Hace tiempo que tenía la película Arrival (La llegada, 2016) en el radar, pero hasta hace unos días no pude por fin sentarme a verla. Varias razones me llevaron a ella: su director, Denis Villeneuve es el encargado de poner en celuloide la innecesaria segunda parte de una de mis películas favoritas, Blade Runner; se supone la adaptación de un multipremiado relato corto de ciencia ficción, La historia de tu vida de Ted Chiang; la banda sonora de Johann Johannsson, fue una de las pocas músicas que me llamaron la atención el año pasado; y, por si fuera poco, la protagoniza Amy Adams. En realidad, lo que cuenta la película es bien poca cosa. Se parte de la idea de que el lenguaje determina el pensamiento y se acaba concluyendo, como hace todo buen determinista, que el tiempo es pura apariencia y, si se adquiere cierto conocimiento especializado, deja de apreciarse. Un recorrido tan breve da, desde luego, para un relato corto, pero no para rellenar cerca de dos horas de efectos especiales, así que el bueno de Villeneuve se dedica a marear un poco la perdiz con falsos flash-backs, con una fotografía que se pretende preciosista y con la música de Johannsson. La escasez de acción, como la escasez de notas en la banda sonora, llena buena parte del minutaje, por lo que no debe extrañarnos que una crítica acostumbrada a la saturación musical y auditiva, haya descrito el film como un “poema” y le haya encontrado parecidos con la sobrevalodarísima obra de Terrence Malick.
Me imagino que la primera intención de Chiang fue crear unos marcianos a los que pudiera apodarse los “trípodes”, pero como los chistes resultaban demasiado fáciles pensó en “pentalones”, lo cual no dejaba de proporcionar guasas acerca de la naturaleza de la quinta extremidad y ésta fue la razón por la que se acabaron convirtiendo en “heptalones”, disolviendo la gracia entre tantas patas. Ni que decir tiene que, en cuanto la ven sin máscara, los heptalones quedan fascinados con Amy Adams, cosa lógica porque lo de esta mujer (o lo de su cirujano plástico) no es de este planeta. Aquí les dejo unas fotos de la Sra. Adams en Muérete bonita, su primer papelito cuando contaba 25 años y en la ceremonia de los Oscar de febrero del corriente.
En efecto, el rostro más reluciente, hermoso y juvenil corresponde al de la mujer que tiene una hija y 18 años más que el otro. Y ahora me lo explican si pueden. A este paso la Sra. Adams acabará siendo un bomboncito en el geriátrico.
Naturalmente, todo lo anterior no dejan de ser frivolidades por las que no me hubiese molestado en escribir nada. El supuesto meollo del asunto no es otro que la tesis Sapir-Whorf, de la que ya hemos hablado varias veces aquí y que, cuando por fin parecía perder el último reducto de incondicionales, entre Chiang y Villeneuve, la van a convertir en meme de la cultura de masas. Los lingüistas, padres de este cordero y al que tantas oraciones le dedicaron, la abandonaron hace tiempo. Pero los filósofos del siglo XX, que, como los maridos engañados, fueron los últimos en enterarse de todo, todavía hoy la siguen repitiendo cual papagayos: el lenguaje determina el pensamiento, los límites del lenguaje son los límites del pensamiento, hablantes de idiomas distintos viven en mundos distintos. Ya expliqué que si eso fuese así, entonces el español y el italiano serían inconmensurables. Como no me gusta repetirme no voy a aclarar otra vez por qué, mejor voy a presentar una magnífica refutación de dicha tesis, la que muestra la propia película. En efecto, partiendo de que los hablantes de lenguas distintas viven en mundos distintos, es decir, de la tesis Sapir-Whorf y deseando comunicarse con los marcianitos de turno, la intrépida Louise llega a la conclusión de que mejor abandonar el lenguaje hablado y centrarse en un intercambio de signos. Y hete aquí que esta línea de trabajo se convierte en exitosa, pudiendo, primero intercambiar abundante información con los llegados y, posteriormente, hablar su lengua. Además, gracias al manejo de dichos signos, Louise comienza a adentrarse en un nuevo modo de pensar, el cual le permite abandonar las limitaciones del tiempo y ver el futuro. Lo diré de otro modo, se parte de la idea de que la lengua determina el pensamiento y se acaba concluyendo que lo que realmente determina el pensamiento son los signos. Afirmación esta última que, de ninguna de las maneras, cabe en la tesis Sapir-Whorf. En efecto, tomemos dos comunidades que hablan lenguas diferentes, pero que la escriben con los mismos caracteres, ¿se entenderían o habría inconmensurabilidades entre ellos? Obviamente, la tesis Sapir-Whorf, o, por ser más exactos, el bueno de Whorf, concluiría que podrían existir enormes inconmensurabilidades entre ellas, como las que existen, pongamos por caso, entre napolitanos y brandenburgueses. Supongamos ahora lo contrario, quiero decir, una comunidad que maneja una lengua común, pero que escribe dicha lengua con caracteres diferentes. ¿Habría dificultades para entenderse entre ellos? De un modo obvio, la respuesta de Whorf sería negativa. Hasta qué punto dichas intuiciones son correctas podrá apreciarlo si estudia la disolución de Yugoslavia, país compuesto por dos comunidades, serbios y croatas, más una minoría musulmana, que hablaban el mismo idioma pero lo escribían usando grafías diferentes. Pues bien, lo que nos muestra la película es, precisamente, la importancia de los signos con los que apuntalamos nuestro pensamiento y no de la lengua con la que se expresan, algo bastante más cercano de la realidad que lo que se pretendía inicialmente defender. Que semejante contradicción, lejos de valerle el reproche de alguien, le haya proporcionado a la película y al relato en el que se basa, premios y honores de la crítica muestra bien a las claras el chiringuito que hay montado para alejar nuestras miradas del verdadero determinismo que nos atenaza y que no se halla ni en los genes, ni en el lenguaje, ni en un supuesto futuro ya escrito, sino en una mitología montada para volvernos idiotas a todos llenándonos la cabeza de incoherencias. Afortunadamente, la película termina de un modo optimista, mostrándonos en imágenes una de las más acertadas afirmaciones de Karl Marx, a saber, que "todo lo sólido se desvanece en el aire".
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