Últimamente ando muy interesado por los mapas, los nudos y los laberintos, es decir, por el tema de la realidad. Este interés me condujo a Il libro dei labirinti, de Paolo Santarcangeli con prefacio de Umberto Eco. Lo del prefacio tiene su importancia porque es en él donde pueden leerse algunas de las cosas más sugerentes del libro. Santarcangeli, en efecto, se propuso hacer un libro laberíntico sobre los laberintos pero, en realidad, le salió una historia, muy bien documentada y rica en erudición, eso sí. Es de agradecer que nos haya legado tan monumental empresa. Sin embargo, es en este objetivo no confeso, es decir, en indagar en la historia de los laberintos, donde radica una debilidad de la que acaso se derivan todas las demás. Y es que el prof. Santarcangeli se apunta a la tesis, tan habitual en el siglo XX, de que los laberintos surgieron en el Mediterráneo, probablemente paridos por la civilización minoica en torno al 2.000 a. de C. y que de ahí, se expandieron por todo el área mediterránea, primero y por el universo orbe después, llegando hasta los fiordos noruegos, lo que actualmente es Sudáfrica y Papúa Nueva Guinea. Puestas así las cosas, es fácil identificar el primer laberinto con el famoso de Cnosos que encerraba al minotauro y Santargangeli se aferra a la asociación entre el laberinto y el complejo mítico del toro hasta el punto de hallar rastros de él en los zulúes, acostumbrados a matar el tiempo haciendo laberintos en la arena y que, incluso en su formación de combate preferida, remedaban la testuz de un búfalo.
Tan bonito ejemplo de difusionismo comenzó a pasar apuros cuando se descubrieron laberintos en Galicia, contemporáneos, si no anteriores, a los que supuestamente engendró la civilización minoica. Pero en 2010, un arqueólogo aficionado notificó la existencia de unos laberintos en León que proceden, como poco, del 4.500 a. de C. Son de enorme elaboración y representan al menos cuatro tipos diferentes, con lo que es muy poco probable que estemos ante la aparición de nada, más bien parece tratarse de la plasmación de algo muy anterior. ¿Cómo de anterior?
Los primeros paleoantropólogos, se afanaron por recoger cuanto instrumento lítico podían localizar en las cavernas que un día habitaron los miembros de nuestra especie. La idea de que allí pudiera haber algo más de interés, aparte de huesos y piedra, les resultó por completo ajena. La revolución que supuso descubrir la cueva de Altamira fue tal que muchos especialistas se negaron a atribuirle autenticidad. Hoy sabemos que la práctica totalidad de cuevas que llegamos a habitar estuvieron pintadas. El resultado fue que el proceso se invirtió y todo el mundo pasó a buscar búfalos, ciervos y cazadores. Sólo recientemente se ha comenzado a apreciar que en muchas de ellas existen garabatos extremadamente parecidos a los que pintan los niños actuales y figuras mucho más abstractas como espirales o círculos concéntricos. De hecho, los garabatos ni siquiera son privativos de nuestra especie, los primeros conocidos pertenecen a la cueva de Goham, en Gibraltar, realizados por un neanderthal unos 39.000 años a. de C.
Si los garabatos, si los círculos concéntricos, si las espirales, nos han acompañado antes de que fuésemos como somos, resulta extremadamente improbable que los primeros laberintos tengan sólo 4.500 años de antigüedad. Por lo mismo, es muy poco probable que se hayan originado en el Mediterráneo, en León o en cualquier otra parte concreta porque hay, obviamente, algo más. Si Ud. se enfrasca en una larga conversación telefónica y está de pie, seguramente, gesticulará, pero si está sentado y con papel y algún instrumento para escribir, lo más seguro es que acabe haciendo garabatos. Probablemente le ocurrirá lo mismo cuando se halle en una tediosa reunión en la que, sin embargo, no es conveniente desconectar por completo. Parece como si, mientras una parte de nuestra mente está sumida en una tarea de supervisión, otra parte de nuestra mente, mucho más profunda, necesitara hacer garabatos. En los niños puede observarse algo parecido. Si les proporciona papel y lápiz, se entusiasmarán con un garabateo caótico y desordenado que puede llevar a romper el papel, tarea que, sin embargo, parece captar toda su atención e interés. Poco a poco, con la edad, el garabato se va estructurando y aparecen figuras como las que nuestros antepasados dejaron en piedra, figuras a las que el niño no duda en atribuirle un significado, frecuentemente, el de letras que nadie más puede reconocer. El paso del garabato al signo es, pues, mucho más sutil de lo que solemos apreciar y transita, necesariamente, por el laberinto.
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