El eslogan de que el reciclaje nos salvará de la catástrofe se ha impuesto como doctrina oficial. Hay algo de cierto en él, pero, desde luego, no en el hecho de que se haya convertido en un elemento básico en nuestras economías del siglo XXI. Ecológicamente, en lo que se refiere a la reducción del impacto ambiental de nuestras actividades, tiene un carácter marginal, por no decir despreciable. Sin embargo, en términos económicos, conforma un negocio multimillonario. El caso de los plásticos resulta muy característico. Todo el esfuerzo por aislar los plásticos y verterlos en lugares específicos que se lleva a cabo en los hogares se traduce en 170 millones de toneladas de plástico anuales arrojadas al vertedero, al mar o incineradas. De promedio sólo se recicla el 35% de los plásticos que se produce, aunque este cifra esconde una monumental mentira porque, hasta hace muy poco, Occidente incluía en las cifras de su "reciclaje", mandar millones de toneladas de plástico a países asiáticos que, en muchos casos, acababan por tirarlos al mar. De este modo, a la contaminación que ellos generaban se añadía la producida por su transporte. Eso sí, los beneficios económicos se multiplicaban. Los países desarrollados (entre ellos España,, noveno exportador mundial de plásticos) pagan a empresas que, en lugar de reciclar, subcontratan ese "reciclaje" a otras y estas a otras en una cadena que termina con los plásticos en los mares y vertederos de China, Indonesia y Malaisía. En medio de toda esta "creación de riqueza", el reciclado real de los plásticos fabricados desde 1950 se reduce a un 9% del total. Mención aparte merecen el "modelo sueco" o el "modelo alemán", que venden como "reciclado", la generación de energía mediante la quema de plásticos provocando más contaminación de la que originan las centrales de gas o de carbón. A esta locura se añaden disparates como la campaña para "acabar con las bolsas de plástico". Se nos ablandó el corazón con las pobrecitas tortugas marinas que morían asfixiadas al confundir las bolsas de plástico flotantes en el mar con medusas, sin que nadie se preguntase cómo acababan allí bolsas teóricamente recicladas. Se nos concienció de la necesidad de extirparlas de nuestras vidas y, desde entonces… se nos cobra por ellas. ¿El resultado? El mercado de las bolsas de plástico se halla en plena expansión y cada día se fabrican más. Por supuesto, todas ellas lo hacen bajo una etiqueta de biodegradabilidad muy discutible en algunos casos y más difícil de comprobar en el resto.
En realidad, el plástico reciclado ni tiene las mismas prestaciones que el plástico recién producido ni tiene un precio mejor, en especial cuando el petróleo abunda. Los estrechos márgenes de beneficio obligan a contar con una mano de obra con bajísimos niveles de capacitación y de motivación, que convierte en caricaturas los más avanzados y sofisticados procesos de reciclado. Pero lo mismo cabe decirse del otro punto de la cadena. La cotidiana separación de plásticos de los hogares no sirve para nada, pues lo que metemos en los correspondientes contenedores tiene una composición tan dispar que hace imposible su reutilización sin proceder a separarlos de modo más eficiente, incluyendo su separación por colores. Una limpieza eficaz resulta también imprescindible para el proceso de reciclaje en el caso de los plásticos y eso incluye eliminar las etiquetas identificadoras y los adhesivos utilizados para fijarlas. Algunos de los plásticos más difícilmente degradables o abundantes y, por tanto, más contaminantes, no permiten obtener ningún beneficio económico de su reciclado, caso de todas esas finas láminas y laminillas que se utilizan en el envasado de los productos alimenticios.
No obstante, el problema del plástico casi parece insignificante si se lo compara con otro tipo de residuos que sigue su mismo camino: la basura electrónica. Una de las características de nuestros modernos e imprescindibles indicadores de estatus social consiste en la multiplicidad de materiales que los componen. La separación real de todos ellos y su debido tratamiento de un modo que procure cero impacto en el medio ambiente resulta poco menos que imposible. El ciclo medio de estos productos sigue patrones perfectamente trazables. Los ciudadanos ecológicamente comprometidos y educados por el discurso oficial, los depositan en los puntos limpios puestos a nuestra disposición por todas la corporaciones locales. Mientras conciliamos el sueño felices por haber cumplido con nuestra responsabilidad, los más ricos en las materias económicamente rentables del momento salen, no necesariamente por la puerta de atrás, del punto limpio, para acabar en los almacenes de chatarreros que tienen un acuerdo, digamos que "opaco" con los empleados municipales, una vez más, poco cualificados, poco motivados y peor retribuidos. Todo lo que al chaterrero de turno no le interese acabará en el vertedero. El resto de lo que queda en los puntos limpios, se "recicla", quiero decir, las correspondientes empresas cobrarán de los gobiernos por transferirlas a bajo costo a una compleja red de empresas que acaban trasladándolos a China o a Ghana. Allí, sin más legislación que el la ley del más fuerte, quiero decir, la libertad del mercado, los materiales económicamente rentables se extraen de ellos sin importar cómo ni a qué costo ambiental o para la salud de sus trabajadores (muchas veces niños) y se envían de vuelta a los países desarrollados, sumando al disparate ecológico, la contaminación de un transporte de ida y vuelta, en otro ejemplo de lo que entiende el capitalismo por "crear riqueza".
Las etiquetas que indican el carácter reciclable de los productos, el bonito discurso acerca de la necesidad de reciclar y de los beneficios que comporta, calla acerca de la naturaleza de esos beneficios. En un mundo regido por el mercado libre, en un mundo en el que el mercado hace lo que le da la gana con todos nosotros, poner en el reciclaje la esperanza para salvarlo de la catástrofe a la que lo conducimos sólo puede entenderse como la excusa de los colaboracionistas. Si de verdad qusiéramos librarnos de lo que ya resulta inevitable, hace décadas que deberíamos haber aprendido a hacer más con menos, a vivir felizmente sin consumir, a mostrar como triunfo las cifras de contracción de nuestra economía y a valorar lo que las personas "son" por todo aquello que han dejado de hacer. Quizás aún tengamos tiempo si, desde hoy mismo, nos olvidamos de la milonga del reciclaje de las basuras y comenzamos a reciclarnos nosotros mismos y nuestra disparatada forma de pensar.