Dice Hegel en sus Grundlinien der Philosophie des Rechts de 1820:
...die Eule der Minerva beginnt erst mit der einbrechenden Dämmerung ihren Flug.
Literalmente puede traducirse del siguiente modo
“...el búho de Minerva no comienza su vuelo hasta que cae el atardecer”.
Si yo hubiese escrito esto, rápidamente media docena de listillos encontrarían en el hecho de que Minerva no tenía como mascota un búho un síntoma de las pocas luces que me alumbran. Como lo escribió Hegel, suele aducirsre que Eule designaba en el alemán de la época, no sólo a los búhos, sino a toda la familia de las Strigidae, en las cuales se engloba el tipo de ave que suele acompañar a la diosa romana Minerva. Pero si le pregunta a cualquier egresado de una facultad de filosofía española por esta cita, le repetirá de memoria que “la lechuza de Minerva levanta su vuelo al atardecer”. En un artículo delicioso, aunque no exento de errores, la profesora Lucía Rodríguez-Noriega señalaba que, al menos desde el siglo XV, a Minerva se le había adjudicado como acompañante en la tradición patria una lechuza y daba poderosos argumentos contra semejante adjudicación. En primer lugar, el orden de los Strigiformes se divide en dos grupos, el ya mencionado de los Strigidae y el de los Tytonidae. Lechuzas en sentido propio sólo lo constituyen los integrantes de este último género por poseer dos rasgos comunes particularmente significativos: rostro con forma de corazón y ojos profundamente negros. Frente a ellos, los Strigidae tienen una cara mucho más redondeada y muchas especies se hallan adornadas por enormes ojos característicamente amarillentos. Identificar al ave de Minerva con una “lechuza” constituye la costumbre habitual e inapropiada que existe por estos lares de utilizar tal nombre para señalar cualquier ave nocturna que carece de las plumas en forma de orejas característica de los búhos. Ahora bien, los textos clásicos suelen describir los ojos de la diosa como grandes y brillantes en la oscuridad, algo que deja fuera de juego a buena parte de las aves identificadas como “lechuzas”. El Tyto alba, el prototipo de lo que uno entiende como “lechuza”, vive sin problemas cerca de nuestras poblaciones, mientras que el ave de Atenea prefiere con mucho los olivares, hasta el punto de que la rama de olivo constituye otro de los atributos característicos de esta diosa. Todo este cúmulo de hechos estrecha el círculo en torno al pajarillo que no por casualidad recibe el nombre técnico de Athene noctua, conocido vulgarmente como mochuelo común. Al igual que las Strigidae y, a diferencia de las lechuzas, no se lo puede considerar un ave estrictamente nocturna y puede vérselo por las tardes, posado en alguna señal de tráfico, mirando pasar los coches con cierto aire de desafío pese a que no suele medir mucho más de una veintena de centímetros de cola a pico. Comparado con la impresión que causa un búho, uno se pregunta si de verdad Hegel quería utilizar un genérico en su famosa cita o si, más bien, no nos hallamos ante la mezcla de confusión, malentendido y generalización de experiencias personales que definen su "sistema”. A nadie mejor que a Hegel puede identificárselo con ese mochuelo que levanta el vuelo en un atardecer en el que ya han caído el Espíritu Absoluto a caballo encarnado por Napoleón y los viejos ideales ilustrados. Mientras sus amigos Hölderlin y Schelling alcanzaron pronto una explosiva fama, el melancólico Hegel sólo pudo levantar el vuelo cuando ellos habían iniciado su ocaso. Desde luego, pocos podrían justificar que el Kant que escribe en plena efervescencia de la Revolución Francesa termina un periodo. Más bien todo el mundo diría que inaugura uno nuevo, el de la filosofía “crítica”. Tampoco Leibniz escribe cuando una época llega a su fin, sino que inicia una nueva era, la de los desarrollos del cálculo infinitesimal. Difícil resulta adivinar qué época cierra Spinoza y si bien podemos considerar que con Descartes termina el Renacimiento, se debe únicamente a que le otorga un giro decisivo que conduce a lo que entendemos como modernidad.
Sin embargo, pese a los hechos, Hegel logró convencer a quienes vinieron después de él, de que la filosofía no debía ir en la vanguardia del conocimiento humano, promoviendo nuevos métodos, nuevas maneras de sistematizar conocimientos, nuevas formas de cálculo o nuevos periodos filosóficos. La filosofía tenía que permanecer en la retaguardia, enterándose la última de lo que había sucedido, hablando de las lechuzas que habían cruzado la noche, cuando en realidad se trataba de mochuelos, sin la menor capacidad crítica para la tradición heredada y riéndose a mandíbula batiente de quienes, como Leibniz, propusieron el delirio de un ars inveniendi, un algoritmo de la invención, una ciencia de la creatividad, acabar con los privilegios de la genialidad y otorgarle libertad al común de los mortales para encontrar soluciones a sus problemas. Todo el mundo sabe que la creatividad no depende de un método, que las ideas surgen de la mente de los genios como la propia Atenea surgió de la cabeza de Zeus, completa, lista para luchar, con un mochuelo y una rama de olivo. Para crear, por tanto, no sirve ningún método, sino que hay que recurrir a alguna bestialidad, a algún tipo de desorden monstruoso, tal como tragarse a su esposa embarazada. Eso genera inevitablemente una forma de dolor espantoso, en última instancia, un tremendo dolor de cabeza, pues no se puede crear sin sufrimiento. Ahora ya solo falta una partera, una comadrona, alguien o algo que, como la mujer de Sócrates, ayude a salir de la cabeza del genio creador la portentosa idea. Hefesto abrió la cabeza de Zeus con su hacha de doble filo y Newton tuvo más suerte porque solo le hizo falta el golpe de una manzana para hacer brotar de él toda la teoría universal de la gravitación, con sus fórmulas, sus definiciones y sus secciones cónicas. Los “científicos” del siglo XX no tardaron en descalificar semejantes relatos como “míticos” y asentaron la verdad, la verdad “científica”, de que para parir una buena idea no hacía falta un golpe sino miles, tantos como gotas de lluvia. Lo llamaron “lluvía de ideas” o “tormenta de ideas”, pero, eso sí, consiguieron no alterar nada de lo fundamental, a saber, que la creatividad no surge de un cierto orden adecuado, sino del desorden. Obviamente, en esta nueva edad oscura, en la que los bárbaros han llegado a la capital del imperio, la peste vacía nuestras ciudades y los filósofos se refugian en nuevas escolásticas (lingüística, fenomenológica, existenciaria o dialógica), la luz creativa sólo podía entenderse como el privilegio de unos pocos predispuestos por el azar de los genes a domeñar el caos. Cabe preguntarse si estos filósofos que han renunciado a tener conocimientos de cualquier cosa que no figure en sus libritos de filosofía, que han renunciado a encabezar las vanguardias para quedarse en la cómoda retaguardia, que leen el irrisorio delirio leibniciano de un ars inveniendi en dispositivos que Samsung creó gracias a la decantación última de ese mismo ars inveniendi, acabarán, por fin, recibiendo la consideración de mochuelos, no por sus vínculos con la diosa Atenea, sino porque los mochuelos se parecen a los maridos engañados, que ahuencan el ala al enterarse, los últimos, de lo que vino haciéndose durante toda una época.
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