Tras la muerte de Sócrates, Platón emprendió un viaje, poco menos que iniciático, que, en su primera etapa, le llevó a Egipto. Desgraciadamente es poco lo que sabemos de la estancia de Platón en Egipto, qué templos visitó y a qué nivel doctrinal se le permitió acceder, aunque su identificación del sol con el bien nos permite intuir que semejante visita (si es que se llegó a producir) causó un profundo impacto en el joven Platón. No menos impactante fue la segunda estancia de dicho viaje, la Magna Grecia. Dos ciudades destacan de esta etapa. La primera fue Tarento, aristocracia de raigambre pitagórica, cuyo tipo de gobierno y, probablemente, la numerología en que se basaba, también será recordada por Platón en su República. Menos trascendencia pareció tener en aquel momento, la otra ciudad visitada por Platón, Siracusa.
Siracusa era una tiranía ejercida por Dionisio el Viejo. Había inaugurado su mandato liberando a toda Sicilia de los bárbaros, lo cual hizo de él un político temido y respetado que llegó a tener en sus manos la unificación de la isla. Su desastrosa gestión posterior, acabó haciéndola imposible. La propia Siracusa, en tiempos de la visita de Platón, languidecía mientras sus habitantes se dedicaban, según testimonia Platón, a atiborrarse de comida un par de veces al día y a procurarse un compañero/a de lecho. En este ambiente de decadencia, sin embargo, Platón encontró un alma pura, el joven Dión, emparentado con el tirano, sobre el que sus enseñanzas ejercieron un poderoso influjo, hasta el punto de que dedicó el resto de su vida a lograr que su ciudad fuese gobernada no por una persona concreta, sino por leyes excelentes. La muerte de Dionisio el viejo pareció marcar el momento oportuno para ello. Dión, qua aprendió mucho de las doctrinas de Platón pero poco de la naturaleza humana, creyó ver en su hijo y sucesor, Dionisio el joven, al gobernante ansioso de sabiduría que podría conducir a su ciudad a un gobierno justo.
En su carta VII, Platón nos cuenta cómo recibió invitaciones por parte de Dión y del propio Dionisio, para ir a Siracusa y contribuir a instaurar un gobierno henchido de filosofía. Aquí es preciso hacer algunas referencias cronológicas. Estamos en torno al 389-386 a. de C. Platón tiene alrededor de 40 años y ha comenzado a escribir diálogos en los que resulta claro que, si bien sigue hablando por boca de Sócrates, las doctrinas que éste expone no corresponden al Sócrates histórico, sino al propio Platón. No obstante, la carta VII, en la que se nos narran todos estos acontecimientos es muy posterior, en torno al 360 a. de C. Quien habla a través de ella es ya un Platón anciano, que recuerda los acontecimientos a la luz de su desenlace final. Este Platón anciano ha contado en La República y Las leyes, sus ideas políticas, pero cuando encontró a Dión, no había publicado todavía nada al respecto que sepamos. En la época en que recibe la invitación para ir a Siracusa, Platón es, por tanto, un filósofo conocido y reputado, que aún no ha dado lo mejor de sí y cuyas ideas políticas deben conocerse entre sus coétaneos por sus palabras, no por sus escritos. Es a este filósofo, joven y con una reputación por hacer, al que se le ofrece la oportunidad de crear un Estado preñado de su filosofía. Si triunfa, su fama como político impulsará y, probablemente, sobrepasará a su fama como filósofo. Si fracasa, es lógico que Platón temiese que su nombre quedara irremediablemente ligado a todas las miserias políticas que iban a producirse, manchando y arruinando cualquier grandeza que pudiera hallarse en su filosofía. Este dilema platónico puede formularse de un modo más general y de terrible actualidad en España: ¿debe el filósofo participar en política arriesgándose a que todo su esfuerzo teórico quede embarrado por las miserias de la ambición humana o acaso debe restringirse a su labor crítica con la realidad, arriesgándose a que tomen su necesario distanciamiento por cobarde refugio en una torre de marfil?