domingo, 20 de enero de 2019

Puede herir la sensibilidad (1)

   La Facultad de Bellas Artes de Granada inauguró esta semana la exposición de una serie de obras de sus alumnos en varios edificios municipales. Al Ayuntamiento acabó yendo, entre otras, Carne de vulva, una escultura con forma de paquete envasado al vacío de los que se venden en los supermercados, conteniendo algo que simulaba vulvas con “trazas de semen, uñas, o restos de parte de mujer”. Un honorable edil de Ciudadanos, instó a retirar la pieza, aduciendo que:
“El Ayuntamiento es la casa de todos y hemos visto que había piezas peligrosas y creemos que, en cualquier caso, debe haber un control de qué piezas se exponen o no. No todo el mundo piensa como uno mismo y la libertad de uno acaba donde empieza la del otro”.
   Además, continuó:
“En este caso, entendíamos que esta pieza hería la sensibilidad y que no es propio que el Ayuntamiento exhiba una obra así, en un lugar donde entra todo el mundo, niños incluidos”.
   Constatemos, para empezar, la existencia de obras de arte “peligrosas”. Nuestras sociedades democráticas han dejado atrás los terribles tiempos en los que curas, monjas y obispos decidían qué podía considerase “peligroso” o no, pero, para nuestra fortuna, ahí tenemos a eximios cargos electos que, entre sus funciones, tienen la de etiquetar todo lo que pueda resultar “peligroso” para la democracia, tal y como las conciben sus cabezas, con objeto de que las alejemos de nuestro camino. Y si alguien duda del talante democrático de los representantes del pueblo, debemos señalar que los ediles hablaron con los encargados de la exposición y, tras un debate regido por la fuerza de la pura razón, alcanzaron el consenso de acceder al deseo de Ciudadanos. La retirada de la obra “peligrosa” debe considerarse, por tanto, un triunfo de nuestra forma de entender la democracia.
   El insigne representante del pueblo nos ha dejado claro, además, que la tolerancia, de la que tanto hacen gala nuestras democracias, exige un riguroso control. Control de todo lo que se hace y se dice, de todo lo que producimos y ponemos a disposición de los demás, con objeto de establecer si nuestros comportamientos resultan tolerables o no. Control y tolerancia, de acuerdo con los principios expresados por nuestro muy liberal representante, van, pues, de la mano. Mi libertad de expresión termina allí donde comienza la libertad de cualquiera para sentirse ofendido por mis palabras, mi libertad de acción termina donde comienza la libertad de cualquier otro para sentirse molesto con mis actos, mi libertad de conciencia termina allí donde comienza la libertad de otro para interrogarme, tenemos, en definitiva, la libertad completa y absoluta de no salirnos jamás de los estándares acordados. Por tanto, si alguien escribe cometiendo faltas de ortografía que hieren los ojos, bajo ningún concepto puedo llamarle la atención sobre sus errores, pues eso, como resulta lógico, puede herir su sensibilidad, provocando su justa indignación. El principio básico de las sociedades democráticas tal y como lo expresara John Stuart Mill, precisamente que mi libertad termina donde comienza la del otro, trae como consecuencia inevitable que la creatividad de los artistas queda restringida a todo aquello que no moleste absolutamente a nadie. El arte, como nuestras declaraciones, como nuestros actos, como nuestra conciencia, como nuestras protestas, debe venir encasillado en una asepsia completa, que no saque a nadie de su zona de confort, con objeto de no interferir en su libertad absoluta para seguir el camino del rebaño. Por eso no debe haber obras de arte semejantes en un Ayuntamiento. Un Ayuntamiento sólo debe exhibir obras de arte que no ofendan a nadie, que no molesten a nadie, que recuerden constantemente lo fácil que resulta mantenerse dentro las lindes recomendadas, en definitiva, obras de arte que puedan entender hasta los niños. El arte, el arte de nuestras libérrimas sociedades, debe hacerse pensando en mentes simples, tiernas y poco formadas, todavía mejor, debe tener por objetivo último educar al público para que se asemeje tanto como resulte posible a ellas.
  Por supuesto, ya no vivimos en las bárbaras sociedades del pasado, en las que cualquier obra de arte que no entrara en los cánones quedaba purificada por las llamas. Vivimos en sociedades libres, adornadas por la tolerancia, que nos convierte en el faro que ha de guiar el mundo. Por consiguiente, las obras de arte que traten de salir de las pautas marcadas, no se destruyen, se “reubican” en zonas de acceso más difícil, se las esconde con la explícita intención de que las devore algo no menos implacable que el fuego: el olvido.

domingo, 13 de enero de 2019

Para una filosofía de la psiquiatría (3. La utilidad del relativismo)

   Ya he explicado en varias ocasiones que el escepticismo y el relativismo suelen acompañar históricamente a los grandes imperios. No se trata de una simple correlación empírica. Escepticismo y relativismo cumplen una eficaz tarea de zapa de los grandes marcos teóricos desde los cuales puede criticarse racionalmente a los poderes establecidos. Suprimidos semejantes marcos, dichos poderes pueden salirse fácilmente de madre y dar rienda suelta a sus tejemanejes.
   El crisantermo y la espada, el estudio clásico de una de las madres del relativismo cultural, Ruth Benedict, se financió con dinero de la Oficina de Información de Guerra, órgano de propaganda creado durante la Segunda Guerra Mundial. Este libro pretendía ofrecer al alto mando norteamericano patrones para comprender y predecir el modo de pensar japonés. De hecho, se convirtió en un manual para todo oficial del ejército de las barras y estrellas destinado en Japón durante la ocupación del país. O si quieren se lo digo de otra manera, el relativismo cultural, desde su mismo nacimiento, no ha escatimado esfuerzos a la hora de fabricar máquinas de guerra informativa para los amos de su “cultura”. Pero aquí no ha terminado lo que Japón tiene que enseñarnos acerca de la tramoya del relativismo ni de la relevancia de una filosofía de la psiquiatría.
   Si recuerdan, en nuestra entrada anterior, señalamos que hasta el siglo XX, pese a su larga tradición de suicidas, Japón careció de una categoría de “depresión” como la descrita por el DSM. Ni “nuestro” (quiero decir, el adoptado por la APA) significado de depresión podía traducirse al japonés, ni lo más parecido que tenían ellos, el utsubyo, tenía traducción posible a los idiomas occidentales. Nuestras lenguas (en su totalidad) “son” intraducibles, nuestras culturas (en su totalidad) “son” inconmensurables, fin de la historia para la filosofía vigesimica. ¿Fin de la historia en realidad? Hablamos de un mercado de 126 millones de personas, hablamos de la época en la que surgieron los famosos SRRIs, fármacos novísimos que asentaron la idea de que los trastornos de la personalidad se deben a “desequilibrios en el balance de sustancias químicas del cerebro”, ¿en verdad algún filósofo, por muy alto grado de estulticia que alcanzase, pensó que aquí se iba a acabar la historia o, simplemente, sus intereses pecuniarios les impidieron seguir indagando?
   En el año 2.000 se celebró en Kyoto un congreso sobre el tópico “Transcultural Issues in Depression and Anxiety”. Acudió, con todos los gastos pagados, la más amplia gama de especialistas en psiquiatría transcultural que imaginarse quepa. Se los trató con tal dispendio, que algunos de ellos lo recordaban como el evento más lujoso al que habían tenido ocasión de acudir. Llamativo resultó también el público asistente. Desde luego no lo conformaban altruistas defensores de la interculturalidad, ni filósofos posmodernos y ni siquiera representantes farmacéuticos, sino antropólogos a sueldo de GlaxoSmithKline, el fabricante de un antidepresivo llamado Seroxat, que llevaba años intentando introducirlo en Japón. De un modo muy poco usual, a cada conferencia le siguió un largo coloquio en el que los miembros del “público”, debatían con el ponente hasta hallarse seguros de haber entendido correctamente cada punto mencionado por él. Como recordaba uno de los conferenciantes, querían aprender y aprender todo cuanto pudieran enseñarles.
   A GlaxoSmithKline no le interesaban los pacientes ingresados en hospitales por utsubyo, pues representaban un mercado muy pequeño. Más bien le interesaban los jóvenes, los estudiantes, las amas de casa y las mujeres en general, cualquiera que se sintiera poco confortable con su estado de ánimo y que no hubiese encontrado con quién comentarlo. No se molestó en crear un concepto para tal situación, ni introdujo la “depresión occidental”, ni intentó, de entrada, modificar el significado de utsubyo, simplemente, comenzó a insertar anuncios en publicaciones dirigidas a estos grupos de población en donde, utilizando lo aprendido en el congreso mencionado anteriormente, se explicaba, de modo que el público objetivo pudiera entenderlo, la existencia de un remedio para sus padecimientos. Paralelamente creó numerosos sitios en Internet en donde “pacientes de la primera oleada”, hablaban de su trastorno, de Seroxat y de lo mucho que los había ayudado. Por arte de magia estos sitios comenzaron a recibir la visita de actores, cantantes y famosillos especialmente llamativos para los grupos de población seleccionados. No sólo hablaron de sus problemas allí, también lo hicieron en entrevistas, programas de televisión y sus propias aportaciones a las redes sociales. Mientras tanto, un pequeño ejército de representantes acudían a las consultas médicas para “enseñar” a los facultativos a “reconocer” el mal que se aprestaba a asaltar las tierras del sol naciente. Como declaró Koji Nakagawa,  gerente de producto de GlaxoSmithKline para Seroxat en Japón: 
“La gente no sabía que padecía una enfermedad. Sentimos que era importante llegar a ellos” (1).
   Preguntemos ahora a nuestros filósofos vigesimicos la utilidad de tales esfuerzos por superar la inconmensurabilidad y la intraducibilidad, ¿qué se habrá logrado invirtiendo esa cantidad de dinero en resolver lo irresoluble? En el mundo de los filósofos del siglo pasado, todo ese dinero no habría servido para nada. En el mundo real, las ventas de Seroxat se triplicaron  dos años después de iniciada la campaña hasta alcanzar los 308 millones de dólares. En 2.005, utsubyo designaba ya la depresión en el sentido de la APA como lo demuestra un artículo del Japan Times y el gobierno nipón se hacía a la idea de que enfrentaba una epidemia que afectaba, en ritmo creciente, a no menos del 3% de su población. 
   Si uno lee a los filósofos del lenguaje del siglo pasado, observará que, según ellos, los nuevos usos de los términos aparecen, como para Aristóteles las moscas de los excrementos, por generación espontánea. Vimos hace dos entradas exactamente lo que acabamos de comprobar otra vez aquí, que el uso de las palabras lo imponen determinadas instancias de poder. De hecho, si el uso pudiera identificarse con el significado de las palabras, daría lo mismo llamar a un medicamento antidepresivo Seroxat que Suicidol y a un antipsicótico Risperdal que Allucinex. De modo semejante, la convergencia cultural, no se produce espontáneamente por “la globalización”, ni por “las nuevas tecnologías de la información”, ni, mucho menos, por la “superioridad de Occidente”, resulta de estrategias minuciosamente planificadas por las instancias de poder a las que sirven los relativistas, mientras éstos nos convencen a todos, como maniobra de distracción, de que hacer tales cosas resulta imposible.


   (1) Cit. en James Davies, Cracked. Why Psychiatry is doing more harm than good, Icon Books, London, 2013, pág. 251.

domingo, 6 de enero de 2019

Para una filosofía de la psiquiatría (2. Transculturalidad)

   En la entrada anterior esbozamos apenas un mapa de la pequeña parcela del conocimiento psiquiátrico referida al afloramiento de sus categorías básicas. Una filosofía de la psiquiatría debería seguir el modo en que tales categorías se convirtieron en estándares para la fabricación de pacientes. Aquí no podemos aspirar a tanto. Nos contentaremos, pues, con poco más que esquematizar una aportación a tal objetivo, no trascendental pero significativa, la realizada por el relativismo cultural, primero en EEUU y, posteriormente, a nivel mundial. 
   En 1.934 apareció “Antropology and the Abnormal”, firmado por la famosa antropóloga Ruth Benedict, artículo aceptado para su publicación bajo la recomendación del padre de la antropología norteamericana Franz Boas. En él dejaba claro que la enfermedad se define desde el punto de vista de cada cultura, por lo que no pueden existir categorías psiquiátricas válidas para todo el mundo. Los indios Zuni de Arizona, señalaba Benedict, consideran, por ejemplo, la extrema pasividad y fatalismo que definen "nuestro concepto de depresión" como rasgos de un estilo de vida poco menos que admirable. Ni que decir tiene que estas ideas conquistaron legión de seguidores que se dedicaron a describir pueblos y culturas donde la “depresión” se vivencia de un modo muy diferente a como "hacemos nosotros", aunque para ello tuvieran que sugerir paralelismos inexplicables entre los ya citados indios de norteamérica y ciertos sectores, digamos, de la población cingalesa de Sri Lanka. De un modo más exótico se señaló que en China, la depresión tiende a somatizarse hasta el punto de que rechazan la idea de sufrir algún género de trastorno mental, entre otras cosas porque el aislamiento y el ensimismamiento resultan conductas altamente reprobables en su cultura. Aunque Horowitz y Wakefield no lo mencionan en The Loss of Sadness. How Psychiatry Transformed Normal Sorrow Into Depressive Disorder, un caso muy parecido pero aún de mayor interés lo constituye el de Japón. Durante todo el siglo XX, lo más parecido al “concepto occidental” de “depresión” lo representaba el utsubyo, una enfermedad crónica, tan grave como la esquizofrenia y que exigía internamiento hospitalario. Mencionemos, para terminar, a los Ifaluk de Micronesia, que experimentan, cuando sus seres queridos abandonan la isla, comportamientos que nosotros asociaríamos con la depresión.
   Cualquier relativista cultural, cualquiera de esos filosofillos del siglo pasado ganadores de premios y doctorados “honoris causa” (¡qué concepto tan apropiado!) enumerarían tales casos, si hubiesen tenido noticias de ellos, como ejemplos de la determinación que “la cultura” y “el lenguaje”, ejercen sobre el pensamiento, como si "cultura" y "lenguaje" constituyeran entidades del tipo de los conductores de autobús. Pero repasemos cuanto llevamos dicho más detenidamente o, mejor aún, pongámonos unas gafas contra la muy provechosa miopía de que hicieron gala los filósofos vigesimicos y miremos al mundo con ojos nuevos. ¿Qué resultará entonces? Si analizamos estos estudios podremos ver que en todos y cada uno de ellos se llama “depresión” o “concepto occidental de depresión” a lo que quedó recogido en los sucesivos DSM. De este modo, como vimos en la entrada anterior, una serie de decisiones políticas tomadas por consenso para salvar la cara a una instancia de poder como la APA, queda convertido por el arte de birlibirloque de los relativistas, en un rasgo definitorio de nuestra cultura. El “concepto occidental de depresión”, “nuestro concepto de depresión”, “lo que nuestra cultura llama depresión”, escapa así a cualquier posibilidad de crítica porque ya no consiste en un amaño del poder, sino en un elemento que nos constituye a todos nosotros y a quien tenga aún arrestos para lanzarse contra ella, en nombre del muy respetuoso relativismo cultural, se lo condenará, eo ipso, a la cuneta de los inadaptados, a un paso de padecer alguno de los síntomas listados en el DSM.
   Como señalan Horowitz y Wakefield el estudio de Catherine Lutz sobre los Ifaluk (1) resulta a este respecto preclaro. Lutz explica las situaciones en las cuales los ifaluks experimentan depresión, constata que aplicar a ellas la categoría de “depresión” tal y como la describe el DSM parece ridículo, pero no saca la conclusión lógica de que las categorías del DSM no describen nada objetivo, sino que crean una realidad. Por el contrario, buscando lo más fácilmente aceptable por su entorno académico, concluye que cada cultura construye el mundo a su antojo. Una vez iniciada la senda que menos ampollas va a levantar y más beneficios va a proporcionar, ya nada impide sentenciar la intraducibilidad de los términos destinados a describir enfermedades y la inconmensurabilidad de las culturas.
   Aceptemos por un momento la importancia trascendental de que existan elementos en una lengua no traducibles a otra; aceptemos, pues, la majadería de que existen inconmensurabilidades entre las culturas; incluso si aceptamos semejantes memeces, tenemos que tragarnos aún otra rueda de molino, a saber, la de que no necesitamos hacer ninguna pregunta más, que nos quedemos con estos dogmas de fe de nuestra tribu como las verdades últimas acerca de las cuales no se puede levantar ninguna cuestión ulterior. En efecto, decir que las culturas “son inconmensurables”, que las lenguas “son intraducibles”, ¿no debería haber llevado a la cuestión de qué hacer en la práctica a partir de tales supuestos? ¿no debería habérsenos aclarado cómo continuar a partir de aquí? ¿por qué nadie hizo semejantes preguntas y todos aceptaron éste como el final del camino? La respuesta resulta extremadamente simple. Vamos a ver, si existe inconmensurabilidad entre las culturas, si la intraducibilidad de algunas palabras sentencia la imposibilidad de traducir lenguas enteras, ¿podemos penetrar en la mente de un miembro de otra cultura? ¿aprender a pensar como él lo hace? ¿llegar a acuerdos con él? ¿convencerlo de algo? Si le hacen estas preguntas a cualquiera de los filósofos del siglo pasado, obtendrán una respuesta unánime: no, “es imposible”. Si le hacen esta pregunta a Coca-Cola, Pepsi-Cola, Burger King, McDonald's o a la industria farmacéutica, también obtendrán una respuesta unánime: sí, por supuesto. Obviamente uno de estos dos agentes miente. Queda la pregunta de por qué, a cambio de qué o, de un modo más exacto, a cambio de cuánto.


   (1) “Depression and the translation of emotional worlds” en A. Kleinman & B. Good (Eds.) Culture and depression, Berkeley, University of California Press, 1985, págs. 63-100.

domingo, 30 de diciembre de 2018

Para una filosofía de la psiquiatría (1. Spitzer y Habermas)

   Dentro de la filosofía existen diferentes ramas. Tenemos, por ejemplo, la filosofía de la ciencia, la filosofía de la física, la filosofía de la biología, la filosofía de la matemática y, orientadas hacia las humanidades, la filosofía del arte o estética, la filosofía del derecho, la filosofía de la historia, etc. Sin embargo, de la filosofía de la economía apenas si hay retazos y todo lo que Foucault dijo (y lo que no dijo) en su Historia de la locura, no ha bastado para asentar una filosofía de la psiquiatría. Haberse dedicado al ser de los entes y no a una crítica del conocimiento psiquiátrico, marcando hasta dónde puede llegar y en base a qué método, constituye otra de las anotaciones que hacer en el debe de la filosofía vigesimica, sobre todo porque nos hubiese aclarado mucho más acerca de uno de sus queridos temas, el de la racionalidad, que todo lo que puede hallarse en esa mercancía estandarizada a la que llamaron sus libros. Si alguien quisiera, en un futuro sin duda lejano, empezar de nuevo a hacer filosofía en condiciones y no a lo que se dedicaron los hombres del siglo pasado, podría tomar The Loss of Sadness. How Psychiatry Transformed Normal Sorrow Into Depressive Disorder, de Allan V. Horwitz y Jerome C. Wakefield, (Oxford University Press, 2007), como sucinto catálogo de cuestiones a tratar por una filosofía de la psiquiatría.
   El mismo prólogo del libro merece toda una suerte de consideraciones pues lo firma nada menos que Robert L. Spitzer. Casi una década antes de que Jürgen Habermas señalara como uno de los méritos de su teoría de la acción comunicativa que en ella podía hallarse una fundamentación del psicoanálisis freudiano, Spitzer elevó a los foros de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) la voz de numerosos colectivos gays para que dejara de considerarse la homosexualidad como un trastorno psiquiátrico de acuerdo con los que Habermas consideraba “emancipadores” criterios de Freud (un ejemplo de lo designado por el adjetivo “emancipador” en los escritos del emérito profesor de Chicago). La psiquiatría, en plena crisis por los ataques recibidos, entre muchos otros, de Foucault, vio con buenos ojos la campaña de Spitzer, que contribuía a limpiar su imagen de estructura de poder normalizador dedicado al control y la opresión. En el marco de ese intento, la APA consideró que nadie mejor que él podría encargarse de la reedición de su marco teórico y conceptual, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales, (DSM).
   Spitzer situó en el departamento de psiquiatría de la Washington University en St. Louis y al New York State Psychiatric Institute los dos centros de reclutamiento para la creación de los grupos que habrían de redactar las diferentes secciones del DSM. El requisito básico de cualquier candidato a integrar uno de esos grupos consistía en tener una sólida carrera profesional que permitiera considerarlo como prototipo de un sector importante de la psiquiatría norteamericana y haber dado muestras suficientes de fidelidad a una visión biologicista de la enfermedad mental. Los vínculos con la industria farmacéutica, simplemente, no entraron en consideración. Para dejar claro que no pretendía excluirse a nadie, Spitzer reclutó, incluso, a un psicoanalista. Dicho de otro modo, en la época en que Habermas teorizaba acerca de una “comunidad ideal de los hablantes”, en donde exclusivamente la fuerza de la razón llevara al consenso, dejando bajo la mesa cualquier interés particular, quiero decir, cualquier contrato vigente o pasado con la industria, Spitzer construía una tal comunidad. Por supuesto “todos los interesados en el tema a tratar” a los que hacía referencia la propuesta habermasiana, no podía incluir a los enfermos mentales, dado que ellos, por definición, no manejan un discurso racional. La “comunidad ideal de habla”, en su misma constitución, deja nítido quién no va a hablar, quién va a quedar excluido del consenso y, eo ipso, a quién se declara sujeto de discurso no racional. La racionalidad del consenso se garantiza no por algún criterio objetivo, ajeno al consenso mismo, sino por el acto en el cual éste se alcanza, pues los hablantes tienen la potestad de decidir entre ellos qué puede considerarse racional igual que deciden qué tiene “fuerza argumental” y qué no. Donald Klein, integrante de uno de los grupos de trabajo le contó a James Davies, que, en cierta ocasión, mientras se leía la enumeración de comportamientos que iban a considerarse síntomas de una enfermedad, alguien dijo: “¡oh, no! No podemos incluir eso, yo lo hago”. Dado que formaba parte de la comunidad ideal de los hablantes, a salvo, por definición, de cualquier comportamiento irracional, se consideró un argumento con suficiente fuerza como para excluir ese comportamiento de la lista de síntomas del trastorno en cuestión (1) .
   Pero me he alejado del tema. Pretendía subrayar que el DSM-III, la base de todo lo que vino después, no se apoyó en ningún hecho “científico”, en ningún descubrimiento, en ningún hallazgo que hubiese exigido un cambio en la manera de pensar, sino, simplemente, en el consenso alcanzado por un grupo que sólo podía llegar a acuerdos basados en la fuerza de la razón porque en lo fundamental, a saber, en el carácter estrictamente biológico de las enfermedades mentales, no podían disentir. Pretendía señalar que el consenso sólo puede hacerse si se olvidan las teorías y las causas, si se adopta por toda explicación una ristra de síntomas sin criterio de enumeración, sin delimitación del contexto en el cual suceden y sin cláusula de exclusión alguna, lo cual convierte a las categorías así forjadas, simplemente, en redes para atrapar clientes. Pretendía denunciar que la filosofía viegsimica, tomó una y otra vez como hechos irrebatibles simples productos de las campañas de imagen lanzadas por todo género de instancias de poder. Pretendía, en definitiva, mostrar que un consenso como el deseado por cualquiera de los que afirman que las relaciones humanas han de entenderse en términos de acción (y su consiguiente reacción), parió algo que recuerda enormemente la enciclopedia china con la que se abre Las palabras y las cosas de Foucault y que, sin embargo, asfaltó el camino para un tratamiento explosivamente medicalizado de la enfermedad mental. Y quería centrarme en estos puntos porque a ellos, hablando del tema de la depresión, se dirigen las críticas de Horwitz y Wakefield.


   (1) James Davies, Cracked. Why Psychiatry is doing more harm than good, Icon Books, London, 2013, pág. 31.

domingo, 23 de diciembre de 2018

Todo lo que se me permite decir

   Tras mis experimentos con el E-prime y un artículo de inteligencia más allá de los calificaticos aparecido en esa gacetilla de chismorreos en que se ha convertido El País, he decidido no sólo deprivar al castellano del “ser”, sino también de todos los términos que rezumen machismo, sexismo, xenofobia, homofobia, racismo, etnocentrismo, imperialismo, desprecio hacia los pobres, las minorías, los marginados, los ricos, los políticos, los jubilados, los niños, los bajitos, los altos, los calvos, los tíos con coleta, los conductores, los ciclistas, los bomberos, los policías, ese señor que pasea por el parque y/o los habitantes de otros barrios, ciudades, provincias, comunidades autónomas, países, continentes y planetas. Se trata de emplear un lenguaje del que se haya borrado hasta la menor brizna de opresión, dominio y ejercicio no igualitario del poder. He aquí, pues, una extensa muestra de todo lo que se puede decir con este lenguaje inmaculado, prístino, y por fin, absolutamente neutro:





















































































domingo, 16 de diciembre de 2018

Contagio (2 de 2)

   Matemáticamente, la epidemia que sufrió Hong Kong a partir de 1.994 no tiene misterio alguno, obedece al mismo patrón que una epidemia de gripe cualquiera. Multitud de modelos de abigarrada matemática podría dar cuenta milimétricamente de los datos. Pero si en lugar de plantear la pregunta “¿cómo?” se plantea la pregunta “¿por qué hubo esto y no cualquier otra cosa?”, los números aparecerán como simple tapadera de algo mucho más difícil de explicar. 
   En 1.994 una joven de catorce años llamada Charlene Hsu Chi-Ying, se desplomó en una calle de Hong Kong muriendo de forma casi inmediata. La autopsia desveló que Charlene había muerto de hambre, dejó de comer hasta que su cuerpo se convirtió en poco más que un esqueleto caminante con un corazón que pesaba 85 gramos. Salvo un puñado de médicos occidentales, la práctica totalidad de los legos y profesionales de la ciudad desconocían a qué se enfrentaban. La anorexia, como se diagnosticaba en occidente, simplemente, carecía de casos hasta ese momento en Hong Kong. Muy pronto la cosa cambió, a Charlene la siguieron unas cuantas jóvenes en los siguientes meses y muchas más conforme pasaba el tiempo, de modo que los especialistas comenzaron a ver varios casos cada semana en su consulta, hasta que la tasa de expansión se multiplicó por 25. De hecho, el aumento de casos corría paralelo al tamaño de las campañas preventivas e informativas. Eso sí, en su inmensa mayoría las pacientes pertenecían a la población autóctona de Hong Kong, las jóvenes procedentes de la China continental han resultado inmunes a cualquier forma de contagio de la enfermedad. En torno a un 40% de las jóvenes hongkonesas reconocen hoy día hallarse preocupadas por su peso y un 5% afirman de sí mismas “soy anoréxica” o “soy bulímica”. 
   Podríamos hipotetizar, una vez más, que los médicos constituían la vía de contagio fundamental. No se trataba de que no hubiese ejemplos antes de Charlene, sino, simplemente, de que no se los reconocía como tales. Este caso, la campaña informativa que se montó en torno a él y las subsiguientes campañas preventivas, sirvieron para que los profesionales tomaran conciencia de una realidad que ignoraban. Tal hipótesis, sin embargo se encuentra con un problema significativo. En los casos esporádicos de desórdenes alimenticios documentados por los médicos antes de 1.994 en Hong Kong, las mujeres no mostraban preocupación por su peso ni reportaban pasar hambre. Más bien se trataba de lo contrario, expresaban sentir aversión a la comida. A partir de 1.994, la preocupación por el sobrepeso y la experiencia del hambre aparecieron reiteradamente en los relatos de las jóvenes anoréxicas. Resulta complicado escapar a la explicación de que no se habían contagiado con una enfermedad, ni a través de un virus, las había contagiado un discurso, un discurso que propagaban los medios de comunicación, las campañas preventivas y los profesionales. Un discurso único y monocorde que se había apropiado de ellas, haciendo que se reconocieran a sí mismas y que otros las reconocieran en él. Un discurso repetido sin alteraciones individualizadoras, interpretado canónicamente, sin que nadie se planteara sus límites, quiero decir, su superficie de afloramiento, pese a la evidencia de que había sujetos que se reconocían a sí mismos gracias a otros discursos que se hablaban en ellos, incompatible con el anterior y que impedía que el contagio se extendiera a todos.
   Abandonemos las exóticas tierras del extremo oriente y volvamos a nuestro país, a Andalucía por ejemplo. Pocos por estas latitudes ignoran lo que ocurre desde hace décadas en El Ejido.  Los cultivos bajo plásticos transformaron una comarca extremadamente deprimida en una zona boyante hace más de treinta años. Pero esta base económica exige mano de obra a precios irrisorios, así que los inmigrantes, sobre todo ilegales, desplazaron rápidamente a los jornaleros autóctonos. Los ejidenses saben que sin ellos se arruinarían, pero les recuerdan cotidianamente las miserias por las que pasaron hasta hace tan poco tiempo. Dicho de otro modo, los necesitan tanto como los desprecian, o, resumidamente, los odian. Durante décadas, los sucesivos gobiernos regionales y nacionales, hicieron bien poco por remediar la situación más allá de oportunas “campañas de integración” destinadas a que los amigotes de siempre se lo llevaran calentito. En su camino de la perfección, los chicos de Vox pusieron su maquinaria electoral en marcha para convertirse en la fuerza más votada en la localidad. Nadie duda de quién ganará allí las próximas elecciones municipales. Afortunadamente de Albuñol no habían oído hablar. A 45 kilómetros de El Ejido, con la misma base económica, pero ya en la provincia de Granada, Vox obtuvo uno de cada cinco votos, sin haber realizado en esta localidad ningún acto de campaña, sin la comparecencia de nadie destacado del partido y sin haber distribuido propaganda más que de un modo testimonial. Tenemos, una vez más, un caso de contagio sin necesidad de ningún agente transmisor.
   Con unos medios de comunicación que no paran de hablar de ellos, con unos partidos políticos que no dejan de hacérnoslos presentes, con unos votantes que se asoman de cotidiano a nuestras pantallas, con un programa tan simple que no se puede comentar sin repetirlo, con una ciudadanía incapaz de entender ya cualquier explicación que case medianamente con la complejidad de los hechos, ¿quién de entre los que ocupan nuestro espacio público podrá pergeñar un discurso que nos inmunice contra el contagio de Vox?

domingo, 9 de diciembre de 2018

Contagio (1 de 2)

   Adoro los enigmas que se esconden bajo las cosas cotidianas. Uno de ellos se llama “contagio”. En apariencia, todo resulta muy fácil, de hecho, empezaremos con el caso aparentemente más elemental, la gripe. Desde 2.008, la Red de Vigilancia Europea de la Gripe, coordina el seguimiento de esta enfermedad, informando regularmente de las cepas de virus en circulación, de los países afectados y en qué medida. En España, la gripe suele comenzar en el norte peninsular, bajando lentamente conforme van pasando las semanas. El virus, presente en una persona, pasa a otra a través de pequeñas gotitas de mucosa que se propagan por el aire hasta acabar en las manos de quien acabará resultando contagiado. Doce, veinticuatro horas después del contagio, la persona comenzará a sentirse mal y acudirá al médico. Tras un examen rutinario, le hará un diagnóstico que, por vías bastante retorcidas, acabará en la Red de Vigilancia. Todo muy simple, muy fácil, muy obvio. 
   Realicemos ahora un análisis de sangre a las personas diagnosticadas de gripe, ¿en cuántos de esos análisis podrá detectarse el virus de la gripe? La respuesta a esta pregunta perogrullesca nos muestra un laberinto: apenas una de cada tres en la fase más aguda de la epidemia y poco más de uno de cada ocho durante el resto de la misma. Las dos terceras partes de las personas diagnosticadas con gripe no tienen en su cuerpo el virus de la gripe. Quizás Ud. mismo ha vivido la experiencia de acudir a una consulta plagada de griposos. Después de otros cuatro pacientes entra Ud. y le relata a su doctor que tiene mal cuerpo, algo de mocos y cierta destemplanza. Difícilmente escapará de allí habiéndose librado de un diagnóstico de "síndrome gripal". Formulemos ahora las preguntas incómodas: ¿tienen todos los pacientes diagnosticados de gripe los mismos síntomas? ¿con la misma intensidad? ¿con la misma intensidad que si no se los hubiese clasificado como griposos? ¿quién contagia entonces la gripe? ¿un virus? ¿unas gotículas de moco dispersadas en el aire? ¿el médico? ¿por qué se alcanza en un determinado momento el pico en la epidemia de gripe? ¿porque en ese momento hay más personas en la fase aguda de la enfermedad? ¿porque los médicos la diagnostican más? Y en caso afirmativo, ¿por qué la diagnostican más? ¿porque hay más personas con síntomas o porque los medios de comunicación de masas en general y los medios de comunicación médicos en particular hacen especial énfasis en la llegada de esa fase de la epidemia? ¿Exactamente cómo podemos definir ahora una “epidemia”? ¿y el contagio?
   Si nos dejamos atrapar por las preguntas anteriores, nos vemos conducidos inevitablemente a un laberinto, el laberinto, por ejemplo, con el que se abre la Historia de la locura de Michel Foucault: “al final de la Edad Media, la lepra desaparece del mundo occidental”. La lepra, la primera enfermedad que obliga a la intervención de poderes que acabarán exigiendo estructuras como las de los Estados, ha dejado de asolar Europa, ha dejado de llenar instituciones creadas para manejar su poder indomeñable, en definitiva, ha dejado de contagiarse. Las 43 leproserías que rodeaban París comienzan a vaciarse con el correr del siglo XV. A principios del siglo XVI se trata de instituciones que esperan la muerte de los dos o tres internos que las ocupan para reconvertir sus funciones. ¿Por qué, cómo, dejó de contagiarse la lepra? ¿acaso tuvieron éxito las precarias medidas de aislamiento? ¿de verdad se consiguieron prendas, protocolos de asepsia, más eficaces de los que verán la luz con la inauguración de los primeros hospitales? 
   El algoritmo Google Flu, utiliza el número de consultas sobre síntomas y tratamientos que los internautas realizan en el famoso buscador para pronosticar la evolución de la enfermedad y avisar a las autoridades antes de que los enfermos lleguen a los hospitales. Pues bien, durante ocho años, de 2.004 a 2.012, el algoritmo de Google predijeron con acierto los datos que a posteriori daban las autoridades sobre la epidemia de gripe. A partir de 2.012, sin embargo, esta racha se rompió y durante varios años, sus resultados doblaban la incidencia real de la gripe. 
   La búsqueda de algoritmos exitosos para seguir el contagio se inició con el eximio matemático húngaro George Polya (1887-1985). Polya desarrolló un modelo basado en los típicos problemas de extracción de bolas de colores de una urna que enlazaba directamente con las redes y los paseos  aleatorios. El modelo de urnas de Polya se halla a la base de la inmensa mayoría de los enfoques matemáticos que tratan de dar cuenta de cómo algo, un virus, una información, una moda, se expande por una población. La clave se halla precisamente en el verbo “expandir”. Tales modelos no pretenden contarnos cómo una enfermedad, por ejemplo, inicia su decurso en un determinado ámbito y, en consecuencia, tampoco cómo desaparece. Con mayor o menor fortuna, se acercan a los datos reales de expansión sin plantear las cuestiones claves, por ejemplo, que en 1920  Greenwood y Yule utilizaron urnas de Polya para modelizar fenómenos que no podían categorizarse como “contagios” ni en un sentido matemático ni médico. De hecho, si a cualquier cosa que podamos calificar de “contagio” se le aplica la teoría de probabilidades se producirá un curioso fenómeno de autocontagio, pues, por pura aritmética, la probabilidad de un fenómeno B, dado A, necesariamente tiene que resultar mayor que la probabilidad de A sola. Las compañías de seguro aplican este cálculo a rajatabla. Con los números en la mano, la probabilidad de sufrir un accidente por parte de un conductor que ya ha sufrido uno resulta superior a la probabilidad de un conductor que no ha sufrido ninguno. Nos contagiamos a nosotros mismos la siniestralidad vial. Desde luego, esto demuestra, y muy lejos de la mecánica cuántica, que el aumento de nuestro conocimiento sobre un sistema, inevitablemente, modifica el entramado que lo describe, pero sigue dejando abierta la pregunta de cómo y por qué.