Hace unos años, mi amigo Joaquín García Cruz, profesor de la Universidad Pablo de Olavide, me invitó a una conferencia sobre imagen corporativa que iba a dar cierto catedrático de la Universidad de Sevilla. Aprendí bastante y, además, me resultó muy amena, pero todo cuanto dijo el ponente radicaba en un supuesto, supuesto que comparten todos los que trabajan en este sector, a saber, que las empresas tienen en sus manos forjarse, transformar y administrar su imagen. Obviamente, quien pretenda ganarse las habichuelas con la imagen corporativa y reconozca que, probablemente, el margen de maniobra de las empresas con su imagen resulta más bien estrecho, tiene menos futuro que una persona inteligente en VOX. Por otra parte, existe cierta confluencia de intereses que lleva a fabricar una especie de apoyo a semejante supuesto. Se puede citar, por ejemplo, el derecho a la propia imagen, que crea la ficción de que poseemos algo así como unas imágenes sobre las que tenemos uso exclusivo y que a todos los efectos podemos considerar privadas. Si ahora identificamos cada una de esas imágenes con un signo, tendremos ya un lenguaje privado, como el que Wittgenstein declaraba imposible, sancionado por la ley. Pero me he alejado del tema. La cuestión radica en que si hubo una época en que semejante derecho podía considerarse garante de algo, dicha época pasó hace tiempo cuando las cámaras y demás dispositivos de registro de imágenes se popularizaron hasta devenir de uso común. Cualquier imagen que se tome, corre el riesgo de circular y una vez en circulación, como ha quedado demostrado tantas veces en los últimos años, ninguna legislación podrá impedir que siga circulando. De hecho, si se quiere entender algo de lo que ocurre a nuestro alrededor, debemos abandonar la pretensión de que hay sujetos que crean imágenes utilizando un dispositivo para generarlas o mostrándose ante semejante dispositivo. Bien al contrario, corresponde a las imágenes crear sujetos, sujetos presidenciables como Zelenski, sujetos aterradores como ése que induce a los niños al suicidio en Youtube o sujetos en los que confiar, como se pretende que ocurra con ciertas empresas.
Si ahora trasladamos ese supuesto tácito, que una empresa puede controlar plenamente su imagen, al campo de la responsabilidad corporativa, nos encontramos con una especie de reflejo especular de algo que vimos hace poco, el paso del ser al deber. En multitud de libros sobre responsabilidad corporativa, uno puede leer consejos para que las empresas se impliquen en la mejora de comunidades más o menos alejadas de su público objetivo, consejos sobre cómo debe organizarse tal implicación y consejos sobre la propia estructura y funcionamiento de las empresas. Después, sin que medie tránsito ni explicación alguna, se habla acerca de cómo la responsabilidad corporativa mejora la imagen de la empresa. Desde luego, no digo que la responsabilidad corporativa no contribuya a que una empresa mejore su imagen; sí digo que no he hallado ningún texto que explique cómo ocurre esto, aún más, tengo la profunda convicción de que no lo encontraré. En efecto, quien trate de explicar cómo y en qué medida la responsabilidad corporativa mejora la imagen de la empresa tendrá que entrar en el delicadísimo tema de si se puede considerar la responsabilidad corporativa una cuestión de imagen o no.
Ph. Kotler y Nancy Lee daban un precioso ejemplo de cuanto venimos diciendo en Corporate Social Responsibility. Doing the Most Good for Your Company and Your Cause. A principios de este siglo, la empresa de yogures y helados Dreyer’s decidió unirse a la ola de lazos rosas que periódicamente recuerdan a las norteamericanas la necesidad de realizarse chequeos para prevenir el cáncer de mama. Pero Dreyer’s quería algo más que poner lacitos en las etiquetas de sus productos, así que se dirigió a la matriz misma de estas campañas, la Susan G. Komen Breast Cancer Fundation (por cierto que "Susan G. Komen" constituye una marca registrada) para encontrarse con la sorpresa de que su competidor Yoplait había firmado un contrato exclusivo con dicha fundación para figurar como “el único fabricante de yogur comprometido con la causa” de la prevención del cáncer de mama. Planteemos ahora las cuestiones que hemos ido horneando: ¿para qué quiere una fundación para la prevención del cáncer un contrato en exclusiva con un fabricante de yogures? ¿para qué quiere un fabricante de yogures un contrato en exclusiva con una fundación para la prevención del cáncer? ¿para que sus miembros coman en exclusiva yogures de su marca? ¿para que sus yogures figuren como los únicos que previenen el cáncer? ¿Siguió colocando Dreyer’s lazos rosas en las etiquetas de sus productos? ¿qué ocurriría si esta anécdota se convirtiera en un hecho de dominio público? ¿acaso no afectaría a la imagen de Dreyer’s? Obviamente, como señalan Kotler y Lee, Dreyer’s cometió un error estratégico al enrolarse en una campaña sin tener todos los datos, pero ¿qué error cometió Yoplait? Y, sin embargo, preguntemos, ¿qué intereses protegía Yoplait al firmar un contrato en exclusiva con la Susan G. Komen Breast Cancer Fundation? ¿los de la prevención del cáncer de mama? ¿no acabamos de afectar su imagen?
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