Te Pito o te Henua, literalmente, "el ombligo del mundo", es una enorme piedra redonda situada en Rapanui o Isla de Pascua, aunque algunos creen que es la denominación original de aquel territorio. La isla está situada a 2.000 kilómetros de la isla más cercana y a 3.500 de las tierras continentales más cercanas, lo cual genera la primera pregunta: ¿cómo demonios llegaron los seres humanos allí? Al parecer, la colonización humana del Pacífico coincidió con un cambio climático que volvió la zona particularmente árida. La necesidad de encontrar recursos hídricos obligó a realizar viajes arriesgados cada vez más hacia el Este, a la búsqueda de zonas donde asentarse, lo cual originó arriesgados saltos de archipiélago en archipiélago. Naturalmente no existe recuento alguno de cuántas expediciones acabaron sucumbiendo antes de encontrar nuevas tierras que poblar en la inmensidad de un océano inmisericorde. Pero en el caso de Rapanui la cosa va más allá. Lisa y llanamente no hay nada a su alrededor en 2.000 kilómetros a la redonda y, por supuesto, a ras de mar, no hay el menor indicio de la existencia de la isla hasta que ya se está muy cercano a ella. Los rastros arqueológicos no permiten precisar cuándo se produjo la hazaña. Se suele situar en el siglo IX la época de la primera colonización humana, aunque algunos estudios la posponen hasta el siglo XIII. Tampoco está claro de dónde procedían los primeros habitantes. Si bien la mayoría de los estudiosos señalan que serían polinesios de las islas "más cercanas", también existe la teoría del origen sudamericano, entre otras cosas, porque los polinesios cultivaron con fruición la batata, procedente de Sudamérica. Por entonces la isla era un vergel de toromiros, con praderas de helechos y bosques de palmeras gigantes y, cabe suponer, con un amplio bioma que incluía garzas, búhos, fochas y loros.
La población dividió la isla en sectores, cada uno con una zona costera y una parte cultivable del interior. En la costa se situaban los lugares ceremoniales, en los que se desarrolló un culto a los antepasados que pasaba por erigirles prodigiosas estatuas de hasta diez metros de altura y cinco toneladas de peso. Labradas en piedra procedente del volcán extinguido del centro de la isla, se colocaban sobre una plataforma, en principio de madera. En un principio llevaban moños o penachos de plumas tallados en piedra de hasta diez toneladas de peso depositados sobre sus cabezas tras llegar a su destino definitivo. Finalmente, placas de coral hacían las veces de ojos para que el moai “cobrara vida”. En poco menos de 165 kilómetros cuadrados llegó a haber cerca de 900 moais, aunque algo menos de la mitad quedaron en fase de construcción precipitadamente abandonada. El traslado hasta el lugar donde quedaban plantados, las grúas o los artefactos utilizados para izarlos y colocarles el remate final, empleaba abundante madera que se sacó de los troncos de los árboles de la zona, hasta que toda la isla quedó literalmente deforestada. Una serie de investigaciones recientes han demostrado que los moais podían trasladarse de pie, haciéndolos oscilar como si caminasen. De hecho, la tradición oral de los habitantes de la isla afirmaba que los moais caminaban. Para cuando esto comenzó a ocurrir, la deforestación extrema, la caza intensiva, habían convertido el vergel original en una zona tan árida que los vientos la azotaban sin piedad de un lado a otro. Probablemente ese empobrecimiento de los recursos generó una guerra sin cuartel entre las tribus, que incluía atacar los moais del resto de tribus.
La sobrepoblación, la deforestación, el consiguiente cambio del clima de la isla y, como consecuencia de todo ello, las ya mencionadas guerras, sumieron a Rapanui en una crisis que facilitó las incursiones de todo tipo de enemigos y, a partir del siglo XVIII, de los europeos, que esclavizaron en masa a sus habitantes aparte de contagiarles enfermedades sin cuento. Cuando Chile se anexionó el territorio, en 1887, sólo quedaban 101 habitantes en la isla, de los cuales 12 eran hombres adultos. La clase sacerdotal, la única capaz de entender los jeroglíficos que adornan los moais y cuevas y que explican su origen y significado, había desaparecido hacía ya mucho. Necesitados de mano de obra, los chilenos permitieron la llegada de población polinesia de otras islas, que conforman la mayor parte de los que hoy se consideran habitantes “originarios” de la misma.
El coronavirus dejó a la isla de Pascua en su situación de partida, prácticamente aislada. Sin turismo, pero también sin casos de COVID-19, el desempleo alcanzó casi al 60% de la población y el precio de los productos básicos se disparó. Sin embargo, el escaso 10% de la población que participó en el referéndum de 2021 para decidir si se volvía a reabrir al turismo, votó en contra de hacerlo, fascinados por haber logrado un aislamiento casi total de este mundo en el que tantos países anhelan parecerse a ellos… mientras practican un turismo que arrasa todo cuanto encuentra a su paso. El pasado viernes, un incendio intencionado en un pastizal se descontroló y devastó un centenar de hectáreas. Gracias a su aislamiento, los bomberos locales tardaron días en controlarlo, lo suficiente como para que el fuego devorara decenas de moais. La piedra volcánica, hecha de ceniza prensada, no soportó bien el calor del incendio y todos aquellos a los que afectó el fuego han quedado irremediablemente dañados. El mensaje que los hombres y mujeres que habitaron la isla de Pascua quisieron lanzar a sus descendientes y al mundo aniquilando su ecosistema para dar algo de orden y significado a sus vidas, se ha perdido ahora como una gota de lluvia en el océano, símbolo último, quizás, de lo que aguarda a la cultura, las esperanzas y las ambiciones de todos nosotros.
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