Lo bueno de las crisis consiste en que ponen en su sitio a cada cual. Cuando las cosas van bien el capitalismo casi parece amable, existe preocupación por la salud, la cultura y la educación, y cualquier gestor puede pasar la criba de un análisis. Cuando las cosas se tuercen todo queda mucho más claro. Los sondeos vienen enseñándoles esta dura realidad a Donald Naranjito Trump desde hace meses. Mientras tuvo que gobernar un país más o menos estable y colocado por su antecesor en la senda que cualquier economista señalaría como correcta, pudo ir resolviendo los problemas que él mismo creaba sin demasiados contratiempos. Pero, ¡ay! llegó el coronavirus. Lo ha intentado todo contra él, ha avivado el resentimiento racial para aterrorizar a sus más fieles votantes y amarrarlos a su causa, ha sacado las tropas a las calles mostrándose como el protector de quienes más tienen que perder ante una revuelta social, ha acusado a chinos, a sus asesores científicos y a los gobernadores demócratas de haberlo causado todo y hasta ha fingido haber contraído el virus para demostrar que, en realidad, éste no existe, que él tenía razón y que es una gripe, aunque asiática. Negar los hechos, buscar “verdades alternativas”, afirmar que todo son interpretaciones, está muy bien.. hasta que contraes una enfermedad sin cura. Y una enfermedad sin cura amenaza ahora a toda la población mundial. La vergonzosa incapacidad de un gobernante para dar una respuesta, con independencia de su utilidad o coherencia, un plan, unas directrices, un gesto siquiera, de que semejante catástrofe importaba algo a la Casa Blanca, ha sumido a la primera potencia mundial en el caos de 50 modelos de gestión, de contabilización, de detección, de rastreo y de tratamiento de la pandemia ante los ojos atónitos de media humanidad.
Pero si algo ha dejado en claro esta crisis es que Naranjito Trump apenas si constituye la parte visible de un enorme iceberg. Socialdemócratas, sindicalistas más o menos revolucionarios, “progres” de toda calaña, han venido repitiéndonos hasta la saciedad que teníamos que agradecer a sus luchas del pasado, su genuflexión ante el capitalismo, su olvido de las viejas soflamas marxistas, haber superado condiciones laborales terribles. Gracias a ellos las clases más desfavorecidas habían alcanzado el paraíso del estado del bienestar, la salubridad se había extendido en los lugares de trabajo y había nacido una conciencia generalizada de la necesidad de invertir en la salud entre los trabajadores. Hasta Foucault creyó ver en la extensión de la sanidad un modo de mantener en estado óptimo la fuerza laboral de Europa. Ahora podemos apreciar el alcance de semejantes logros. “Comunistas” como los que según muchos “liberales” gobiernan España no se cansan de repetir que los trabajadores deben acudir a sus puestos de trabajo aunque se contagien, enfermen y mueran. El descontrol absoluto de la pandemia en España sólo podría solucionarse mediante otro confinamiento general durante meses, pero tal confinamiento no se va a llevar a cabo porque es necesario insuflar en las venas productivas del país la cuota parte de sangre obrera habitual. “Contagiaos pero trabajad”, constituye el lema que puede oírse por doquier, desde Washington hasta Pekín. Únicamente ciegos y colaboracionistas continuarán negando que los sistemas de salud universal, que nuestra muy científica medicina, que nuestra farmacología, punta de lanza del progreso obtenible mediante la economía de mercado, sólo constituyen un gigantesco dispositivo de consumo y control por el que existe la decidida voluntad de hacernos pasar a todos, si es que alguien queda aún fuera de él. Cada uno de nosotros debe tomar algo contra todo, contra nada y contra esta enfermedad, la pasemos o no, porque, de lo contrario, temblarían los pilares mismos de la economía. Por eso tenemos que acudir a nuestros puestos de trabajo. No para realizar una labor que, en la mayoría de los casos, cualquier máquina mal montada puede hacer ya, sino para contagiarnos y convertirnos irremisiblemente en masa mórbida de una vez.
Por supuesto, esta crisis ha denudado también la imagen que muchos países se habían formado de sí mismos. La China que aspira llegar a Marte no es capaz de controlar lo que ocurre en sus mercados de abasto, los EEUU camino de ser grandes de nuevo encabezan las listas de contagios y muertes, la Gran Bretaña a la que sólo le podían aguardar tiempos mejores fuera de la Unión Europea, sucumbe en el marasmo… España, sin embargo, una vez más, es diferente. Lo que llevamos visto en este 2020 sólo puede compararse a lo que este país vivió en 1898. Ni el repugnante espectáculo de madrepatrias arrojándose ciudadanos para que se les pasasen por alto sus corruptelas del 1 de octubre, ni el endeudamiento de todo un país para que un puñado de familias de banqueros no tuvieran que despedir a sus ayudas de cámara de la anterior crisis, ni la bochornosa bronca política empapada con la sangre de los muertos de los atentados del 11 de marzo, ni las orondas barrigas de los jerifaltes franquistas, nada ha habido más denigrante para la imagen que un país puede hacerse de sí mismo que las decisiones políticas que se han ido tomando aquí en los últimos seis meses.
Cuando era evidente que el modelo de gestión de la crisis sanitaria en febrero y marzo había brillado por su improvisación, ausencia de cálculo y precipitación, se decidió empeorar las cosas. Como la gestión centralizada europea parecía haber obtenido mejores resultados que el caos sanitario norteamericano, se decidió copiarlo. Cataluña había demostrado que entregar competencias a las autonomías sin ponerles límite legal alguno sólo puede conducir al desastre. El PP y Vox, cargaron con ferocidad contra el independentismo cerril. Ahora el virus se ha cebado con la Comunidad de Madrid en la que ha circulado sin control desde el primer día. La señora Ayuso, contra la que no quiero cargar demasiado las tintas porque me enseñaron a ser respetuoso con los enfermos mentales, decidió hacer como su ídolo Naranjito Trump, pillar el virus y mirar para otro lado. Llegó un punto en que el gobierno central pareció amenazar con el artículo 151, mientras el PP y Vox clamaban contra el maltrato de Madrid por parte del gobierno central. “Madrid nos roba” estuvieron a punto de decir los políticos madrileños de derecha.
Si todavía quedaba alguien que no hubiese visto en este ignominioso espectáculo, mientras las morgues de los hospitales se saturaban, los barcos de madera de Cavite, le aguardaba lo de esta semana. Los contagios se multiplican cada día que pasa. Nuestros políticos, una vez más a la altura de las circunstancias, han necesitado largas negociaciones, las declaraciones televisadas de una decena de presidentes de autonomía, la aquiescencia de un gobierno catalán que se ha quejado de la necesidad de actuar de acuerdo con los demás integrantes del mercado que tienen sus productos y la apelación al estado de alarma… para cerrar los bares más temprano. Exactamente, ¿qué estudio científico demuestra que la escalada de contagios se debe a lo que ocurre a partir de las diez de la noche en bares y restaurantes? A la inversa, si los bares y restaurantes se han convertido en centros de contagio, ¿por qué no clausurarlos? Y las mascarillas, ¿no iban a parar esta enfermedad o sólo sirven en el trabajo? Porque, dado el número de muertos habidos y por haber, la otra opción, la de que estemos hablando de la típica solución política que consiste en aparentar que se hace algo sin cambiar nada, conllevaría responsabilidad criminal.