Resulta desternillante ver el modo en que Hollywood se narra a sí mismo la historia de su lucha “por la libertad de expresión” contra MacCarthy y sus secuaces. Estos relatos mitológicos del enfrentamiento entre la luz y la oscuridad, siempre cuentan lo mismo, los implacables censores triunfan hasta que, de buenas a primera y sin que se nos explique por qué, quienes los apoyaban comienzan a rechazarlos. Hollywood vio con buenos ojos la defenestración de sus hijos más levantiscos hasta que la televisión penetró en los hogares estadounidenses. Cuando su poder se volvió patente en la recaudación de las salas de cine, echó mano de los mismos mecanismos que había empleado en la crisis del 29 y decidió que, para la nueva cruzada, necesitaba de todos y cada uno de sus sirvientes, incluyendo los de veleidades “comunistas”. La rehabilitación de quienes se vieron incluidos en la lista negra se produjo a la vez que el archivo del código Hays y una sucesión de producciones más y más transgresoras. ¡Hasta se le hizo un homenaje a Freaks! El número de reglas rotas cada año por las producciones de la industria sigue exactamente el número de nuevos televisores vendidos. Llegó un momento en que casi podía leerse el eslogan “todo lo que no verá en su casa” en la promoción de las nuevas películas. No se trató solo del sexo, de la violencia, de la crítica a las leyes, al gobierno y a los políticos, de la hagiografía de mafiosos y criminales, la propia estructura, las propias convenciones de los géneros y los estilos narrativos se rompieron para tratar a los espectadores como esos adultos a los que la televisión, característicamente un entretenimiento “familiar”, les negaba cualquier madurez. Esos “especialistas” de cine que menudean por Internet y que califican a Tenet como una película “difícil de entender”, deberían explicar qué pasa y por qué en Point Blank, rodada por John Boorman en 1967. Y a quienes incluyen a Irreversible entre las películas más “difíciles de ver”, había que atarlo a un asiento para presenciar Cruising, rodada en 1980. El catálogo de películas “de la industria” que rompieron todos los límites entre Point Blank y Cruising incluye algunos de los grandes hitos de la historia del cine que todos conocemos, pero merece la pena detenerse en esta última por múltiples motivos.
No conozco a nadie, con independencia de su orientación sexual, que haya podido ver esta película sin sentirse extremadamente incómodo. El propio Al Pacino, uno de los pocos heterosexuales en el reparto, parece tan fuera de lugar durante todo el minutaje como el policía que encarna. Al director, William Friedkin, no se le ocurrió mejor cosa que codearse con la mafia para tener acceso a algunos de los clubes homosexuales de prácticas extremas de California. De ellos sacó a numerosos extras que, según cuenta la leyenda, obedecían instantáneamente la orden de “acción” pero hacían caso omiso de la de “corten”. Los “progres tolerantes”, a los que en otra época se hubiese descrito más certeramente con el despreciativo epíteto de “reformistas”, se retuercen en sus asientos conforme al personaje de Al Pacino se le van añadiendo toques más y más siniestros… hasta que llega el final. Por supuesto, la película, como la gran mayoría de las que se rodaron a partir de los 50, no resuelve nada y deja al espectador con una enorme desazón y ganas de ducharse. Lo más fácil resulta calificar a este, el film en cuyo reparto figuran más homosexuales de la historia del cine, de “homófobo”. De ese modo, se lo rechaza, las conciencias quedan tranquilas y todos podemos irnos a dormir. En realidad, su carga explosiva radica en otro punto, en la inquietante pregunta que nos lanza en cada escena, la de si eso que llamamos “natural” no tiene un carácter social, la de hasta qué punto todo lo que consideramos “propio” no constituye más que una apropiación de lo ajeno, en definitiva, la pregunta de qué hay en nosotros de “auténtico”.
Cruising cerró una época, la época que hemos narrado en esta entrada y que abarca toda la lucha de la industria del cine contra la televisión. En 1983 la nueva versión de Scarface anunció lo que se avecinaba, pasando de puntillas por la relación incestuosa de la original y convirtiendo al superhombre nietzscheano rodado por Howard Hawks, que jugaba como un niño con la vida y con las convenciones culturales, en un yonqui desgraciado, con un problema de control de las emociones. Hollywood había reparado en su error. La televisión no se oponía a su modelo de hacer negocio, sino a sus canales de distribución. Los tiempos en los que el cine se veía en salas diseñadas para ello habían tocado a su fin, pero eso no tenía por qué afectar a lo que la industria hacía, sino, simplemente, a quién vendía sus productos. La televisión, el subsiguiente vídeo y, con posterioridad, las cadenas de streaming, comprendió al fin Hollywood, se habían convertido en sus clientes preferenciales y no quienes pagaban una entrada para un pase multitudinario. A partir de los años 80 el cine no se hizo por referencia directa a los espectadores. La cuestión no consistía en cómo sacar a los clientes de sus casas para ir a las salas de cine, la cuestión consistía en cómo vender el producto a aquellos encargados de llevarlo a las casas de los espectadores. El código Hays, la censura, la propia ñoñería de la calificación por edades, palidecen ante los criterios mercantiles de cualquier cadena de televisión, de cine de pago o de empresa patrocinadora de las producciones. Y estos criterios mercantiles velan por lo “políticamente correcto” hasta un punto en que los más ultramontanos censores no pudieron ni soñar. Habrá el sexo justo para parecer moderno, la violencia exacta para que nadie pregunte por su justificación, la crítica imprescindible para que todo el mundo crea que las injusticias se resolverán votando a quien resulta conveniente para los políticos de turno y, por encima de todo, al espectador se le darán historias en papilla, masticadas, predigeridas y ya narradas en los tráileres, para evitar que cualquiera de ellos acabe pensando algo. Entre medias, envueltas en migajones de corrección política, ruedas de molino de publicidad encubierta. Cruising, Point Blank, Freaks, Employees’ Entrance, Red-Headed Woman, Baby Face, etc. atentan contra la mediocridad moral de nuestra era con mayor ferocidad que lo hicieron contra la existente un siglo atrás. En estos tiempos en los que el brillo de nuestras pantallas ilumina la oscuridad de nuestras vidas, en estos tiempos en los que cada cual dice lo que quiere porque nadie dice algo diferente, en estos tiempos en los que podemos elegir lo que nos venga en gana (de entre los productos del mercado), la luz que nuestro mundo lanza al universo no basta para llenar las inmensas tinieblas de la época que nos ha tocado vivir.
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