domingo, 6 de marzo de 2022

Pikuach nefesh (1 de 2)

   פקוח נפש, pikuach nefesh, literalmente, “cuidado del alma”, es el principio básico de la ley judía y significa que la preservación de vidas humanas permite anular cualquier otro precepto religioso. Uno de ellos es el famoso sabbat o shabat, el día que se inicia al atardecer del viernes y termina cuando aparecen tres estrellas en la noche del sábado. Ese día, en el que, según la Biblia, Dios descansó, nosotros, sus criaturas, no podemos trabajar, ni producir, ni encender fuego y ni siquiera accionar un interruptor (aunque, eso sí, podemos tener sexo). Ayer el primer ministro israelí, Naftali Bennett, tan religioso que siempre lleva su kipá, rompió el sabbat para ir a sostener una reunión de horas con Vladimir Putin. “Pikuach nefesh”, proclamó su oficina de prensa, preservar vidas humanas. En el viaje lo acompañaba el ministro de vivienda, Ze'ev Elkin, habitual traductor de los primeros ministros israelíes cuando tienen que hablar con un interlocutor ruso. Elkin nació en Jarkov y parte de su familia sigue viviendo en Ucrania. También lo acompañaba su su asesor de Seguridad Nacional, Eyal Hulata. Hulata, miembro de los servicios secretos israelíes, es conocido por su postura de que un acuerdo nuclear con Irán es mejor que nada. Su nombramiento por parte de Bennett, partidario de no volver al acuerdo de 2015 y de bombardear las instalaciones iraníes, como muy tarde, en mayo de este año, se entendió como una señal pública de que estaba dispuesto a aceptar opiniones sobre el tema. Esta visita, desde luego, iba dirigida a salvar vidas, la cuestión es: ¿qué vidas? De modo inmediato, sin embargo, no tiene esa finalidad, tiene otra, la de colocar una bambalina para que no veamos lo que ocurre más allá de los focos. Entender que está sucediendo en la penumbra nos exige consultar un libro diferente de la Torá, un libro profano, Alicia en el país de las maravillas. En este sorprendente libro, el nada inocente Lewis Carroll describe una reina que tenía que correr a toda prisa para mantenerse en su sitio. La "carrera de la reina roja" constituye un modelo clásico para explicar cómo el ansia por construir un cañón que destruya cualquier fortaleza y una fortaleza que permanezca inmune al ataque de cualquier cañón, conduce a un estancamiento en el que no se puede lograr ninguna ventaja decisiva que nos acerque a nuestro objetivo. Durante décadas EEUU y la Unión Soviética se vieron envueltos en una carrera de reina roja que acabó por dejar al bloque comunista exhausto y al borde de la implosión. Intentando evitarla, Gorbachov inició un reacomodo del bloque soviético que no hizo más que precipitar la implosión. De ella, nació Rusia y quedó marcada por este acto fundacional, por el temor a que cualquier "reacomodo" precipite la implosión. Por tanto, cierta élite del poder asumió como propio el desafío de seguir manteniendo a Rusia como una potencia mundial pese a que el costo de sus 6.000 cabezas nucleares hunde su PIB a la altura de Brasil y lo sitúa un poco por encima de España. Aún peor, si acudimos al PIB per cápita, España ocuparía la posición 30 del mundo y Rusia la 63. Con estas cifras puede entenderse por qué numerosos analistas rusos consideraron el año pasado que la puesta en funcionamiento del sistema antimisiles de la OTAN significaba el fin de su poderío nuclear. Independientemente  de la capacidad efectiva de dicho sistema, que, dicho sea de paso, no parece ofrecer muchas dudas, obligaba al desarrollo de nuevos ingenios para los que, lisa y llanamente, Rusia no tiene dinero, especialmente teniendo en cuenta que su proyecto de construir misiles con motores nucleares se fue al garete con una explosión que destruyó el laboratorio en el que se desarrollaban. Por si fuera poco, EEUU ha comenzado ya la investigación de una nueva generación de interceptores que prometen ser más rápidos y eficaces, amén de dar los primeros pasos en la dirección de utilizar campos de fuerza con fines de protección de unidades, flotas y territorios. Frente a ello, Rusia y China han explorado el mundo de los proyectiles hipersónicos. 

   Dicen quienes conocen el tema que hace quince años bastaba poner la palabra "hipersónico" en cualquier proyecto para recibir dinero a espuertas del gobierno norteamericano, pero que hará cinco años la moda decayó y Rusia y China se adelantaron en esa carrera. Los misiles hipersónicos prometen, en efecto, una velocidad y una maniobrabilidad extraordinaria que dejaría a los antiguos misiles balísticos y a las defensas que protegen contra ellos en la obsolescencia. El problema está en la letra pequeña. Un proyectil hipersónico, en efecto, resulta prácticamente indetectable e imposible de interceptar… una vez se lo coloca cerca de su objetivo. Parece que los norteamericanos descubrieron hace tiempo que la única manera de llevarlo hasta allí consistía en los viejos bombarderos y las viejas lanzaderas de misiles intercontinentales, de modo que, táctica y operativamente, poco progreso suponen. Ahora esperan poder sacar del ostracismo algunos proyectos bajo la amenaza de que los chinos están investigando esta tecnología y los rusos ya la tienen desplegada en sus submarinos, algo de lo que hacen gala cada vez que tienen ocasión. No mencionan, por supuesto, cuántos de sus submarinos han llegado efectivamente a montarlos, porque sin un propulsor clásico, su alcance resulta tan reducido que para lanzarlos, tendrían que navegar por el Mediterráneo, el mar Báltico o las aguas territoriales norteamericanas, todo lo cual parece más bien improbable en circunstancias en las que tal lanzamiento constituyese un riesgo real. El alto mando ruso conoce perfectamente todas estas limitaciones y lleva décadas trabajando sobre nuevos modelos de guerra que permitan a Rusia ofrecer un cierto aspecto de superpotencia. Los desarrollos conseguidos en la ciberguerra y las "guerras de Gerasimov" (aunque no fue Gerasimov el padre de la idea), han tratado de poner sobre la mesa de Putin estrategias novedosas en este sentido. Pero estas estrategias posmodernas presentan un enorme inconveniente a ojos de Putin y su camarilla: no afectan el precio de las materias primas y, particularmente, del petróleo.



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