domingo, 20 de noviembre de 2016

Valor y política.

   Sé que muy pocos estarán de acuerdo conmigo si digo que Gregg Popovich es uno de los entrenadores más sobrevalorados de la NBA. En mi opinión, los San Antonio Spurs han sido campeones cinco años a pesar de él, más que gracias a él. Arisco, cuando no arrogante con los periodistas, que, naturalmente, no entienden sus “genialidades”, aprovechó una rueda de prensa la pasada semana para lanzar una durísima proclama contra el recién elegido presidente de los EEUU e ídolo de los fabricantes de peluquines, Donald Trump. Lo que dijo no fue muy diferente de lo que dice la inmensa mayoría de americanos con dos dedos de frente y tampoco destacó de la postura nada tibia adoptada por la NBA en su conjunto, con su comisionado actual, Adam Silver y su ex-comisionado David Stern a la cabeza. Sin embargo, me llamó la atención el porqué de su invectiva, que coincide, probablemente, con los motivos que han llevado a la NBA y a otros muchos a adoptar la postura que han adoptado. “No estoy diciendo esto por una cuestión de política, se trata de una cuestión de valores”, afirmó. Cuando Ronald Reagan consiguió componer uno de los Tribunales Supremos más reaccionarios de la historia y regó de dinero a los islamistas radicales que luchaban contra la invasión soviética de Afganistán, convirtiéndolos en líderes del Islam, se trataba de una cuestión de política. Cuando George Bush hijo decidió montarse una guerrita particular para enriquecer a los amigotes, se trató de política. Ahora, sin embargo, no se trate de política, se trata de valores. ¿Por qué? ¿qué ha cambiado? ¿Es Donald Trump más fascista, más reaccionario, más retrógrado que los últimos presidentes republicanos? No dice nada que otros con anterioridad no hayan hecho y parece un requisito de su administración haber sido promovido previamente por algún presidente anterior si se quiere optar a un cargo. Por tanto, ¿qué ha cambiado? ¿acaso que Trump no disimula lo que es? 
   Trump es repugnante no por lo que piensa sino porque lo dice y lo dice públicamente y se jacta de ello. Que, como ha indicado Popovich, la cuestión haya dejado de ser política y se haya convertido en una cuestión de valores quiere decir, por consiguiente, que los valores son algo que aparecen por la televisión. Lejos de residir en el respeto a los seres humanos con independencia de su origen, en tratar a las personas como personas y no como cosas, en anteponer determinados principios a cualquier interés privado o público, el valor consiste en la actitud, en la pose, en el modo en que uno se deja atrapar por las imágenes. Trump sería nauseabundo por la imagen que proyecta. En este sentido, Trump no dejaría de ser un síntoma de una época que apesta por ella misma o, mejor dicho, el tufo hediondo que suelta el personaje no procede de su peluquín, ni de sus testículos, ni de sus negocios, procede de todos nosotros, que hemos perdido la más liviana noción de lo que representa un valor. Resulta lógico que quienes se solazan en la idea de que el valor de las cosas es la etiqueta que lleva encima con su precio, que quienes están acostumbrados a considerar que cualquier cosa que se poseen se puede vender, incluyendo la dignidad, que quienes ven como normal que la libertad del mercado exija la esclavitud de los asalariados, no hayan podido resistirse a la pesturria de macho alfa que las feromonas de Trump generan a su alrededor. Le han votado, precisamente, por una cuestión de “valores”, porque, como los partidarios del brexit o de la independencia de Cataluña, querían atención mediática, salir en películas, noticiarios y programas de televisión en general, que se hablase de ellos, vamos. “Sí, yo voté a Trump/por el brexit/por la independencia de Cataluña y me siento orgulloso de ello”, proporciona atención de las cámaras, algo que los seres humanos de nuestra era desean con más fuerza que los griegos la felicidad. Naturalmente, la mayoría de quienes así alardean de su zafiedad, son hombres. Esperan, ilusionados, que se haga realidad la promesa de su líder, ésa que lo ha catapultado a la Casa Blanca, a saber, que con poco más que cinco minutos de fama, las mujeres les dejarán agarrarlas por el coño.
   Lo cierto es que también la idea de “yo vote por la primera mujer presidenta de los EEUU”, hubiese proporcionado atención de los medios y ésa es la razón por la que estas elecciones han acabado siendo tan apuradas desde el punto del vista del número real de votos (cosa que, dicho sea de paso, resulta absolutamente irrelevante en cualquier sistema democrático que se precie de serlo). Hillary Clinton consiguió, de hecho, más votos que Donald Trump, lo cual viene a demostrar, una vez más que, en realidad, los EEUU son y ha sido siempre un país de demócratas y bastante liberal, pero ésa es otra historia.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Crítica de la razón tableteada (y 3)

   He sido demasiado ingenuo. Decía que las nuevas tecnologías condicionan deliberadamente nuestro modo de escribir. Es mentira, su objetivo no es condicionar nuestro modo de escribir, su objetivo declarado es que no escribamos. Nadie espera que lo hagamos en una tablet. El dispositivo está hecho para que tomemos imágenes o, mejor aún, para que reproduzcamos imágenes, para que continuemos la infinita cadena de su (re)transmisión sin abrir la boca o, a lo sumo, balbuceando algo. Somos libres de elegir entre unas imágenes u otras, pero no para expresar lo que pensamos acerca de ellas. Inténtelo, intente escribir algo medianamente profundo, una reflexión serena, un tratado, con el endiablado teclado en pantalla de una tablet o, aún mejor, con uno de esos teclados que proporciona Apple como funda. Descubrirá que unos y otros han sido diseñados para seres irracionales, es decir, para niños o, al menos, para quienes tengan manitas del mismo tamaño que ellos. El esfuerzo para no pulsar varias teclas a la vez, hará que cese pronto su actividad, que se rinda al predictor, sin llegar a la mitad de páginas de una Crítica de la razón pura, aunque, eso sí, teniendo ya la misma chepa que Kant. 
   Pero si Ud. pretende anular por completo la capacidad crítica, cercenar la divergencia, enmudecer los posibles discursos alternativos, existe una herramienta aún mejor, que lo consigue sin que nadie llegue siquiera a sospechar de sus intenciones manipulativas, se llama PowerPoint y no por casualidad se ha convertido en algo tan popular que cualquier imberbe lo maneja con la habilidad de un experto. El truco resulta extremadamente simple. Para empezar, se condena a la pretendida audiencia a la triste condición de los prisioneros en la caverna de Platón. Se apagan las luces para que no quede más claridad que la que emite la pantalla en la que se proyectarán las sombras, las paupérrimas copias de la realidad que los prisioneros no tendrán más remedio que aceptar como el mundo verdadero pues en la oscuridad a la que se hallan sometidos difícilmente podrán consultar ningún dato o informe que contradiga lo que ven. 
   Por supuesto, nada de argumentaciones, nada de soportar las propias ideas con datos, nada de aportar contrastaciones. “En presentaciones, cuanto menos texto y más imágenes, mejor”, aconseja Gonzalo Alvarez Marañón, “asesor y entrenador de comunicación de altos directivos y lideres empresariales”, que dirige un blog llamado “El arte de presentar” y que, con los mismos méritos, podría llamarse “El arte de no pensar”. Exponer críticamente las ideas de cierto autor “recarga las mentes de forma innecesaria”, mejor se presenta una fotografía del autor en cuestión y se comenta poco o nada de lo más tópico de sus ideas. “El arte de presentar” consiste en simplificar, pero no en simplificar para que la información compleja se haga asimilable, simplificar para que no exista información alguna que asimilar pues “la gente no quiere que le informen, quieren que le entretengan”, asevera nuestro ínclito experto. Se trata de eso, de divertir, de entretener, de pasar el rato haciendo creer que se ha aprendido algo. PowerPoint es exactamente lo contrario de un instrumento revolucionario, “debería usarse sólo para transmitir información, no para inspirar o motivar a la gente”.  Difícilmente se puede conseguir desmotivar más a las personas que leyéndoles lo que ellos ya pueden leer por sí mismos. Así se consigue un doble objetivo. Por una parte, la sobrelectura conseguirá una especie de hipnosis en la que lo leído suena a algo que “ya se había escuchado antes” (de hecho, se está escuchando en ese momento) y que, por tanto, tiene que ser verdad. Por otra parte, a fuerza de repetirlo, puede lograrse que los individuos no deseen leer a solas, acto extremadamente peligroso del que han nacido todas las subversiones. Todavía mejor, si Ud. tiene que dar cuatro conferencias en un mes, no necesita redactar cuatro textos diferentes, basta con que encuentre cuatro modos distintos de ordenar una presentación, cuatro fondos de pantalla distintos, cuatro ritmos distintos y cualquiera que haya asistido a sus cuatro ponencias jurará que Ud. trató también cuatro temas distintos. De este modo, todos los discursos se reducen al discurso único de la imagen que, como todos sabemos, consiste en el mutismo. Porque, en efecto, ¿cuántas cosas se pueden decir acerca del Guernica? Pero, ¿cuántas imágenes distintas se pueden presentar de él? Para PowerPoint, la Crítica de la razón pura es la portada de un libro, El Quijote un viejo con barbas sobre un caballo escuálido y la teoría de la relatividad un tipo canoso y mal peinado sacando la lengua. Al final gracias a las nuevas tecnologías, gracias a su sólida implantación en toda forma de transmisión del saber, nuestro espíritu ha acabado alimentándose del mismo pan con que se alimenta nuestro estómago, un pan en el que la cascarria va por una parte y la miga por otro, aunque, como ya no estamos acostumbrados a ella, la tiramos a la basura.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Crítica de la razón tableteada (2)

   Si el pan industrial nos priva del goce de los sentidos, las nuevas tecnologías nos cercenan el disfrute de las emociones. Aquellas cartas emborronadas por las lágrimas, aquellas misivas perfumadas de amor, aquellas grandiosas declamas en letras temblorosas de pasión, han dejado paso a un texto uniformado, homogeneizado, sometido a los cánones de unos tipos de letra preestablecidos. Primero perdimos el rostro de nuestro interlocutor, Whatsapp nos ha privado hasta del tono de su voz. Quien quiera expresar una emoción, quien quiera hacernos llegar algún gesto cálido, humano, tendrá que buscarlos en el catálogo de estereotipos que le permita su terminal. Todos los guiños se han convertido en el mismo guiño, todos los pulgares levantados se han convertido en el mismo pulgar, todas las sonrisas en la misma sonrisa de máquina, se nos insinúa, sin mucho disimulo, que todos los cuerpos son el mismo cuerpo, el cuerpo digitalizable, pixelable, transmisible en forma de paquetes de datos, en el que no hay lugar para la individualidad, para la singularidad y, en consecuencia, tampoco para la innovación, para la libertad. El gesto, la gestualidad  característica que nos diferencia a todos, ha dejado paso al emoticón, al estándar, al prototipo con el que nos podemos identificar pero que no nos identifica. Si las nuevas tecnologías nos hubiesen privado únicamente del rostro, ya habríamos perdido nuestra humanidad, pero no han terminado ahí nuestras pérdidas.
   Crúcese de brazos y trate de mostrar un comportamiento amigable hacia algo o alguien. Ahora trate de hacer lo contrario, abra los brazos, extienda las manos con las palmas hacia arriba y adopte un comportamiento crítico con algo o alguien. ¿Puede hacerlo? Le costará, como poco, varios ensayos. Acabo de leer After Phrenology de Michael L. Anderson y explica cómo en multitud de áreas neuronales en donde se ha “localizado” determinado comportamiento, como, por ejemplo, el verbal (el archiconocido “área de Broca”), se llevan a cabo también, muchas veces simultáneamente, otras tareas que no parecen tener que ver con las lingüísticas. Un caso típico es la activación del mapa neuronal que corresponde a los dedos de nuestras manos cuando se está contando. El “área de Broca”, tantas veces citada como ejemplo de perfecta localización cerebral de un comportamiento lingüístico, en realidad se encarga de regular diversas actividades motoras. Eso explica que el lenguaje verbal vaya acompañado de lo que se llama el lenguaje corporal, no porque todo juego del lenguaje sea una forma de vida, sino porque el recorrido por ciertas posiciones mentales se manifiesta físicamente de diferentes formas. 
   ¿Puede Ud. leer lo que aparece en la superficie de una tablet con los brazos cruzados? ¿durante cuánto tiempo? ¿utiliza Ud. varias tablets dispuestas a su alrededor para contrastar lo que figura en cada una de ellas con las demás como puede hacerse con los libros? Pues entonces, el simple hecho de leer en una tablet disminuye su capacidad crítica, haciéndole más proclive a creer cuanto en ella figura con independencia de que sea algo verdadero o no. Y esa actitud crítica, sutilmente reducida por las nuevas tecnologías, se aplica igualmente a sus propias producciones. Cuando escribíamos a mano, cuando hacíamos bocetos de nuestras obras con carboncillo, cuando teníamos que construir una maqueta para hacernos una idea de cómo iba a ser un edificio, el momento final en el que considerábamos terminado nuestro acto creativo se dilataba en el tiempo. Todavía necesitaba un penoso pasado a limpio, una corrección que podía prolongarse durante días porque en la transcripción mecanográfica de nuestros pensamientos descubríamos un error clave, un paso oscuro, una sentencia mal explicada, que necesitaba reflexión. La pestaña “enviar” acabó con todo eso. Apenas tipeado, el texto se puede mandar, como si todo acto creativo hubiese terminado en el instante mismo de su producción, como si todos nosotros fuésemos un Mozart de cuyas cabezas nacen perfectas Minervas dispuestas a iluminar el mundo. Todavía mejor, los modernos sistemas predictivos hacen incluso superflua la necesidad de concluir el proceso de escribir un texto, apenas marcadas las primeras letras ya nos atosigan con sus sugerencias para que no dilatemos más el acto de enviar y dar por concluido el proceso. Descartes fundó la filosofía moderna gracias a su retiro en Amsterdam, donde pudo reflexionar tranquilamente, alejado del bullicio y las distracciones. Kant se negó a publicar durante diez años para trabajar en torno a los problemas que siempre le habían preocupado y que acabaron cristalizando en sus escritos del período crítico. ¿Quién de nosotros puede hacer eso mientras le acecha, impaciente, la mirada del botón “enviar”? ¿Las prisas incrementan la creatividad o, por el contrario, cuando uno es presionado por la inmediatez del corto plazo tiende a engendrar cosas que no destaquen mucho para no meter demasiado la pata, dado que han sido hechas con prisas? ¿Cómo pueden, pues, incrementar nuestra creatividad las nuevas tecnologías mientras la tentación del envío inmediato acecha cualquier perspectiva innovadora? ¿Reflexionar? ¿quién se para a reflexionar cuando todo está ya dispuesto para el envío desde el mismo momento en que se inicia la redacción? “Thinking on speed” se ha convertido en la atroz exigencia que las nuevas tecnologías nos imponen. Hay que recibir inmediata información de lo que está ocurriendo, información estandarizada, clasificada, predigerida, lo más lejos posible del dato bruto, que exija una racionalización. Ésta ya ha sido hecha por la propia tecnología para que todos los que son como nosotros reciban lo mismo, puedan ver lo mismo, respondan, a toda velocidad, lo mismo y, a posteriori para que todos acabemos pensando lo mismo.

domingo, 30 de octubre de 2016

Crítica de la razón tableteada (1)

   Llevo toda mi vida comiendo pan de la misma panadería, el negocio familiar de unos vecinos de mi madre. Nada eché tanto de menos durante mis estancias en el extranjero como el pan, ese pan blanco, capaz de resistir que se lo congelase para volver a oler a pan recién echo en cuanto recuperaba la temperatura ambiente. Recuerdo la oposición de Antonio, el fundador del negocio, a instalar hornos eléctricos y los montones de leña apilados en la entrada de la panadería. Al final no tuvo más remedio que ceder, pero fue casi al final, cuando pocos hacían ya el pan a fuego de leña. Después vinieron sus peleas para obtener harina de la calidad que deseaba, sal del tipo que le gustaba, los ingredientes que consideraba imprescindibles para seguir haciendo pan como le enseñaron. Con los años múltiples tragedias asolaron la familia y ahora lleva el negocio como puede su hijo, asediado por el pan barato de los supermercados, que apenas si aguanta unas horas aparentando ser algo comestible. En ocasiones la pena lo ahoga y su pan lo nota, pero todavía conserva algo de ese sabor a pan hecho del modo tradicional y esa consistencia digna del buen amasado. Mientras tanto, en Sevilla, tan necesitada siempre de pan de calidad, han comenzado a aparecer nuevas panaderías que prometen pan artesanal, pan de pueblo, pan de masa madre... Alguna hay que ofrece de verdad un producto que incluso permite recordar el sabor del pan de siempre, pese a la perfecta homogeneidad de todas las piezas, que tan nervioso ponía a Antonio, y que delata su auténtico origen.
   En La corrosión del carácter, Richard Sennett entraba en el interior de una panadería griega de Boston para descubrir que sus empleados, eran pakistaníes, chinos y cubanos, ajenos por completo a la tradición del pan que elaboraban. Robots y hornos programables, con interfaces extremadamente parecidas al escritorio de Windows y que hoy han sido sustituidas por tablets, permitían, mediante la manipulación de variables de acuerdo con unos protocolos prefijados, elaborar un pan griego absolutamente dentro de los cánones norteamericanos del buen pan. Desde la sustitución de los hornos de leña por los hornos eléctricos hasta las modernas panaderías en las que los empleados ni siquiera necesitan lavarse las manos porque no tocan el producto, se ha producido un progreso tecnológico cuya consecuencia es un pan de sabor, peso y consistencia estandarizado, que llena el estómago pero no alimenta los sentidos, que acompaña las comidas sin añadirles nada y que sustituye el atávico placer de paladear un trozo de pan sin más condimento por algo muy parecido a la rutina de mascar un chicle que ha perdido su sabor. ¿En qué medida hemos progresado? ¿de qué modo nos ha hecho mejores la tecnología? ¿hasta qué punto la sustitución de unas máquinas por otras nos ha proporcionado una vida mejor, nos ha hecho más felices, más capaces de disfrutar,? ¿Qué papanatas podría defender que el pan por sí mismo no es importante, que lo importante es cómo se haga o, mejor aún, que el tratamiento de la masa que proporciona la tecnología le añade algo que ningún ser humano podría añadirle por los procedimientos tradicionales?
   No hablemos ahora de alimentar nuestro estómago, hablemos de alimentar nuestro espíritu. No hablemos de la masa madre, hablemos del conocimiento. No hablemos de amasar y cocer, hablemos de transmitir el saber. ¿Por qué ahora todos nosotros nos convertimos en papanatas que defienden la necesidad de utilizar las nuevas tecnologías para añadirle algo a los viejos contenidos? ¿Por qué pensamos que una tablet, que una pantalla, que un ordenador van a proporcionarnos resultados mejores que las viejas herramientas? ¿Por qué nos resulta tan obvio que las nuevas tecnologías permiten crear cosas nuevas? ¿Por qué las autoridades insisten con tanto ímpetu en la necesidad de incorporar las nuevas tecnologías a la enseñanza? ¿Para hacernos más libres, más críticos, mejores ciudadanos? ¿Desde cuando nuestras autoridades se preocupan por eso? En cuanto nos plantan un aparato enchufable a Internet delante de los ojos olvidamos el argumento que nos lleva a buscar el pan de nuestros abuelos, las alfombras que se tejían en el pueblo, el queso que se compraba a los pastores y nos lanzamos a entregarles a nuestros infantes todo tipo de artilugios novedosos convencidos de que sólo pueden salir maravillas de ellos. Sabemos que cualquier tecnología en manos irresponsables conduce a la catástrofe, sabemos que las manos de nuestros jóvenes se cuentan entre las más irresponsables de la humanidad y les entregamos la última tecnología del mercado convencidos de que vamos a contemplar... ¿maravillas?
   Dele un trozo de papel a un niño. Lo pintarraqueará, lo arrugará, hará con él un avioncito, lo convertirá en una bola que podrá encestar en la papelera, lo transformará de mil maneras que difícilmente Ud. podía haber previsto. Conocí a cierto adolescente que tenía la costumbre de coger las tizas de clase y, con un tornillo extraído de una banca, agujerearlas de lado a lado. Era un trabajo que exigía considerable precisión, pero lo más divertido era que cuando se acumulaba el polvo de tiza en el tornillo, tendía a partir la tiza, así que cada cierto tiempo, sacudía el polvo por el curioso procedimiento de tirar el tornillo al suelo para que rebotara y volviera a su mano. Recuerdo haber visto en el Museo Reina Sofía un cuadro que consistía en un lienzo en blanco desgarrado, Lucio Fontana se hizo famoso por acuchillar de diferentes formas telas rojas, verdes, rosadas... Entréguele una tablet a un niño, ¿podrá arrugarla? ¿hacer que vuele? ¿encestarla en la papelera? ¿taladrarla? ¿tirarla al suelo para que rebote? ¿Pueden los artistas que usan las nuevas tecnologías desgarrarlas, acuchillarlas, deconstruirlas de algún modo? Sólo pueden hacer lo que el marco de las aplicaciones establecidas les permite, la única libertad que tienen consiste en deambular por celdas con barrotes perfectamente fijados e inamovibles, la única creatividad que fomentan las nuevas tecnologías consiste en la creatividad sometida a los estándares de la industria, esa industria a la que todos sabemos nociva, empequeñecedora y ruin.

domingo, 23 de octubre de 2016

Cuanto peor, mejor

   La diferencia entre un estadista y un politicastro del tres al cuarto es que un estadista prefiere ser ciudadano anónimo en un país rico que presidente del gobierno en un país arruinado. Políticos de este segundo género los ha habido siempre, el problema es que en este siglo XXI sólo parece haber políticos así. Por comenzar desde lo más cercano e inmediato, la Sra. Susana Díaz es un excelente ejemplo de lo que acabo de enunciar. Llegó a la presidencia de la Junta de Andalucía por la puerta de atrás, se “legitimó” en unas elecciones europeas en las que, como viene siendo habitual, la gente votó no a favor de ella sino en contra del gobierno. Cuando hubo de dar la cara por sí misma, obtuvo los peores resultados de la historia del socialismo andaluz. En sus declaraciones mostró cierto titubeo por tan bochornosos resultados, declarando ora que la culpa la tenían los dirigentes de su partido en Madrid ora que en Andalucía habían ganado las “fuerzas progresistas”. Eso sí, inmediatamente pactó con Ciudadanos, compartiendo con los votantes de dicha formación el espejismo de que Albert Rivera lidera algo así como un partido de izquierdas o, al menos, de centro. El pacto nunca fue explicado ni a los votantes de una formación ni a los de la otra, simplemente, “era lo que tocaba” y a callar que no mandáis nada. Desde entonces la política andaluza no ha existido, ni se han aprobado leyes novedosas, ni se han hecho esos gestos grandilocuentes que tanto gustan a los políticos, ni ha ocurrido nada que merezca la pena reseñar en el parlamento autonómico. La Sra. Díaz se ha limitado a escudriñar el horario de trenes hacia su sillón en Madrid, deseo último de cualquier político andaluz que se precie. Para encontrar su oportunidad no ha dudado en socavar uno de los dogmas del PSOE al menos desde los tiempos de Suresnes, a saber, que la federación andaluza, pese a ser la más numerosa y disciplinada dentro del partido, nunca ha puesto sobre la mesa la ley de los números y ha hecho como si hubiese cierto equilibrio regional en las decisiones adoptadas. Desde el mismo momento en que asumió las riendas de dicha federación, la Sra. Díaz dejó claro su intención de utilizarla como palanca para alcanzar el poder. La propia gestora que ahora preside el partido lo pone de manifiesto. Hasta cuatro federaciones se han quedado fuera de ella, pero el PSOE-A tiene dos representantes, de hecho, el infeliz del Sr. Fernández Fernández tiene que confiarle sus espaldas nada menos que a la mano derecha de la Sra. Díaz en el parlamento andaluz, por si acaso le dan veleidades de pensar que manda algo. El está ahí para llevarse las bofetadas y, a su debido momento, ser defenestrado, precisamente, por la razón por la cual ha sido elegido para el cargo: entregarle el bastón de mando a Rajoy.
   Con el PSOE-A como ariete, la Sra. Díaz se lanzó a derribar la puerta del anterior secretario general aún a costa de conducir al partido al borde del abismo y a poner en duda la inteligencia de sus votantes. Resulta que el PSOE se obstinó en mantener su no a Don Tancredo, pese a que todo el mundo alertaba contra la catástrofe de mantener al país sin gobierno. Sin embargo, ahora que lo que peligra no es el país, sino las poltronas de los gerifaltes socialistas, a punto de sufrir el sorpasso de Podemos, ahora sí que están dispuestos a permitir que gobierne Rajoy, Donald Trump o el demonio en persona. A quienes votan socialista se les pretende hacer creer que es “un mal menor”, como si no estuviese pendiente la aprobación de un presupuesto, que Bruselas quiere que incluya sustanciales recortes, y que necesitará el favor del PSOE si no desea ver convocadas nuevas elecciones antes de la fecha elegida por la Sra. Díaz para el próximo congreso extraordinario del partido. Muy torpes habrán de ser los muchachitos de Podemos si no aprovechan la coyuntura para presentarse como la auténtica alternativa de izquierdas.
   Pero si el “cuanto peor, mejor”, se ha convertido en el emblema de las izquierdas del nuevo milenio, ¿qué decir de la derecha? El Sr. Mariano Rajoy ya ha demostrado, en activo y en funciones, su absoluta incapacidad para hacer nada, para tomar ninguna iniciativa, para encarar ningún proyecto, su absoluto talento para precipitar la catástrofe y sobrevivir a ella. Ahora, sin embargo, se ha planteado un nuevo reto, tampoco decir nada. Si la inoperancia le ha servido en bandeja la reelección, el mutismo puede hacerle entrar en los libros de historia. Que esta línea  de (in)acción haya conducido a que la situación en Cataluña se pudra hasta límites inauditos no le ha importado lo más mínimo, siempre que sirviese para apresurar su puesta de largo. Pero en este desgraciado ranking de despropósitos, sin duda, son los políticos catalanes los que se llevan la palma. Realmente me pregunto si hay alguien lo suficientemente inocente como para creer que se están arriesgando a ir a la cárcel por el bien de la nación catalana y no por el bien de sus propios bolsillos. Ciertamente, de haber alguien así, sería una demostración palpable de la terrible malignidad de la inocencia.

domingo, 16 de octubre de 2016

Una leche (2 de 2)

   El coste ecológico de un litro de leche es desproporcionado. Hay que criar una vaca durante unos años, con lo que eso supone en pienso y, sobre todo, en agua. Su digestión genera, además, gran cantidad de gases residuales tales como el metano y el óxido nitroso, de importantes efectos contaminantes. Por tanto, si se consiguiera sustituir la leche de vaca por otro tipo de leche, contribuiríamos de un modo decisivo a la reducción de costes de la industria y, lo que resulta más importante, a la reducción de los efectos contaminantes. Probemos con la soja. La soja como tal no tiene mucho que ver con la leche, pero si se la modifica genéticamente, podremos obtener proteínas que acaben por parecerse mucho en textura y sabor a la leche, hasta el punto de que habremos encontrado un sustitutivo barato de producir y sostenible ecológicamente... ¿O no? Ni que decir tiene que la soja modificada genéticamente se halla sometida a patentes, patentes que, como es natural, están en manos de los grandes consorcios alimenticios. Puedo decir lo mismo de otro modo, los beneficios de las plantaciones de soja no van a ir a los países pobres o en vías de desarrollo, más bien, por el contrario, sobre ellos van a caer todos los problemas, pues si la soja llegara a desplazar a la leche de vaca, buena parte de las zonas forestales que aún quedan en el mundo, acabarían por desaparecer debido a la demanda de suelo cultivable. Aún más, la cantidad de agua que acabaría por necesitarse para ello dejaría en ridículo la que se necesita para atender al ganado vacuno y, no lo hemos de olvidar, esta demanda de agua se produciría en países donde está lejos de ser abundante. De modo que hemos llegado al mismo punto con que concluíamos la entrada anterior, por mucho que se produzcan alimentos, sobra gente en el mundo o, para ser más exactos, sobran pobres en el mundo. A menos, claro está, que, como buenos ciudadanos con conciencia ecológica aceptemos desayunar leche de cucaracha...
   Lo cierto es que, todo este “científico” argumento tiene truco, pues el problema, el problema real, no está en las bocas que hay que alimentar, ni en la cantidad de alimento que hay que producir, el problema radica en cómo se produce ese alimento o, mejor dicho, en para qué se produce ese alimento. Porque el alimento que se produce en el mundo, desde los tiempos de Malthus, no se produce para ser consumido, se produce para ser vendido. Volvamos a la segunda frase de esta entrada y preguntemos lo que habitualmente no se pregunta: ¿contamina lo mismo una vaca europea que una de la India? La respuesta es no. La razón por la que nuestras vacas resultan tan contaminantes es porque se las alimenta con piensos compuestos muy útiles para acelerar su crecimiento y con pastos ricos en abonos nitrogenados, cosas todas ellas que causan una digestión particularmente ineficaz. Si la industria alimentaria tuviera verdadero interés por saciar las necesidades humanas y no por maximizar beneficios, nuestras vaquitas serían tan inofensivas para el medio ambiente y tan generosas dándonos leche como lo han sido siempre.
   Supongamos, no obstante, que la leche de soja o la de cucaracha fuese la solución, que pudieran proporcionar un alimento tan rico como la bovina y que ninguna de ellas tuviera efectos negativos sobre la salud humana como consecuencia de su consumo a largo plazo. ¿Habríamos acabado con el problema de la escasez de recursos? Sigamos el proceso. La leche, sea de la procedencia que sea, se fabrica, se le añaden los conservantes y colorantes necesarios, se envasa... y se le coloca una fecha de caducidad muy por debajo del máximo que la conservarán apta para el consumo humano los muy tóxicos conservantes que se les ha añadido. A continuación, los productos así etiquetados llegan a los supermercados, donde, una vez más, para aumentar las ventas, serán sometidos a agresivas campañas de 2x1 o, todavía mejor, al “maxitamaño” que genera un “maxiahorro”. Presionado hasta lo indecible, el consumidor particular, es decir, Ud. o yo, acabamos comprando cantidades que difícilmente podremos consumir antes del breve plazo que nos impone la fecha de caducidad con que ha sido etiquetado. Y así llegamos a la verdad de Malthus, a la verdad de “la escasez de alimentos que amenaza a la humanidad”, a la razón última de por qué sobran tantos pobres en este mundo: la mitad de la comida que se produce se tira a la basura. La tiran los supermercados, la tiran los restaurantes, la tiran los hospitales y los cuarteles, pero, sobre todo, la tiramos Ud. y yo, porque se nos ha birlado, deliberadamente, cualquier criterio de racionalización de nuestras compras. El problema no está, pues, en el progreso “aritmético” o “geométrico”, el problema no está en lo que la técnica pueda hacer o dejar de hacer por nosotros, el problema es que al sistema capitalista le importa un comino que nos alimentemos o no, lo único que le interesa es que compremos. Y si compramos para tirar a la basura, mucho mejor. Tiramos la comida porque está erróneamente etiquetada, porque hay que demostrar la propia opulencia sirviendo más comida de la que cualquiera puede comer o porque no se corresponde a la imagen idealizada que tenemos de lo que debe ser una lechuga, una manzana o un pollo y que, en verdad, nos hace compararlas con la lechuga, la manzana o el pollo de plástico que sale en los anuncios pero no con lo que podía verse en la granja de nuestros abuelos. Tiramos la comida, insisto, porque existe una presión disimulada pero extremadamente eficaz, para que nuestros frigoríficos se vacíen antes de lo que conseguirían hacerlo nuestras necesidades alimenticias. Tiramos la comida, en definitiva, porque es la única manera de que compremos más de lo que necesitamos, o dicho de otro modo, porque es la única manera de que haya gente que pase hambre en el mundo. 

domingo, 9 de octubre de 2016

Una leche (1 de 2)

   Thomas Robert Malthus publicó su Essay on the Principle of Population en 1798. En él afirmaba que el crecimiento sin control de una población se produce en progresión geométrica, mientras que la producción de alimentos sólo puede aumentar aritméticamente, por lo que, más pronto que tarde, se llega a un límite en el que los alimentos escasean, anulando cualquier progreso conseguido anteriormente. El Essay estaba dirigido contra el núcleo mismo de los ideales ilustrados y, más en concreto, contra la “ley de pobres” aprobada por aquella época en Inglaterra, que trataba de proteger a los más desfavorecidos del alza de precios originado ya en las primeras etapas de la revolución industrial. Ayudar a los pobres era para Malthus un disparate, quienes no hubiesen conseguido subirse al carro de las clases medias merecía la muerte, pues cualquier migaja que se le arrojase la aprovecharía para engendrar más hijos, pobres como sus progenitores, multiplicando el problema en lugar de disminuirlo. Naturalmente, la sutileza de que cualquier ayuda proporcionada a los pobres es, en realidad, una inyección de liquidez a las empresas productoras por parte del Estado, se hallaba más allá de las entendederas de Malthus, para quien el mercado debía ser libre y los hombres emprendedores o sobrantes. 
   Como casi todos los libros que han cambiado la mentalidad europea, en el de Malthus escasean los datos y aun los argumentos y cuando unos u otros aparecen bordean el ridículo, hasta el punto de que los ejemplos que aporta de crecimiento de la población proceden, casi indefectiblemente, de situaciones históricas en que las fuentes de alimentación eran virtualmente ilimitadas. No obstante, su influencia ha sobrepasado lo estimable, contaminando todo tipo de pensamientos a izquierda y derecha. Se lo suele citar como una desafortunada influencia en Darwin, cuando Darwin, con la genialidad que le caracterizaba, supo ver que la teoría de Malthus era aplicable únicamente allí donde la cultura no actúa, esto es, a los animales y a etapas de la evolución humana en que ni la técnica, ni el cultivo, tenían un peso suficiente para influir en la producción, la procreación o el consumo. Mucho más desafortunada fue no la influencia sino la crítica que originó en Marx. En uno de sus arrebatos ilustrados, Marx consideró que el progreso técnico daría con el modo de esquivar las predicciones malthusianas, sobre cuya exactitud, por supuesto, no dudaba, como tampoco dudaron los ecologistas que las esgrimieron para alertar de la hecatombe a la que nos aproximábamos. De hecho, las tesis de Malthus han calado profundamente en nuestra manera de entender las cosas y todos asumimos, más o menos, que los alimentos son escasos y que o bien se los arrebatamos a los demás del plato o bien nos unimos a la lista de los que, como Malthus decía, “sobran”. Aún mejor, nadie duda de que buena parte de los problemas de los países subdesarrollados se acabarían “si tuvieran menos hijos”, bonito eslogan que soslaya el hecho de que para criar cualquiera de nuestros escasos vástagos europeos se necesita diez veces los recursos que consume un niño africano. Dicho de otro modo, somos nosotros, los europeos que hemos asumido la inevitabilidad de las familias monofiliales, los que tenemos demasiados niños.
   Pues bien, tomemos los disparates malthusianos y, sin someterlos al menor análisis crítico, solucionémoslos mediante el método de Marx, ¿cuál será el depurado producto de semejante proceder? ¿qué nombre podríamos ponerle? ¿leche de cucarachas tal vez? En contra de lo que nos enseñaron en la escuela, existen insectos vivíparos, por ejemplo, la Diploptera Punctata, una cucaracha asiática que cuida de sus crías y les suministra un líquido rico en proteínas, grasas, azúcares y con todos los aminoácidos esenciales, como no podía ser menos. Un grupo de investigadores indios ha propuesto, no ordeñar a las cucarachas, que podría resultar complicado, sino extraer la forma cristalina de esta sustancia que queda en el tracto digestivo de sus larvas y encontrar un modo de sintetizarlo. Como digo, se trata, simplemente, de una posibilidad, los insectos, en general, están siendo estudiados como una fuente de proteínas mucho más barata de producir y algunos no dudan en considerarlos la fuente alimenticia del futuro, dada la consabida “escasez de alimentos” a la que estamos abocados. ¿Que la leche de cucaracha le da asco? ¿que se niega a sustituir su filete por un buen plato de grillos? ¿que no quiere reemplazar las palomitas con mantequilla por una bolsa de hormigas fritas? Bueno, no pasa nada, simplemente, hágase a la idea de que una parte de la humanidad está de sobra. Pero tranquilícese, Ud. está en la otra parte, en la protegida por modernísimos ejércitos, por vallas con alambres de púas, por sensores de movimiento, que impedirán que los pobres le roben la comida de su plato.