los períodos históricos, las etapas de cada período y los momentos de cada etapa en floridas categorías creadas ad hoc y, a estos cajones de sastre, se los hace girar en el tiovivo del eterno retorno para acabar proponiendo que el estado de cada cultura corresponde a una etapa por la que todas tienen que pasar una y otra vez, pues, aquí viene el fantástico Mediterráneo descubierto por Spengler, las civilizaciones, como los seres vivos, nacen, maduran y mueren. El motor de semejante transformación resulta tan vaporoso como la voluntad de poder, las razones últimas de por qué tiene que haber semejante ordenación y no cualquier otra, posee la misma solidez que las que se aportan para explicar los triunfos deportivos, las predicciones que destilan las ideas de Spengler se convierten en certeras por la misma razón por la que "Los Simpsons" aciertan siempre y, por supuesto, la clave de todo, no se toca por ni por asomo. Y la clave de toda teoría de la historia consiste en aclarar si la mueven mecanismos inexorables que hubiesen producido los mismos resultados de no haber existido Jesucristo, Mahoma o Gandhi o si, por el contrario, el aleatorio surgir de personalidades, cambia el decurso de los acontecimientos de modo decisivo. Porque si se opta por decir que “los dos”, no se habrá explicado verdaderamente nada hasta que se elabore un modelo preciso de cómo ambos factores interactúan y de los resultados que cabe esperar de dicha interacción en cada momento histórico. El “modelo” de Spengler consistió en oscilar convenientemente entre un punto de vista y otro. En La decadencia de Occidente todo se narra en un sentido fatalista en el que los individuos quedan atrapados en las maquinaciones de un destino inevitable que nos hubiese proporcionado cesarismo aunque César no hubiese existido. Pero hay otros escritos de Spengler, otros escritos, como dije, por los que, para su fortuna, no se lo recuerda, en los que reclama un nuevo César que saque a Europa de su catastrófico destino. La decadencia de Occidente en particular y la obra de Spengler en general, forman parte del esfuerzo de un cierto sector de la intelectualidad alemana de entreguerras por dejar bien sentada la idea de que, abdicado el Kaiser, todo era relativo. Ese relativismo sin complejos, las premoniciones de la caída de la civilización occidental, el vaticinio del advenimiento de grandes imperios fuera del ámbito de la cultura nacida en Grecia, desarmó conceptualmente a la República de Weimar y permitió el ascenso del nazismo mientras los intelectuales miraban, relativamente, para otro lado. Conscientes de ello, los nazis premiaron a Spengler con una amplia condescendencia y le hicieron todo tipo de propuestas hasta cansarse. Al final, hartos de los menosprecios del ya director de los Archivos Nietzsche, acabaron censurándolo. Spengler no rechazó a los nazis por su violencia, por su ideario ni por lo que se proponían hacer. Los rechazó por matar a algunos de sus amigos de la Sturmabteilung (SA) y, sobre todo, porque él admiraba a Mussolini, el nuevo César, ante quien, a juicio de Spengler, Hitler parecía una copia ridícula. Si por Spengler hubiese sido, Occidente todo habría salido de su decadencia llevando pantalones bombachos e invadiendo Abisinia.

   En estos días en que los vientos del Este traen tambores de guerra, me acuerdo mucho de Spengler leyendo a los asalariados de Putin, a quienes ven en este obvio ejemplo de guerra-imagen el "acontecimiento" que marca la llegada de una nueva era y a quienes afirman que Occidente ha perdido su papel central en la historia. Nadie parece acordarse de que, en 1683, los turcos estaban sitiando Viena, que en 1853 una coalición de la que formaba parte esta vez el imperio otomano, Francia y Gran Bretaña, fracasó estrepitosamente en su intento de doblegar al zar y que en 1941, Japón humilló sin muchos problemas a Gran Bretaña y Holanda ocupando sus posesiones coloniales. ¿Por qué nadie ha caracterizado semejantes “acontecimientos” como señales claras del hundimiento de Occidente? Spengler y sus correligionarios, actuales y pretéritos, no loan el fin de las deleznables prácticas occidentales para con los otros, proclaman el fin de lo más defendible, de lo más justificable racionalmente, de lo poco que Occidente ha hecho por mejorar las condiciones vitales de todos los que vivimos en este planeta. No aspiran a superar la democracia con un régimen en el que el estado de derecho impere sobre el voto, en el que se le proporcione a todos los ciudadanos información fidedigna y educación crítica para que puedan ejercer el poder directamente sin necesidad de representantes, no. Tienen una fobia desesperada contra la democracia porque tratan de ocultar su absoluta ineptitud para encontrar soluciones creativas aferrándose a lo viejo, a lo periclitado, a lo que ya se ha ensayado mil veces terminando en fracaso absoluto siempre, como la “nueva” solución para los viejos problemas. Sirven a las democracias ligth, a las dictaduras híbridas, a las neo-oligarquías, tapan lo que ocurre en las zonas agrícolas de China con el brillo de sus megalópolis, la pobreza milenaria de los ciudadanos indios con el fulgor de sus cifras macroeconómicas, las favelas con la opulento poderío de los brasileños evangélicos, naturalmente, blancos. Ojalá hubiesen arrinconado en la historia ya y para siempre al mundo occidental un puñado de lejanas potencias con nuevas ideas sobre cómo mejorar la vida de la inmensa mayoría de seres humanos. Pero ni siquiera el empuje de las que van surgiendo se debe a ellas. 

   La decadencia de Occidente no generó fascinación por las verdades contenidas en esas páginas que nadie leyó, generó fascinación porque enuncia un oscuro y funesto impulso de la mentalidad occidental, el ansia de decaer. Desde que dejó de haber territorios por colonizar, anida en nuestros corazones el deseo de desaparecer de la historia, de hacernos a un lado, de precipitarnos en la nada, como si, conscientes de nuestros pecados, quisiéramos, por fin, recibir justa penitencia en manos de aquellos a los que, durante tantos siglos, hemos maltratado. Casi lo conseguimos con la Segunda Guerra Mundial y, desde entonces, entendemos cualquier tropiezo, cualquier tormenta en un vaso de agua, como el síntoma que todos esperábamos de que el festín ya acabó. Basta asomarse a las páginas de los periódicos de estos días para comprobarlo. Putin declara que le tiene terror, pánico, a la OTAN y que jamás haría nada contra ningún país integrado en ella, lo ha certificado con hechos dejando impunes a los turcos cuando le derribaron un avión en Siria, mataron a sus mercenarios en Libia, alteraron los términos de la pax rusa en el Cáucaso y hasta le han escupido a la cara un propuesta de mediación con Occidente. Y, sin embargo, semejante reconocimiento de las propias miserias, lo hemos percibido como una amenaza terrible de Moscú. Putin ha visitado, tembloroso, una China de la que le separan incontables disputas fronterizas sin que a Pekín le importe lo más mínimo porque sabe que Rusia ya no encierra para ella la menor amenaza, política, militar, económica o de cualquier índole. Esa foto, esa humillante foto de Putin admitiendo su propia insignificancia, la hemos recibido con el pavor de quien oye las trompetas del Apocalipsis. Habrá que ver qué cara se nos queda cuando vayamos a entregarle las llaves de Kiev y él salga huyendo despavorido.

domingo, 30 de enero de 2022

Papúa Occidental.

   Aunque los navegantes portugueses, españoles e ingleses arribaron en varias ocasiones a la isla de Nueva Guinea durante los siglos XVII y XVIII, en realidad, poco se exploró de ella hasta el siglo XIX. En 1828, Holanda reclamó formalmente la parte occidental de la isla, Alemania hizo lo mismo con la parte nororiental en 1884 y por esas fechas Gran Bretaña asumió como propia la parte suroriental. Sin embargo, los primeros actos administrativos de Holanda sobre el terreno se retrasaron hasta 1898, entre otras cosas, porque el mosaico de lenguas, culturas y etnias de la isla había propiciado una especie de guerra permanente entre poblados que hacía muy difícil su pacificación y dominio. Tampoco les duró mucho la alegría. A finales de 1941, los japoneses iniciaron la campaña de ocupación de lo que entonces se conocía como las Indias Orientales Neerlandesas y, para prepararla, se presentaron ante los pueblos autóctonos como liberadores frente al poder colonial europeo. Muchos líderes nacionalistas colaboraron abiertamente con los japoneses empezando por Koesno Sosrodihardjo, más conocido como Sukarno. Aprovechando la debacle japonesa de 1945 y antes de que los aliados pudieran volver, Sukarno declaró la independencia del nuevo país. Los Países Bajos no estaban en aquellos momentos para ningún esfuerzo bélico pero airearon a los cuatro vientos la colaboración de Sukarno y los suyos con los japoneses e iniciaron una campaña diplomática que incluyó exigir a las tropas japonesas aún en las islas y a las cercanas tropas británicas actuar como mantenedoras del orden hasta la efectiva llegada de su ejército. Los japoneses no estaban muy por la labor y británicos y holandeses no consiguieron desembarcar tropas antes de finales de 1945, cuando la revolución indonesia estaba ya en pleno auge. Tras carnicerías y matanzas sin cuento por parte de todos los bandos en conflicto, en 1949, viendo peligrar su imagen de tolerancia y austeridad que tan buenos negocios les permiten hacer, los holandeses decidieron, no sin amargo resentimiento, reconocer la independencia del país. Para resarcirse, la metrópolis preparó una bomba de relojería. Recuperó el mito de una Nueva Guinea Occidental prácticamente no hollada por los europeos, para no entregar dicho territorio a la naciente república. Los problemas internos de Indonesia, que estuvieron a punto de hacerla implosionar en sus primeros años de vida, y la obstinación de una parte de la clase política holandesa por mantener algo de la grandeza pasada, dejaron la cuestión en un limbo durante trece largos años. Finalmente, en 1962 se firmó el “Acuerdo de Nueva York”, por el cual los Países Bajos cedían el control de Nueva Guinea Occidental a un mandato de la ONU, el cual se lo entregaría a Indonesia si los pobladores del territorio lo deseaban. En realidad, el acuerdo se hizo al dictado de Yakarta, pues, el supuesto mediador, la administración norteamericana de Kennedy, estaba convencido de que negarle lo que pedían hubiese precipitado la caída de Indonesia en la órbita comunista. Por tanto, todo el mundo miró para otro lado cuando la “consulta” consistió en que Sukarto eligiera a su arbitrio un millar de jefes tribales y los presionara hasta conseguir que aceptasen unirse a la República de Indonesia y allí permanecieron, con la mirada fija, cuando las tropas de Indonesia llegaron arrasando todo lo que amagó con alguna oposición. Desde entonces, los habitantes de esa mitad de la isla, en donde se hallan ubicadas algunas de las minas de oro y cobre más grandes del mundo, se quejan de trato discriminatorio por parte de las autoridades indonesias, de que la riqueza que se extrae de sus tierras no deja en ellas más que contaminación, de violaciones masivas, de robo de alimento a los campesinos, de reasentamientos forzosos, de asesinatos extrajudiciales, de torturas, etc. etc. Por si su carácter remoto no supusiese ya un obstáculo, las autoridades indonesias han mantenido a Papúa Occidental cerrada al acceso de la prensa durante décadas con lo que nadie conoce demasiado bien la realidad sobre el terreno.

   En 1963 se creó el Movimiento Papúa Libre (OPM) que, un poco como la propia nación que dice defender, aglutina de un modo más bien heterogéneo una serie de grupos guerrilleros que controlan pequeños focos y sin ningún comandante o estructura de mando común, una pléyade de grupos que convocan actos y protestas en todas partes de Indonesia y un puñado de líderes, la mayoría en el exilio, que tratan de dar a conocer la causa papuana en el interior y el exterior del archipiélago. Durante dos décadas, el OPM llevó a cabo acciones de sabotaje contra las instalaciones y el personal de la omnipotente compañía minera Freeport Indonesia, con base en Arizona, pero en 1996 secuestraron varios europeos e indonesios matando a dos de ellos. A comienzos de este siglo se iniciaron los asesinatos de miembros de la policía y el ejército indonesios. En 2019 una amplia campaña de protestas populares generó asaltos a edificios oficiales y enfrentamientos con las fuerzas del orden que causaron la muerte de, al menos, una treintena de personas. El pasado martes, tres soldados murieron en otro ataque contra un puesto del ejército en medio de rumores de un nuevo salto cualitativo en los enfrentamientos, de un incremento de las tropas indonesias, de más condenas por actos de “rebelión” y “traición” que apenas si suponen exhibir la bandera independentista, de acusaciones del gobierno indonesio de vínculos del OPM con el ISIS, de progresiva deriva del secesionismo en un movimiento de tintes raciales… Por no faltarle nada, a este conflicto no le falta ni Puigdemont, que va por ahí apoyando hasta las peticiones de independencia de los adolescentes. Pero mientras unos hacen el payaso y otros alardean de las maravillas de un destino turístico para mochileros aventureros, la sangre lleva medio siglo derramándose y la catástrofe se sigue cociendo a fuego lento, hasta que un día explote en las pantallas de nuestros televisores y nos obliguen a preguntarnos cómo llegó a ocurrir.