La Facultad de Bellas Artes de Granada inauguró esta semana la exposición de una serie de obras de sus alumnos en varios edificios municipales. Al Ayuntamiento acabó yendo, entre otras, Carne de vulva, una escultura con forma de paquete envasado al vacío de los que se venden en los supermercados, conteniendo algo que simulaba vulvas con “trazas de semen, uñas, o restos de parte de mujer”. Un honorable edil de Ciudadanos, instó a retirar la pieza, aduciendo que:
“El Ayuntamiento es la casa de todos y hemos visto que había piezas peligrosas y creemos que, en cualquier caso, debe haber un control de qué piezas se exponen o no. No todo el mundo piensa como uno mismo y la libertad de uno acaba donde empieza la del otro”.
Además, continuó:
“En este caso, entendíamos que esta pieza hería la sensibilidad y que no es propio que el Ayuntamiento exhiba una obra así, en un lugar donde entra todo el mundo, niños incluidos”.
Constatemos, para empezar, la existencia de obras de arte “peligrosas”. Nuestras sociedades democráticas han dejado atrás los terribles tiempos en los que curas, monjas y obispos decidían qué podía considerase “peligroso” o no, pero, para nuestra fortuna, ahí tenemos a eximios cargos electos que, entre sus funciones, tienen la de etiquetar todo lo que pueda resultar “peligroso” para la democracia, tal y como las conciben sus cabezas, con objeto de que las alejemos de nuestro camino. Y si alguien duda del talante democrático de los representantes del pueblo, debemos señalar que los ediles hablaron con los encargados de la exposición y, tras un debate regido por la fuerza de la pura razón, alcanzaron el consenso de acceder al deseo de Ciudadanos. La retirada de la obra “peligrosa” debe considerarse, por tanto, un triunfo de nuestra forma de entender la democracia.
El insigne representante del pueblo nos ha dejado claro, además, que la tolerancia, de la que tanto hacen gala nuestras democracias, exige un riguroso control. Control de todo lo que se hace y se dice, de todo lo que producimos y ponemos a disposición de los demás, con objeto de establecer si nuestros comportamientos resultan tolerables o no. Control y tolerancia, de acuerdo con los principios expresados por nuestro muy liberal representante, van, pues, de la mano. Mi libertad de expresión termina allí donde comienza la libertad de cualquiera para sentirse ofendido por mis palabras, mi libertad de acción termina donde comienza la libertad de cualquier otro para sentirse molesto con mis actos, mi libertad de conciencia termina allí donde comienza la libertad de otro para interrogarme, tenemos, en definitiva, la libertad completa y absoluta de no salirnos jamás de los estándares acordados. Por tanto, si alguien escribe cometiendo faltas de ortografía que hieren los ojos, bajo ningún concepto puedo llamarle la atención sobre sus errores, pues eso, como resulta lógico, puede herir su sensibilidad, provocando su justa indignación. El principio básico de las sociedades democráticas tal y como lo expresara John Stuart Mill, precisamente que mi libertad termina donde comienza la del otro, trae como consecuencia inevitable que la creatividad de los artistas queda restringida a todo aquello que no moleste absolutamente a nadie. El arte, como nuestras declaraciones, como nuestros actos, como nuestra conciencia, como nuestras protestas, debe venir encasillado en una asepsia completa, que no saque a nadie de su zona de confort, con objeto de no interferir en su libertad absoluta para seguir el camino del rebaño. Por eso no debe haber obras de arte semejantes en un Ayuntamiento. Un Ayuntamiento sólo debe exhibir obras de arte que no ofendan a nadie, que no molesten a nadie, que recuerden constantemente lo fácil que resulta mantenerse dentro las lindes recomendadas, en definitiva, obras de arte que puedan entender hasta los niños. El arte, el arte de nuestras libérrimas sociedades, debe hacerse pensando en mentes simples, tiernas y poco formadas, todavía mejor, debe tener por objetivo último educar al público para que se asemeje tanto como resulte posible a ellas.
Por supuesto, ya no vivimos en las bárbaras sociedades del pasado, en las que cualquier obra de arte que no entrara en los cánones quedaba purificada por las llamas. Vivimos en sociedades libres, adornadas por la tolerancia, que nos convierte en el faro que ha de guiar el mundo. Por consiguiente, las obras de arte que traten de salir de las pautas marcadas, no se destruyen, se “reubican” en zonas de acceso más difícil, se las esconde con la explícita intención de que las devore algo no menos implacable que el fuego: el olvido.
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