El año pasado le envié un par de mis escritos a una serie de personas por las que sentía profundo respeto intelectual. A vueltas de correo, recibí un e-mail de Javier Echeverría comunicándome que se negaba a leerlos porque en ellos “aparecía el sello de Google” y me recordaba “que la forma importa tanto como el contenido”. El hecho de que encontrase el sello de Google en unos pdf que carecían de él me hace sospechar que su respuesta tenía mucho más que ver con los comentarios que yo le hice llegar a propósito de su libro sobre las cavernas (libro que siempre supuse que me mandó por error), que con mis escritos, mis archivos y Google. Sobre mí recae la culpa de no haberlo imaginado proclive a semejantes miserias y mucho menos a sostener la mamarrachada de que “la forma importa tanto como el contenido”. Se trata éste de un comentario comúnmente aceptado en nuestra época y que demuestra que nos hallamos en la era de la imagen. Desde el punto de vista de la imagen, por supuesto, la forma importa mucho más que el contenido. Nuestra mitología, quiero decir, nuestra cinematografía, se halla repleta de películas espectaculares por cómo se presentan las escenas y parcas hasta lo inexistente de contenido. Los más fastuosos paisajes, las más hermosas fotografías, los efectos especiales más asombrosos, sirven para encubrir guiones de parvulario, diálogos patéticos y música insonora. El contenido de las películas que pueblan nuestras pantallas cabe de sobra en los tres minutos del trailer y, de hecho, todo él puede encontrarse allí. Las dos horas restantes apenas sirven para poco más que para presentarnos la sucesión infinita de anuncios encubiertos que pueblan cualquier film.
La forma resulta fundamental en las redes sociales. Cada una de ellas puede definirse precisamente por la forma en la que presenta los contenidos o, por decirlo a la inversa, no cualquier contenido puede integrarse en cualquier red social. Las hay para fotos, las hay para caras, las hay para vídeos y las hay para palabras, por más que la competencia las haga confluir progresivamente las unas con las otras. Porque si las formas han alcanzado la misma importancia que los contenidos, entonces resulta tan importante para un libro su contenido como su maquetación, para un aforismo lo que dice como la posibilidad de caer en los límites de Twitter, para un viaje las sensaciones que nos produjo como el poder publicarse en Instagram y para una conferencia lo que en ella se expone como el que su vídeo resulte admisible por Youtube. Ahora bien, las condiciones de maquetación, las limitaciones de Twitter, de Instagram y de Youtube, no constituyen otra cosa que estándares industriales, así que quienes cacarean que la forma importa tanto como el contenido defienden a voz en grito que los estándares, la industria, el mercado, aportan tanto valor como cualquier acto creativo. El hecho de que incluso los filósofos se hayan sumado al rebaño de los adoradores de las formas, muestra bien a las claras hasta qué punto nos hemos zambullido en la época de la imagen. Quien se ha jugado la salud leyendo textos medievales corroídos por el polvo y la polilla, quien se ha quemado las pestañas tratando de descifrar los manuscritos de Leibniz, quien ha tratado de poner algo de orden en los textos nietzschianos, quien se ha tenido que enfrentar a la agotadora prosa kantiana, sabe muy bien que para ninguno de ellos la forma importó tanto como el contenido. Cierto que una letra insufrible, que una terminología periclitada, que el caos organizativo, que un estilo pobre, hace difícil que la inmensa mayoría acceda a un determinado contenido. La cuestión radica, precisamente, en que a quien de verdad va desbrozando el terreno suelen importarle bastante poco las comodidades que exigen los que vienen por detrás de él. No, a ellos no podemos pedirles formas exquisitas. Las formas constituyen el reino de quienes ya no tienen nada nuevo que añadir. Naturalmente, unas formas mínimas constituyen una cuestión de buenas maneras y nadie debe quedar eximido de ellas. Tampoco hay nada que reprocharle a quienes tienen tanto que agradecerle a la industria y al mercado que van haciéndole genuflexiones para pagar su deuda, incluso puede entenderse el asentimiento generalizado que genera el consabido truismo en su cohorte de bobbleheads. Sin embargo, yo no pertenezco ni a unos ni a otros, así que me van a permitir que disienta.
Para quienes nacimos cuando el imperio de la imagen apenas daba sus primeros pasos, todas estas paparruchadas acerca de la forma y el contenido nos rechinan. Si, efectivamente, la forma importase tanto como el contenido, la gente vería las películas pornográficas por las casas tan bonitas que aparecen en ellas. Si la forma importase tanto como el contenido los hombres preferirían los corsés a las mujeres. Si la forma importase tanto como el contenido, nadie comería chocolate derretido. Si la forma importase tanto como el contenido, nos enamoraríamos de las personas por sus perfiles de Facebook, alabaríamos la integridad moral de Charlie Sheen por los personajes que interpreta y nos hincharíamos el estómago en los restaurantes de alta cocina. Ciertamente ese día, el día en que en los textos de historia figuren los ejecutivos de las multinacionales cuidadosamente bronceados y no fakires semidesnudos como Gandhi, el día en que se aprecien más los libros publicados que los manuscritos, el día en que juzguemos a las personas por su habilidad para retocar sus fotos y no por su bondad, el día en que la gente hable por Skype con quien tiene delante, el día en que elijamos médico por las florituras de sus diplomas y las comodidades de la sala de espera de su consulta, el día en que ansiemos la carta de despido enviada en sobre con letras en relieve, ese día no se halla ya muy lejos. Pero aún ese día no dejaré de mostrarme ante vosotros envuelto en pobres harapos, harapos, eso sí, tejidos con mis propias manos.