La dialéctica tiene un origen mítico en Platón, que la hizo ocupar la posición de ciencia suprema, encargada de tratar con las ideas o, quizás, en Sócrates y su perseverante manía de establecer conversación con todos los que iba encontrando a su paso. Kant la recuperó en su sentido original platónico y puede que Fichte la convirtiera en el método propio de la filosofía, pero corresponde a Hegel el haber hecho de ella la piqueta con la que desmontar el principio de no contradicción. Decía Hegel que a toda posición le sucede una oposición y que, de la confrontación de ambas, surge la síntesis, una forma superior que integra y a la vez supera la oposición previa. En un ejemplo que debería haber alertado a muchos, al ser se lo hacía referirse inevitablemente a la nada, la cual no quedaba descrita más que por su contraposición al ser y esta referencia mutua se hacía coincidir con el movimiento, tránsito del ser al no-ser o viceversa. Un ejemplo destinado al éxito aparece en las páginas de la Fenomenología del Espíritu, en las que se describe la dialéctica del señor y el esclavo, presentación depurada de la imagen romántica de la Edad Media, con sus duelos medievales, en los que los caballeros competían por, digamos, su derecho a atravesar un puente. Cada uno de los caballeros hallaba su identidad, precisamente, en la negación del otro. El motivo real del duelo no consistía, en pasar o no el puente. El motivo real del duelo radicaba en obtener el reconocimiento del otro, anulando la negación de sí mismo que suponía. Ahora bien, una vez que le vencía, automáticamente dejaba de tener el carácter de señor para convertirse en vasallo de su vencedor. Como vasallo, el caballero triunfante ya no podía obtener reconocimiento de él, pues no lo identificaba como su igual. De aquí que continuase su peregrinar en busca de otro puente, de otro camino, de otro castillo, defendido por un señor. Esta dialéctica, que sigue funcionando en toda forma de sacrificio, despertó a Marx, pues, al fin y al cabo, el trabajo constituye una forma de esclavitud temporal, como decía Aristóteles. Marx hizo de la dialéctica el motor de la realidad y pensó que, a sus lomos, el proletariado acabaría dominando el mundo (productivo). Afortunadamente, no contaminó con ella lo más salvable de sus planteamientos.
Si ahora abandonamos los orígenes míticos y elegimos, arbitrariamente, los textos de Descartes como el lugar en el que aflora la época de la representación, podremos observar cómo ya hay en ellos la necesaria referencia de toda representación a un otro, a algo que queda fuera y respecto de lo cual se define, precisamente, por negar su identificación con ello. Las ideas de Descartes, constituyen representaciones de un mundo con el que no podemos tratar directamente y eso, el hallarse en lugar del mundo, las define. La negación, la oposición, ese “ser” que se refiere necesariamente a algo que no “es”, no conforma un carácter de la realidad, ni del mundo, sino de las representaciones. No hay representación posible sin esa relación respecto de un exterior que esencialmente resulta negado. No podemos identificar a los representantes del pueblo con el pueblo, ni al representante de un deportista con el deportista, ni al cuadro con el modelo, ni a la puesta en escena de la obra de teatro con la obra de teatro. Y, sin embargo, todos ellos se hallan en el lugar de aquello que dicen representar. Aquí aparece la naturaleza dual de la representación. Por un lado no habría nada en ella sin esa referencia a algo exterior. Por otro, la representación sustituye, niega ese exterior al que necesariamente se tiene que referir. La dialéctica resulta, por tanto, pura expresión del carácter negativo de la representación, de la exclusión a la que lleva toda representación. Fuera del marco representativo, carece de valor. Y eso precisamente, constituye el rasgo distintivo de nuestra época. Ya no vivimos en la era de la representación, sino en una nueva era en la que domina un género específico de esas representaciones, las imágenes.
Las imágenes, como cualquier representación, se hallan en lugar de aquello de lo cual constituyen una imagen. Pero, a diferencia de las representaciones, no se definen por negar aquello de lo cual provienen, bien al contrario, se comportan como si aquello de lo cual provienen no tuviera otra realidad más que la presente en ellas. Para nosotros las imágenes resultan indiferenciables del “ser”. Identificamos a una persona por su fotografía, a una empresa por su imagen corporativa, a un hecho con un gráfico, a un adulterio con una grabación y a Cleopatra con Liz Taylor. Existe de nosotros lo que de nosotros aparece en Facebook, en Instragram, en las fotografías de nuestras vacaciones, en los vídeos de nuestros hijos, en las imágenes que tomamos de nuestro cuerpo, vestido o no. Ahora bien, no hay negación en las imágenes, ninguna imagen puede decirse la negación de otra, ninguna imagen viene a contraponerse a otra, sino, todo lo más, a complementarla. La dialéctica, que tan bien se las apañaba con las representaciones, no sirve en el mundo de la imagen. El “ser” de la imagen no puede referirse a la nada, porque entonces, la imagen tendría que reconocer la existencia de algo más allá de ella y ya no podría presentarse como “la realidad”, sino como simple copia. El “ser” de la imagen excluye la nada al rango de lo inexistente, pues sólo existe lo que se emite y retransmite, quiero decir, salta directamente al movimiento. Ahora los señores se embarran en duelos de imágenes proyectadas como torrentes a través de los medios de comunicación que dominan y de los que, sin perder su carácter de amos, ambos salen esclavizados por una imagen en la que nadie puede montarse, como ha ocurrido con Jeff Bezos y Mohamed Bin Salmán. No puede extrañarnos, por tanto, que muchos hablen de esta época como de tiempos “líquidos”, “híbridos”, “confusos”, como los tiempos, en definitiva, en los que las representaciones que utilizaban como conceptos dejaron de valer.