A finales de agosto de 2.009, un puñado de los mejores filósofos e historiadores de las matemáticas vivos se reunieron en Gante para contarnos los "Aspectos filosóficos del razonamiento simbólico en los inicios de la matemática moderna". Sus ponencias aparecieron en un número monográfico de los prestigiosísimos Studies in Logic (Vol. 26, 2010). La lectura de estas páginas arroja significativa luz sobre cómo surgió lo que hoy día entendemos como matemáticas, recordemos, ciencia aséptica donde las haya respecto de intereses, sesgos, preconcepciones y, en definitiva, respecto de cualquier preocupación que pueda tener el común de los mortales. Con ella se aprende mucho, pero, sobre todo, se aprende mucho de todo aquello sobre lo que no se arroja ninguna luz, de lo que permanece entre las líneas de este volumen sin llegar a mencionarse, de su innombrado. Tomemos un caso en apariencia insignificante, el modo como se tradujo los Elementos de Euclides al inglés. El estudio dedicado al tema, se centra, con extraordinario buen criterio, no en si la traducción de tal o cual término puede considerarse correcta, algo bastante secundario, sino en las representaciones gráficas con las que se acompañó cada una de las traducciones que aparecieron entre 1551 y 1571. Se nos muestra un campo de estudios de gran densidad, que desborda ampliamente las páginas que se le dedican. Por tanto, se deja que ese desbordamiento se produzca en un sentido muy conveniente. Por ejemplo, una de las traducciones de los Elementos, ni siquiera lleva tal nombre, sino que la publicó Leonard Digges, bajo el título Pantometría. A esta "aplicación práctica" de la geometría euclídea, a su "explicación" con ejemplos, la acompañan todo tipo de ilustraciones en las que los puntos, las líneas, los triángulos, quedan embebidos en paisajes, muchas veces de motivos bélicos y otras mucho menos comprensibles. Caballeros y damas intervienen en estas figuras ejemplares, cuando no instrumentos "para su dibujo". Incluso en las ilustraciones que se nos muestran en estas páginas de los Studies in Logic, hemos de suponer, elegidas por la nitidez de lo representado, hay algo que inquietará a cualquier lector que se haya enfrentado con los símbolos de los libros de alquimia, algunos de ellos, deliberadamente diseñados para que los desconocedores de los arcanos de dicha disciplina los contemplen sin hallar nada reseñable. Pero la inquietud se convierte en algo más que sospecha cuando uno se encuentra, una y otra vez, con el nombre de John Dee, impulsor de todas las traducciones al inglés de los Elementos aparecidas en la época y conocido, cuando no maestro, de quienes las firmaron.
Por “John Dee” se entiende en estas páginas de las actas de un congreso alguien en quien los matemáticos reconocerán fácilmente el origen de su ciencia, al joven de veintipocos años invitado a la Universidad de París para dar clases de álgebra. Pero entre 1551 y 1571, Dee ya no tenía veintipocos años y sus estudios sobre álgebra se habían demostrado una parte insignificante de un proyecto más amplio, que incluía hallar un lenguaje universal que le permitiera la comunicación con los ángeles (sic). Mientras avanzaba en las matemáticas, Dee profundizó en la magia, la astrología y el hermetismo, algo que lo condujo desde las mazmorras, bajo la acusación de haber calculado el horóscopo de la reina María, hasta convertirse en consejero de la reina Isabel y de otras cabezas coronadas de Europa. Así pues, si hemos de creer la reconstrucción de los hechos habituales del siglo XX, existió un “John Dee” oscurantista y hermético y un “John Dee” matemático e impulsor de los estudios euclídeos, separados por una fina línea aunque cohabitantes del mismo cuerpo.
No hace falta salir de las páginas del volumen mencionado para encontrar, reiteradamente, casos de doble personalidad en la historia de las matemáticas. Los matemáticos actuales no tienen dificultades para reconocer y para reconocerse en las fórmulas de Descartes. Ahí el álgebra aparece configurada tal y como se enseña en las escuelas. Sin embargo, esta configuración no se hubiese producido si la ciencia nacida en el Magreb y llegada a Europa a través de los comerciantes italianos, no hubiese pasado por las elaboraciones de Girolamo Cardano. Una vez más, tenemos a un “Cardano” médico, ingeniero y matemático que habitó en el mismo cuerpo que “el otro Cardano”, el que escribe varias enciclopedias compendiosas de todo el saber, incluyendo el hermético, un Libro de los sueños y al que se le atribuye una Kabala amorosa. A este "otro Cardano", dio motivos para olvidarlo el propio Cardano, quien, en reiterados conflictos con los poderes establecidos y con la Inquisición, escribió un par de autobiografías en las que dejaba su vida limpia como una patena de cualquier cosa que pudiera oler a hermetismo. El lector podrá encontrar con facilidad sensatas críticas de estas autobiografías que las califican de “magistrales”, tal vez porque contribuyeron de modo decisivo al triunfo de un cierto discurso, un discurso muy conveniente, que acabó constituyendo las ciencias modernas, el discurso que aquí perseguimos.
Un caso más lo podemos encontrar en Leibniz y Newton. En Gante se los identificó como iniciadores de un proceso de manipulación de los símbolos algebraicos que permite la construcción de nuevas realidades sobre el único y exclusivo fundamento de la sustitución de unos símbolos por otros. Pero, en este proceso de configuración de las matemáticas tal y como hoy las entendemos, se omite por completo lo que ambos, asombrados, contemplaban, algo que, mucho antes de que el álgebra llegara a las tierras europeas, ya lo había preconizado los escritos de Hermes Trismegisto. Newton, ya lo he dicho varias veces, dedicó la práctica totalidad de su vida a la alquimia. Casi tuvieron que empujarlo a robarle algo de tiempo para escribir las dos obras por las que se le reconoce como padre de la ciencia en el sentido moderno, los Principios matemáticos de la filosofía de la naturaleza y la Óptica. De “ambos” Newtons, nos hemos quedado con uno y hemos dejado “al otro”, reducido al ámbito de lo privado en el que, ya sabemos, no importa qué vicios se practiquen. No debe sorprendernos que Leibniz resulte en toda esta serie de reconstrucciones artificiales de hechos históricos de extrema complejidad un personaje incómodo. Ni siquiera quienes tienen un conocimiento superficial de él pueden pretender desgajar el Leibniz matemático del metafísico, porque entonces habría que desgajarlo también del filósofo, del geólogo, del político, del inventor, etc. etc. y, lo que resulta más divertido, en tal proceso de desgajamiento, simplemente, no quedaría Leibniz alguno. Los leibnicianos, por tanto, no se centran en “este” o “aquel” Leibniz, intentando reducir al resto a la insignificancia sino que, por encima de todo, pretenden haber descubierto que “este” o “aquel” Leibniz manda sobre la legión de todos los demás, porque no puede ocurrir que Leibniz, que Newton, que Cardano, que John Dee, tuvieran como único interés la ampliación del conocimiento y la perfectibilidad humana y todo, todo lo demás, incluyendo las matemáticas, la física, la filosofía, la magia y la alquimia aparecieran únicamente como canales alimentados por ese impulso único.
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