A la muerte de Julio César, Roma se sumió en una guerra civil de la que salió victorioso Cayo Octavio Turino, sobrino nieto del anterior y al que el Senado nombró emperador con el nombre de Augusto, el 27 antes de Cristo. A Octavio se debe la conocida pax romana, un período de crecimiento y prosperidad mientras que los conflictos se mantenían en los límites del imperio. La red de carreteras, una amplia inversión en obra pública, la reforma de los impuestos y del cuerpo legislativo, el establecimiento de un ejército permanente y otras reformas pusieron los cimientos de lo que todos recordamos hoy bajo la etiqueta de “imperio romano”. Pero los herederos naturales de Octavio murieron o cayeron en desgracia, así que el trono imperial acabó llegando a Tiberio, cuyas desavenencias con Octavio le habían costado el destierro.
Tiberio gobernó ya sin muchas de las apariencias republicanas que Octavio había mantenido, de hecho, no aceptó el título de “imperator”, hasta que no se lo libró de la limitación temporal que este cargo había tenido con su antecesor. Pero, según las crónicas, el carácter huraño de Tiberio, maleado por las intrigas de palacio, un cierto complejo por su calvicie y unas úlceras faciales, lo fueron haciendo cada vez más refractario al ejercicio del poder. Probablemente, Tiberio hubiese sido más feliz al mando de una legión en las fronteras del imperio que en Roma. Eligió a la guardia pretoriana como su principal apoyo y a su comandante en jefe, Sejano, como su “compañero”, retirándose a Capri, según dicen, para entregarse a perversiones varias. Sejano ya no fue ni “príncipe” de una república, ni “emperador”, sino simple tirano dispuesto a anegar cualquier oposición a sus deseos con un baño de sangre. Finalmente, creó tantos enemigos, que el sobrino de Tiberio, convenció a éste para deponerlo y ejecutar a sus partidarios.
Tiberio, que no parece haber querido el bien ni para sí mismo, no nombró sucesor, esperando que, tras él, viniera una guerra que lo devastara todo. Sin embargo, la denuncia por parte de su sobrino del mal que a su imagen estaba causando Sejano, le llevó a otorgarle parabienes que hicieron pensar en él como su legítimo sucesor. Se trataba, en efecto, del hijo del bienamado Germánico Julio César, Cayo Julio César Germánico, aunque todo el mundo lo conoce por el apodo que le pusieron las tropas de su padre, “sandalitas” o, en latín, Calígula.
Calígula no empezó mal, el pueblo tenía grandes esperanzas en él, los círculos del poder lo recibieron con agrado y respondió con el inicio de reformas bien encaminadas. Una enfermedad sufrida al comienzo de su reinado y errores administrativos de bulto lo cambiaron todo. Las arcas del imperio se vaciaron, el hambre se apoderó de Roma y la corte se convirtió en un compendio de depravaciones. La sangre corrió con abundancia y sin muchos fundamentos racionales. En esencia, cualquiera podía caer prisionero, torturado o muerto porque a Calígula se le había torcido un cable. Los pocos historiadores que conocieron de primera mano este período y pudieron dejar constancia escrita de él coinciden en que fue una época de tiranía, crueldad, extravagancia y perversión. Hartos de sus veleidades, una parte de su guardia lo asesinó. A su muerte siguió la de toda la familia imperial. Pero la guardia pretoriana, que se quedaría sin trabajo si se proclamaba la república, encontró a un miembro de la misma escondido detrás de una cortina y lo nombró emperador. Se trataba del viejo, duro de oído, cojitranco y tartamudo Tiberio Claudio César Augusto Germánico.
Claudio, de quien hasta su madre se avergonzaba en público, a quien todo el mundo tomaba por idiota, había sobrevivido a las intrigas de la corte, precisamente porque nadie se lo tomaba en serio y lo nombraron emperador por el mismo motivo. Parecía el tonto útil perfecto. Sin embargo, Claudio demostró conocimientos, inteligencia y astucia suficientes para llevar a cabo un buen gobierno durante más de una década, conduciendo al imperio a su último período de expansión, reformando la administración y promoviendo una ingente obra pública. Comprensiblemente, el pueblo le tomó sincero afecto al viejo rey leño. Sin embargo, los historiadores suelen recordarlo por una de sus pocas decisiones erróneas, dejar al margen de la línea sucesoria a su hijo Claudio Germánico y elegir a su hijastro, Nerón.
Cuento todo esto porque, en el surgimiento de nuestra era, podemos ver una línea de desarrollo muy característica de los sistemas políticos. Lo malo no es que Augusto dejara de lado la república, con sus ventajas e inconvenientes para convertir a Roma en un imperio. Lo malo es que esa decisión hizo posible algo como el reinado de Tiberio. Con su llegada al poder, muchos, muchos de los enemigos del sistema imperial, se encogieron de hombros y dijeron “bueno, más o menos, es lo mismo que Augusto”. A su vez, lo malo de Tiberio no consistió en que fuese Tiberio y en que hiciese lo que hizo, lo malo de Tiberio radicó en que hizo posible a Calígula y, una vez más, los enemigos del imperio popularizaron la especie de que, “bueno, más o menos es lo mismo que Tiberio”. Pero, tras el paréntesis de Claudio, volvemos encontrarnos en la misma situación. Ya que alguien como Calígula pudo gobernar durante años, “más o menos, Nerón era lo mismo”.
En España lo hemos podido ver también. A Adolfo Suárez, que figura en los libros de historia y a quien todo el mundo le dedica ahora elogios, vino Felipe González. Muchos dirán, “bueno, más o menos es lo mismo”, también figura en los libros de historia. Sí, lo hace, pero porque han omitido episodios como los GAL, la fuga de Roldán o el grácil encogimiento de hombros y el comentario de “sé lo que publican los periódicos” con que sazonaba cada escándalo de corrupción de sus ministros. Felipe González hizo posible un figurín como José María Aznar y éste un lacio como el Zapatitos, éste a un hagonada como Mariano Rajoy y éste a un Pedro Sánchez “el renacido”, que clama contra quienes pactan con Vox, mientras pacta con Bildu. La pregunta obvia es: ¿qué hará posible Pedro Sánchez?
Este tipo de problemas no es universal. Sabemos, por ejemplo, que Putin no va a hacer nada posible porque después de Putin vendrá Putin y después de él, la momia de Putin. Pero sí que podemos encontrar este problema en los EEUU. Donald Naranjito Trump alcanzó el poder hace ya cuatro años. Puede que salga reelegido y puede que no, pero, ¿qué va a hacer posible? ¿a Kanye West? ¿"más o menos lo mismo"?
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