Un siglo después de la ejecución de Dulcino y la condena de los “franciscanos espirituales”, en 1414, Jan Hus acudió al Concilio de Constanza para defender sus ideas. Nacido en 1369 en Bohemia, Hus dedicó buena parte de su vida a criticar las corruptelas de la Iglesia. En buena medida sus ideas procedían de los planteamientos de John Wyclif (1324-1384), teólogo de la Universidad de Oxford y preceptor de Ricardo II, que había sostenido, como lo habían hecho tantos un siglo antes, que la Iglesía debía abandonar todas las riquezas materiales y sus poderes temporales. La gracia de Dios, afirmaba Wyclif, otorgaba la autoridad, por lo que cada cristiano tenía tanto derecho como cualquier otro a interpretar la Biblia y a administrar los sacramentos. En la verdadera Iglesia, la “iglesia invisible”, no había jerarquías ni cargos y, más pronto que tarde, acabaría por asumir el papel de la Iglesia que hasta ese momento había existido y que, para más inri, se había zambullido en el Cisma de Occidente, con un papa en Roma y otro en Avignon. Wyclif no se cortó un pelo y comparó el cisma con dos perros que se pelean por un hueso. Sus seguidores, a los que acabó conociéndose como “lolardos”, iniciaron una amplia campaña de predicación declarándose en contra de las leyes que limitaban el salario de los campesinos y participando en asaltos contra propiedades nobiliarias o eclesiásticas. No obstante, Wyclif se cuidó mucho de apoyar la revuelta campesina que se desató en Inglaterra en 1381, lo cual le permitió seguir contando con el apoyo de sus numerosos amigos de la corte hasta su muerte en 1384.
Hus no tuvo tanta suerte. Predicador incansable como Wyclif, defensor de una vuelta de la Iglesia a sus orígenes como los “franciscanos espirituales”, declarado enemigo de cualquier forma de acumulación de riqueza por parte de la jerarquía eclesiástica, sus ideas prendieron como la pólvora en las clases populares de una Europa asolada por las plagas y que contemplaba el Cisma como el triste espectáculo de una institución que no tenía nada que ofrecerles. Pero su rey, Wenceslao IV, apoyaba decididamente a Alejandro V, el tercer papa, elegido supuestamente para acabar con el Cisma. Cuando Hus atacó la venta de bulas papales en Bohemia, sus seguidores sacaron una procesión con una imagen del papa ricamente vestido y una imagen de Jesús semidesnudo. Tres de ellos, casualmente, de entre los más humildes, acabaron ejecutados y la condena cayó sobre las doctrinas de Hus. Las revueltas que siguieron no le convenían nada a Wenceslao, que decidió actuar como mediador y buscar una reconciliación entre las posturas de Hus y el papado (particularmente “su” papado). El Concilio de Constanza tuvo como objetivo acabar con el Cisma y, de paso, con todas las herejías que habían surgido a su sombra. A Hus se le prometió un salvoconducto hasta él y la oportunidad de defender libremente sus ideas, sin embargo, se lo detuvo nada más llegar y se lo instó a abjurar de sus doctrinas bajo la amenaza de quemarlo, cosa que sucedió el 6 de julio de 1415. Dos meses antes, a Wyclif se lo había declarado hereje post mortem. Pero las llamas que acabaron con la vida de Hus se extendieron rápidamente mucho más allá de las orillas del lago Constanza.
Como hemos señalado, las ideas de Hus, al igual que las de Wyclif en Inglaterra, calaron sobre todo entre las clases más humildes. En Bohemia ese estrato lo ocupaba mayoritariamente la población autóctona porque las élites las formaban colonos llegados desde Alemania que fundaron las grandes ciudades y se asentaron en ellas como prósperos comerciantes. Hus se convirtió en un mártir religioso y, sobre todo, en un referente social y en un líder nacional. La nobleza bohemia protestó enérgicamente contra su muerte y por toda respuesta, obtuvo la promesa de Segismundo, a la sazón, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico de exterminar a todos los seguidores de Hus y de Wyclif. El 30 de julio de 1419, los husitas se adueñaron de Praga, asaltando el Ayuntamiento y los conventos, en un levantamiento que sólo pudo apaciguarse por vía de un acuerdo de paz que duró hasta el año siguiente. En 1420, el papa Martín V declaró una auténtica cruzada contra los husitas que comenzó con la sonora derrota de los cruzados en la batalla de Sudoměř en la que 400 husitas mandados por Jan Žižka resistieron el asalto de 2000 soldados imperiales. Buena parte del éxito de esta batalla se atribuye a los “vagones de guerra” husitas, carros de caballos con parapetos y troneras. Los sucesivos asaltos de las tropas imperiales a las ciudades tomadas por los seguidores de Hus no tuvieron tampoco demasiado éxito y hacia finales de año, Žižka y los suyos podían permitirse lujos como expulsar a la población de origen alemán de los territorios husitas.
En 1421 y 1422 hubo otras tantas cruzadas con resultados no muy distintos de la primera. Pero los husitas se habían dividido desde muy pronto en dos sectores, los taboritas y los utraquistas. Los utraquistas encarnaban la nostalgia por la Bohemia “originaria” antes de la llegada de los colonos alemanes. Nobles de diferente rango constituían la espina dorsal de este sector del movimiento. Los taboritas, por contra, miraban hacia el futuro, de hecho, hacia un futuro muy cercano en forma de fin del mundo. Mucho más radical y popular, los miembros de este sector rechazaban el pago de impuestos a los nobles y reclamaban la desaparición de la servidumbre. Mientras el talento militar de Žižka hizo salir victoriosos a los husitas de los primeros embates imperiales, ambos sectores se apoyaron mutuamente. Pero cuando llegó la oportunidad de administrar el territorio ganado todo cambió y en 1423 se enfrentaron por primera vez en el campo de batalla. Este enfrentamiento interno no frenó el impulso del husismo, que, a partir de 1425, comenzó a ganar territorios y a saquear fuera de Bohemia, llegando hasta Gdansk en 1433, pese a que contra ellos se siguieron lanzaron cruzadas en 1427 y 1431. Incapaz de vencerlos, Segismundo abrió la vía negociadora y en 1433, los utraquistas volvieron al seno de la Iglesia y ayudaron a las tropas imperiales a derrotar a los taboritas un año después. No obstante, éstos consiguieron resistir tres años más hasta la toma de su último bastión en 1437. Muy pocos taboritas sobrevivieron a sus derrotas en el campo de batalla, pues la costumbre de las tropas imperiales y de sus antiguos camaradas utraquistas consistía en pasarlos a cuchillo a las primeras de cambio. No obstante, 20 años más tarde se formó la Hermandad Moravia a la que muchos consideran la primera iglesia evangélica de la historia. De hecho, Lutero recuperó buena parte de las ideas de Wyclif y de Hus, los declaró mártires de su causa y asumió que sus críticas tenían la misma actualidad en el siglo XVI que habían tenido en el siglo XV. El paralelismo no termina aquí porque Lutero también acabó dejando en la estacada las reclamaciones campesinas como habían hecho Wyclef y los utraquistas y, para acabar de rematarlo, la espantosa catástrofe que supuso la Guerra de los Treinta Años comenzó precisamente con el levantamiento en 1618 (y posterior ejecución a manos imperiales) de la nobleza bohemia que tantos beneficios había acabado sacando de las guerras husitas.
Si contamos las cinco cruzadas contra los husitas más la cruzada contra los dulcinistas, las cinco cruzadas nórdicas, la cruzada contra los cátaros y alguna que otra más, resulta que la mayoría de cruzadas no tuvieron nada que ver ni con el Islam ni con la defensa de ninguna "tierra sagrada". De hecho, como hemos relatado, la mitad de estas cruzadas se llevaron a cabo contra quienes pedían, entre otras cosas, justicia social. Por eso no deja de sorprender que en el siglo XX los teólogos de la liberación pidieran una Iglesia del pueblo, ¿alguna jerarquía eclesiástica defendió alguna vez al pueblo cuando tuvo que elegir entre éste y sus privilegios?
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