Resulta muy curioso ver cómo entienden los filósofos a Santo Tomás de Aquino (1224-1274), el significado de su filosofía y, sobre todo, constatar cómo lo descontextualizan para, de ese modo, conseguir no enterarse de nada. Según cuentan los filósofos, de la noche a la mañana y por influjo divino, la Iglesia se dio cuenta de la riqueza doctrinal del aristotelismo, pasando de su condena a aprobarlo y abrazarlo de la mano de Santo Tomás. Recordemos además, que, por alguna razón que los filósofos no desvelan, a Santo Tomás se lo enseñaba como uno entre tantos de los filósofos medievales hasta la llegada del siglo XIX, que si se siguen las citas que de él hacen los filósofos anteriores a esa época, poco destaca respecto de muchos otros escolásticos anteriores y/o posteriores y que su recuperación en el siglo XIX se hizo para depurar los ritos eclesiásticos de cierto cartesianismo mal disimulado. Quienes vivieron entre el siglo XVI y el XVIII tenían muy claro por qué se ninguneaba a Santo Tomás, porque sus escritos iban dirigidos a defender a la alta jerarquía eclesiástica, porque sus problemas se identificaban con los del papado, porque su objetivo último consistía en procurar nutrirlo conceptualmente y, sobre todo, porque ese trabajo en favor de quienes ejercían el poder religioso lo hizo explícitamente en contra de otros, de otros que peleaban por otra iglesia posible, de otros que enarbolaban el platonismo como emblema, de otros, en definitiva, que, en muchos casos, llevaban hábitos franciscanos. La Iglesia abrazó la filosofía de Santo Tomás porque siempre tuvo muy claro lo que representaba la figura de San Francisco de Asís (1181-1226): un síntoma. “El Padre Francisco” constituyó el síntoma manifiesto de que a principios del siglo XIII había ya dos iglesias, una, la del mensaje de salvación, dirigido a pobres y oprimidos y otra, la de la institución, hecha por y para la opulencia. Las instituciones admiraron su labor proselitista a la vez que temieron el hecho por el que esa labor resultó exitosa, la exigencia de volver al cristianismo original no con palabras sino con hechos. San Francisco de Asís predicaba con el ejemplo, con el ejemplo de su extrema pobreza y humildad y, evidentemente, las altas jerarquías querían muchos predicadores de palabra como él, pero muy pocos ejemplos, vamos, lo que acabamos encontrando en Santo Tomás.
Mientras San Francisco vivió, seguirle el juego constituía una buena manera de tapar las vergüenzas del cristianismo y quizás alguno pensó que, tras su muerte, con su canonización, acabarían definitivamente salvaguardadas. Nada más lejos de la realidad. A la sombra de San Francisco los problemas para la Iglesia crecieron como champiñones. El primero se llamó Joaquín de Fiore (1135-1202). A Fiore se debe un descubrimiento que muchos atribuyen a Fichte, a Schelling, a Hegel o a Peirce, según su grado de ignorancia, el de que, si uno deja de lado los detalles, los hechos y nimiedades semejantes, bastan tres números para explicar toda la historia de la humanidad. Según Joaquín de Fiore habíamos vivido la época del Padre (Antiguo Testamento), la época del Hijo (Nuevo Testamento) y desde el cambio de milenio se vivía la época del Espíritu Santo, última esperada porque el mundo se acabaría en 1260, con lo cual, entre prórrogas y penaltis, llevamos un milenio de vida extra. Lejos de loar una época pasada como el paraíso perdido, Joaquín de Fiore caracterizaba el fin de la historia con su momento culminante, el punto más elevado, en el cual la Iglesia alcanzaría su perfección suprema identificándose con toda la humanidad. Además, por supuesto, a Joaquín de Fiore las reglas franciscanas le parecieron relajadas y poco estrictas y propuso un franciscanismo más radical que el del propio San Francisco. La Iglesia consideró que ya se habían traspasado unas cuantas líneas rojas y condenó varias doctrinas de Joaquín de Fiore, aunque no a él mismo. De hecho, en varias ocasiones se ha reivindicado su figura y en el siglo XVII alcanzó el rango de beato. Pero su condena, lejos de aplacar los ánimos de los franciscanos, los encendió. Una minoría, eso sí, extremadamente activa, la consideró una demostración de que, efectivamente, no podía entenderse por verdadera Iglesia la existente, sino la porvenir y que la orden franciscana, lejos de una orden más, constituía el embrión de esa Iglesia futura de la que había hablado Joaquín de Fiore. El “joaquinismo” se convirtió en la bandera de los franciscanos a los que se conoció, entre otros nombres, como “franciscanos espirituales”.
Los “franciscanos espirituales” incluían un magma de ideas y de personajes que iba desde un versión tradicionalista que defendía el voto de pobreza como marca distintiva de la orden, hasta quienes, como Ubertino da Casale, resultaban ya difícilmente distinguibles de los fraticelli. De entre éstos destacaron los Hermanos Apostólicos. Si los “franciscanos espirituales” radicalizaron las ideas de San Francisco hasta el borde mismo de la herejía, los Hermanos Apostólicos se zambulleron en ella sin muchos miramientos. La defensa de la pobreza se convirtió en la exigencia de una vida austera, casi ascética, aunque, eso sí, de un marcado proselitismo. Renunciaron a la propiedad privada, declararon que todo debía pertenecer a la comunidad y que la Iglesia se había alejado definitivamente de lo que Cristo había predicado por lo que no dudaron en acusar de hereje al mismísimo papa. El movimiento lo fundó Gherardo Segalelli (circa 1240 - 1300) el año en que Joaquín de Fiore fijó el fin del mundo, 1260, más o menos la época en la que Santo Tomás se ganaba el favor papal atacando a quienes habían criticado los crecientes ingresos de las órdenes supuestamente “mendicantes”. Mientras Santo Tomás redactaba la Summa Theologica, las andanzas de los Hermanos Apostólicos llegaron a escandalizar a los mismos franciscanos, que favorecieron sucesivas órdenes para capturar a sus líderes. Segalelli pasó varios años en prisión, hasta que la Inquisición lo quemó. Pero su muerte sólo sirvió para traer a primera línea a Davide Tornielli, más conocido como Fray Dulcino (1250-1307).
Predicador apasionado, feroz crítico de la Iglesia, Dulcino lanzó todo tipo de dardos contra el sistema feudal, argumentando que la Iglesia y no los “herejes”, necesitaba de “purificación”, particularmente de su riqueza y poder temporal. Estas ideas atrajeron a un gran número de seguidores, especialmente entre los siervos y los campesinos pobres hasta el punto de que las autoridades temieron una revolución popular. Se dice que, bajo su mandato, los Hermanos Apostólicos llegaron a contar con varios miles de seguidores atrincherados en los valles piamonteses. Clemente V lanzó contra ellos una cruzada que finalmente logró derrotarlos en 1307. A los “dulcinistas”, como ya se los conocía, se los pasó por las armas inmediatamente, pero a Dulcino se lo dejó vivo para que contemplara la tortura y muerte de todos sus seguidores antes de sufrirlas él mismo. Tras defenestrar el dulcinismo, la jerarquía eclesiástica se dirigió contra los “franciscanos espirituales”, condenando sus ideas en 1318. Pero aquí no termina la historia, porque en el Piamonte se siguió pasando por la hoguera a dulcinistas, como poco, hasta 1330. Siete años antes, la Iglesia había declarado "Santo" a Tomás de Aquino.
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