Dentro del mundo de los medicamentos, las vacunas constituyen un pequeño nicho que apenas reporta 10.000 millones de dólares anuales de beneficios en los EEUU desde 2006. Aunque una vacuna tarda de promedio diez años en obtener la autorización del organismo regulador de turno, el 70% de las líneas investigadas acaban obteniéndolo, algo inusual si se compara con otros productos farmacéuticos. Su comercialización también tiene rasgos específicos. El mercado puede considerarse en la práctica regulado, lo cual reduce sensiblemente los márgenes de beneficios, pero el 90% de las vacunas tienen un comprador predeterminado sin necesidad de campañas publicitarias. Campañas publicitarias, por otra parte, que las farmacéuticas incluyen como “costes de desarrollo” cuando nos cuentan lo que invierten para sacar cada medicamento al mercado. De todos modos, las vacunas presentan un problema. La práctica habitual en la introducción de nuevos medicamentos desde finales del siglo pasado, consiste en lograr su aprobación y su inclusión en los programas nacionales de salud para pequeños sectores de la población y, posteriormente, “descubrir” que se puede aplicar a masas mucho mayores de la misma. Por ese procedimiento, la fluoxetina, comercializada inicialmente como Prozac, acabó en el estómago de las mujeres para prevenir las molestias de la menstruación y la aspirina en el de los mayores de 40 años para prevenir los infartos cardíacos. Además, buena parte del calendario de vacunación de los países desarrollados lo copan enfermedades reconocidas como críticas mucho antes de que el dispositivo farmacológico alcanzara las dimensiones actuales. El propio calendario de vacunación parece anacrónico, pues entronca con el período en que la medicina y los medicamentos se entendían como factores de la salud productiva de un país y no, como ocurre hoy día, en tanto que motores del consumo. Si a ello añadimos que una vacuna implica, digamos dos dosis, comparadas con tratamientos de meses o de toda la vida para la enfermedad que previenen, comprenderemos la proliferación de los grupos antivacunas. Ni las vacunas encajan con los intereses de la industria ni con el dispositivo farmacológico en el que habitamos. Desde hace tiempo se viene trabajando para modificar esta situación. Por un lado, el crecimiento de bolsas de población que se niegan a vacunarse, pues prefieren incrementar las bien nutridas arcas de la industria con tratamientos más costosos que cualquier vacuna y a los que, obviamente, ésta ha financiado de un modo más o menos encubierto. Por otro lado, la aparición de vacunas contra “nuevas” enfermedades, que o bien siguen el patrón expansivo típico de las medicinas en general (caso de la vacuna del VPH que de aconsejable en las chicas jóvenes acabó recomendándose también para los varones) o bien exageran los riesgos para la población en general de enfermedades poco extendidas, caso de la vacuna contra la hepatitis-A. Pero todo este panorama también se ha visto sacudido por la COVID-19.
Para entender la tensión generada en el dispositivo farmacológico por la COVID-19 sólo hay que saber que uno de los primeros tratamientos contra el coronavirus que nos conmueve ha salido al mercado al módico precio de 2.000€ por paciente. Frente a eso, el centenar corto de dólares por dosis que prometen costar algunas vacunas, parece poco menos que un caramelo. Pero, a cambio, tenemos “el enorme interés” de los Estados. Naturalmente, este interés hace referencia a la enorme preocupación de nuestros gobernantes por nuestra salud y felicidad. China, por ejemplo, cifra la felicidad y salud de sus ciudadanos en poder pasar a la historia no como el gigante con pies de barro incapaz de controlar una enfermedad nueva y que la disemina por el mundo, sino como el suministrador de la salvación de la misma. En marzo ya anunciaba que tendría una vacuna a finales de abril, mostrando al mundo la superioridad de su modelo económico, científico y político. Aquella vacuna se estancó sin que se conozcan los motivos porque, en una muestra de lo que China entiende por “ciencia”, sus resultados continúan bajo el secreto de Estado. La que ahora va por detrás de otros cuatro proyectos tiene muy poco que ver con el anuncio de marzo.
Rusia se mueve por otros derroteros. Vladimir Putin, sin duda, puede considerarse el gobernante mundial más preocupado por el bienestar de sus ciudadanos (ricos) y les va a proporcionar una vacuna, lo más tardar, para octubre. Nadie entiende muy bien la celeridad mostrada por sus laboratorios, pero se ha anunciado que algunos científicos implicados en el proyecto se la inocularon ellos mismos como parte del desarrollo de la “fase III” de cualquier medicamento. La “fase III”, teóricamente, alude a experimentos de doble ciego, lo cual significa que ni la persona que administra el medicamento ni la persona que lo recibe saben si se le suministra el producto que se ha de probar o un placebo. Por tanto, podemos tener claro que la “fase III”, sí que se la han saltado por completo.
Afortunadamente, ahí tenemos a los EEUU, el imperio puntero en hallazgos científicos, la cuna de la libertad y del compromiso de los gobernantes con la felicidad y salud de sus gobernados… o al menos, de los votantes, porque se ha regado con millones de dinero público a la empresa privada Moderna para que pueda anunciar los resultados de sus investigaciones unos días antes de las elecciones. De este modo “Naranjito” Trump podría acudir a las urnas sin la pesada carga de su patente incompetencia a la hora de gestionar la crisis sanitaria. Y si no puede, se retrasarán las elecciones para asegurar su “limpieza”.
El caso de los EEUU resulta particularmente locuaz. Los detalles del desarrollo de la vacuna manifiestan algo que en absoluto puede considerarse novedoso. Básicamente se trata de un paradigma de “colaboración del sector público y el sector privado” en el desarrollo de medicamentos. Todos los gastos corren a cargo de instituciones públicas, tales como el Instituto Nacional de la Salud (NIH) que ha creado la idea, diseñado los experimentos, seleccionado los sujetos de prueba y recogido los datos. Una vez obtenidos éstos en bruto, los técnicos de Moderna se han dedicado a darles forma para conseguir la aprobación de los sucesivos pasos por parte de la FDA, el organismo regulador. Además, se ha subvencionado descaradamente a esta empresa con dinero del Estado y de fundaciones privadas. Eso sí, Moderna se llevará todos los beneficios de la comercialización mientras los centros de investigación públicos del NIH vuelven a su lánguida existencia de “burócratas que no inventan nada”, demostrando, una vez más, la superioridad de la iniciativa privada, de la economía de mercado libre. Y ahora, ya podemos entender por qué, pese a que resulta económicamente más beneficioso el desarrollo de tratamientos que de vacunas, se ha desatado una carrera entre las empresas del sector farmacéutico por dotar a la humanidad de una vacuna que nos proporcione salud y felicidad.