El coste ecológico de un litro de leche es desproporcionado. Hay que criar una vaca durante unos años, con lo que eso supone en pienso y, sobre todo, en agua. Su digestión genera, además, gran cantidad de gases residuales tales como el metano y el óxido nitroso, de importantes efectos contaminantes. Por tanto, si se consiguiera sustituir la leche de vaca por otro tipo de leche, contribuiríamos de un modo decisivo a la reducción de costes de la industria y, lo que resulta más importante, a la reducción de los efectos contaminantes. Probemos con la soja. La soja como tal no tiene mucho que ver con la leche, pero si se la modifica genéticamente, podremos obtener proteínas que acaben por parecerse mucho en textura y sabor a la leche, hasta el punto de que habremos encontrado un sustitutivo barato de producir y sostenible ecológicamente... ¿O no? Ni que decir tiene que la soja modificada genéticamente se halla sometida a patentes, patentes que, como es natural, están en manos de los grandes consorcios alimenticios. Puedo decir lo mismo de otro modo, los beneficios de las plantaciones de soja no van a ir a los países pobres o en vías de desarrollo, más bien, por el contrario, sobre ellos van a caer todos los problemas, pues si la soja llegara a desplazar a la leche de vaca, buena parte de las zonas forestales que aún quedan en el mundo, acabarían por desaparecer debido a la demanda de suelo cultivable. Aún más, la cantidad de agua que acabaría por necesitarse para ello dejaría en ridículo la que se necesita para atender al ganado vacuno y, no lo hemos de olvidar, esta demanda de agua se produciría en países donde está lejos de ser abundante. De modo que hemos llegado al mismo punto con que concluíamos la entrada anterior, por mucho que se produzcan alimentos, sobra gente en el mundo o, para ser más exactos, sobran pobres en el mundo. A menos, claro está, que, como buenos ciudadanos con conciencia ecológica aceptemos desayunar leche de cucaracha...
Lo cierto es que, todo este “científico” argumento tiene truco, pues el problema, el problema real, no está en las bocas que hay que alimentar, ni en la cantidad de alimento que hay que producir, el problema radica en cómo se produce ese alimento o, mejor dicho, en para qué se produce ese alimento. Porque el alimento que se produce en el mundo, desde los tiempos de Malthus, no se produce para ser consumido, se produce para ser vendido. Volvamos a la segunda frase de esta entrada y preguntemos lo que habitualmente no se pregunta: ¿contamina lo mismo una vaca europea que una de la India? La respuesta es no. La razón por la que nuestras vacas resultan tan contaminantes es porque se las alimenta con piensos compuestos muy útiles para acelerar su crecimiento y con pastos ricos en abonos nitrogenados, cosas todas ellas que causan una digestión particularmente ineficaz. Si la industria alimentaria tuviera verdadero interés por saciar las necesidades humanas y no por maximizar beneficios, nuestras vaquitas serían tan inofensivas para el medio ambiente y tan generosas dándonos leche como lo han sido siempre.
Supongamos, no obstante, que la leche de soja o la de cucaracha fuese la solución, que pudieran proporcionar un alimento tan rico como la bovina y que ninguna de ellas tuviera efectos negativos sobre la salud humana como consecuencia de su consumo a largo plazo. ¿Habríamos acabado con el problema de la escasez de recursos? Sigamos el proceso. La leche, sea de la procedencia que sea, se fabrica, se le añaden los conservantes y colorantes necesarios, se envasa... y se le coloca una fecha de caducidad muy por debajo del máximo que la conservarán apta para el consumo humano los muy tóxicos conservantes que se les ha añadido. A continuación, los productos así etiquetados llegan a los supermercados, donde, una vez más, para aumentar las ventas, serán sometidos a agresivas campañas de 2x1 o, todavía mejor, al “maxitamaño” que genera un “maxiahorro”. Presionado hasta lo indecible, el consumidor particular, es decir, Ud. o yo, acabamos comprando cantidades que difícilmente podremos consumir antes del breve plazo que nos impone la fecha de caducidad con que ha sido etiquetado. Y así llegamos a la verdad de Malthus, a la verdad de “la escasez de alimentos que amenaza a la humanidad”, a la razón última de por qué sobran tantos pobres en este mundo: la mitad de la comida que se produce se tira a la basura. La tiran los supermercados, la tiran los restaurantes, la tiran los hospitales y los cuarteles, pero, sobre todo, la tiramos Ud. y yo, porque se nos ha birlado, deliberadamente, cualquier criterio de racionalización de nuestras compras. El problema no está, pues, en el progreso “aritmético” o “geométrico”, el problema no está en lo que la técnica pueda hacer o dejar de hacer por nosotros, el problema es que al sistema capitalista le importa un comino que nos alimentemos o no, lo único que le interesa es que compremos. Y si compramos para tirar a la basura, mucho mejor. Tiramos la comida porque está erróneamente etiquetada, porque hay que demostrar la propia opulencia sirviendo más comida de la que cualquiera puede comer o porque no se corresponde a la imagen idealizada que tenemos de lo que debe ser una lechuga, una manzana o un pollo y que, en verdad, nos hace compararlas con la lechuga, la manzana o el pollo de plástico que sale en los anuncios pero no con lo que podía verse en la granja de nuestros abuelos. Tiramos la comida, insisto, porque existe una presión disimulada pero extremadamente eficaz, para que nuestros frigoríficos se vacíen antes de lo que conseguirían hacerlo nuestras necesidades alimenticias. Tiramos la comida, en definitiva, porque es la única manera de que compremos más de lo que necesitamos, o dicho de otro modo, porque es la única manera de que haya gente que pase hambre en el mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario