Si el pan industrial nos priva del goce de los sentidos, las nuevas tecnologías nos cercenan el disfrute de las emociones. Aquellas cartas emborronadas por las lágrimas, aquellas misivas perfumadas de amor, aquellas grandiosas declamas en letras temblorosas de pasión, han dejado paso a un texto uniformado, homogeneizado, sometido a los cánones de unos tipos de letra preestablecidos. Primero perdimos el rostro de nuestro interlocutor, Whatsapp nos ha privado hasta del tono de su voz. Quien quiera expresar una emoción, quien quiera hacernos llegar algún gesto cálido, humano, tendrá que buscarlos en el catálogo de estereotipos que le permita su terminal. Todos los guiños se han convertido en el mismo guiño, todos los pulgares levantados se han convertido en el mismo pulgar, todas las sonrisas en la misma sonrisa de máquina, se nos insinúa, sin mucho disimulo, que todos los cuerpos son el mismo cuerpo, el cuerpo digitalizable, pixelable, transmisible en forma de paquetes de datos, en el que no hay lugar para la individualidad, para la singularidad y, en consecuencia, tampoco para la innovación, para la libertad. El gesto, la gestualidad característica que nos diferencia a todos, ha dejado paso al emoticón, al estándar, al prototipo con el que nos podemos identificar pero que no nos identifica. Si las nuevas tecnologías nos hubiesen privado únicamente del rostro, ya habríamos perdido nuestra humanidad, pero no han terminado ahí nuestras pérdidas.
Crúcese de brazos y trate de mostrar un comportamiento amigable hacia algo o alguien. Ahora trate de hacer lo contrario, abra los brazos, extienda las manos con las palmas hacia arriba y adopte un comportamiento crítico con algo o alguien. ¿Puede hacerlo? Le costará, como poco, varios ensayos. Acabo de leer After Phrenology de Michael L. Anderson y explica cómo en multitud de áreas neuronales en donde se ha “localizado” determinado comportamiento, como, por ejemplo, el verbal (el archiconocido “área de Broca”), se llevan a cabo también, muchas veces simultáneamente, otras tareas que no parecen tener que ver con las lingüísticas. Un caso típico es la activación del mapa neuronal que corresponde a los dedos de nuestras manos cuando se está contando. El “área de Broca”, tantas veces citada como ejemplo de perfecta localización cerebral de un comportamiento lingüístico, en realidad se encarga de regular diversas actividades motoras. Eso explica que el lenguaje verbal vaya acompañado de lo que se llama el lenguaje corporal, no porque todo juego del lenguaje sea una forma de vida, sino porque el recorrido por ciertas posiciones mentales se manifiesta físicamente de diferentes formas.
¿Puede Ud. leer lo que aparece en la superficie de una tablet con los brazos cruzados? ¿durante cuánto tiempo? ¿utiliza Ud. varias tablets dispuestas a su alrededor para contrastar lo que figura en cada una de ellas con las demás como puede hacerse con los libros? Pues entonces, el simple hecho de leer en una tablet disminuye su capacidad crítica, haciéndole más proclive a creer cuanto en ella figura con independencia de que sea algo verdadero o no. Y esa actitud crítica, sutilmente reducida por las nuevas tecnologías, se aplica igualmente a sus propias producciones. Cuando escribíamos a mano, cuando hacíamos bocetos de nuestras obras con carboncillo, cuando teníamos que construir una maqueta para hacernos una idea de cómo iba a ser un edificio, el momento final en el que considerábamos terminado nuestro acto creativo se dilataba en el tiempo. Todavía necesitaba un penoso pasado a limpio, una corrección que podía prolongarse durante días porque en la transcripción mecanográfica de nuestros pensamientos descubríamos un error clave, un paso oscuro, una sentencia mal explicada, que necesitaba reflexión. La pestaña “enviar” acabó con todo eso. Apenas tipeado, el texto se puede mandar, como si todo acto creativo hubiese terminado en el instante mismo de su producción, como si todos nosotros fuésemos un Mozart de cuyas cabezas nacen perfectas Minervas dispuestas a iluminar el mundo. Todavía mejor, los modernos sistemas predictivos hacen incluso superflua la necesidad de concluir el proceso de escribir un texto, apenas marcadas las primeras letras ya nos atosigan con sus sugerencias para que no dilatemos más el acto de enviar y dar por concluido el proceso. Descartes fundó la filosofía moderna gracias a su retiro en Amsterdam, donde pudo reflexionar tranquilamente, alejado del bullicio y las distracciones. Kant se negó a publicar durante diez años para trabajar en torno a los problemas que siempre le habían preocupado y que acabaron cristalizando en sus escritos del período crítico. ¿Quién de nosotros puede hacer eso mientras le acecha, impaciente, la mirada del botón “enviar”? ¿Las prisas incrementan la creatividad o, por el contrario, cuando uno es presionado por la inmediatez del corto plazo tiende a engendrar cosas que no destaquen mucho para no meter demasiado la pata, dado que han sido hechas con prisas? ¿Cómo pueden, pues, incrementar nuestra creatividad las nuevas tecnologías mientras la tentación del envío inmediato acecha cualquier perspectiva innovadora? ¿Reflexionar? ¿quién se para a reflexionar cuando todo está ya dispuesto para el envío desde el mismo momento en que se inicia la redacción? “Thinking on speed” se ha convertido en la atroz exigencia que las nuevas tecnologías nos imponen. Hay que recibir inmediata información de lo que está ocurriendo, información estandarizada, clasificada, predigerida, lo más lejos posible del dato bruto, que exija una racionalización. Ésta ya ha sido hecha por la propia tecnología para que todos los que son como nosotros reciban lo mismo, puedan ver lo mismo, respondan, a toda velocidad, lo mismo y, a posteriori para que todos acabemos pensando lo mismo.
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