El final de la guerra de Vietnam ofreció la oportunidad a un consagrado Francis Ford Coppola de llevar la novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas al cine. Dicen las malas lenguas que el gran aliciente de este proyecto radicaba para Coppola en que podría superar a su ídolo, Orson Welles, que abandonó una idea parecida por el elevado coste del proyecto. Esa hybris le costó cara. Sin mucha previsión, Coppola se vio envuelto en uno de los rodajes más tumultuosos de la historia del cine. Primero no conseguía encontrar a nadie dispuesto a irse a Filipinas a rodar; después al protagonista, Martin Sheen, le dio un infarto nada más comenzar; los helicópteros, propiedad del ejército filipino, iban y venían del rodaje al bombardeo de la guerrilla del Frente Moro; Marlon Brando se negó a leer ni una línea del material que le pasaba Coppola y se dedicó a improvisar; y, en mitad de la selva, de la lluvia y de un rodaje que se le había ido de las manos, Coppola se encontró sin ideas de cómo demonios terminar la película. Al final, se lo zampó el corazón de las tinieblas y optó por lo mejor que podía hacer, dedicarse a rodar su entorno. Las imágenes iniciales de la selva en llamas, Martin Sheen bebido haciéndose una herida al golpear un espejo, la ceremonia del toro descuartizado y, sobre todo, el ya inencontrable final en blanco y negro con el cuartel de Kurtz explotando, las tomó de materiales desechados o de otros, para componer secuencias que forman parte del imaginario colectivo.
Si en los años cuarenta el Departamento de Estado pidió a Hollywood una serie de documentales con el explicativo título “Por qué luchamos”, Apocalypse Now podría haber llevado como subtítulo “Por qué no deberíamos haber luchado”. En ella hay auténticas cargas de profundidad contra la participación norteamericana en la guerra de Vietnam. El propio hecho de situar allí la novela de Conrad constituye una de ellas. El corazón de las tinieblas narra, en el áspero estilo del autor de origen polaco, el salvajismo, la barbarie, la ambición y el endiosamiento ante la falta de cualquier cosa que sonara a ley de los supuestos agentes civilizadores belgas en el Congo. Y precisamente a eso se equiparaba la defensa del american way of life.
La famosa "Cabalgata de las valquirias" de Wagner, que acompañaba a las imágenes de los Stukas alemanes que se proyectaban a los cadetes en las escuelas militares durante el nazismo, actúa como banda sonora del asalto del Noveno Aerotransportado a un pueblo controlado por el ejército de Vietnam del Norte. Para más inri, presenciamos, aterrados, el desalojo de un colegio mientras se acercan las “fuerzas de liberación”. “Fuerzas de liberación” que, por lo demás, no tienen otro proyecto de futuro para la localidad que hacer surf. En mitad de la locura de un combate sin frentes, el Teniente Coronel William "Bill" Kilgore (un impactante Robert Duvall) suelta su famoso discurso sobre el napalm. Cuando termina, incluso él mismo parece arrepentido de su delirio y masculla la mayor declaración pacifista de que es capaz: “algún día terminará esta guerra”.
Remontando el río, adentrándose en su propio oscuridad, el capitán Willard se asoma casi a la clarividencia. “Charlie”, dice, “sólo necesita un puñado de arroz y algo de carne de rata para seguir combatiendo”. Los americanos, por contra, necesitaban barbacoas, chuletas, cerveza y chicas Playboy para sentirse en casa y cuanto más en casa se sentían, más lejos se sabían de su hogar. Kurtz expresará lo mismo de otra manera. Cuenta que un día fueron a vacunar niños a un poblado. Cuando volvieron, el Vietcom les había cortado los brazos a los niños y los había amontonado en una pila. En ese momento Kurtz comprendió que si tuviera un puñado de hombres dispuestos a hacer precisamente eso, la “victoria” estaría al alcance de la mano, aunque esa “victoria” no podría consistir más que en el exterminio de todos los autóctonos, reflexión que, efectivamente, resumía las aspiraciones “civilizadoras” del Kurtz de la novela.
Leo que los combatientes del Estado Islámico tenían por costumbre grabarse rodeados de cabezas cortadas de sus víctimas y no puedo evitar acordarme del endiosado coronel Kurtz y su improvisado ejército de indígenas y desertores dispuestos a cualquier cosa por él. De hecho, me pregunto si esos vídeos no iban dirigidos precisamente a esa parte de nuestras mentes en que ha quedado grabada la película de Coppola, porque nadie como Joseph Conrad conocía el poderoso influjo que la locura, la oscuridad y las tinieblas, ejercen sobre los seres humanos. Para unos jóvenes tan confusos como el capitán Williard, que no saben si ven, sueñan o desvarían con la selva en llamas y que cada mañana se levantan murmurando, “mierda, Saigón” (o París, o Londres, o Barcelona), el asesinato y la búsqueda interior llevan al mismo sitio: el corazón de las tinieblas. Al igual que el Kurtz de la novela y de la película, el califato consiguió otorgar un sentido, un programa, un objetivo a unas carnicerías sin fin en Siria y en Irak, en las que el sentido, el programa y el objetivo no pueden apreciarse por ninguna parte, aunque el designio propuesto no consistiese en otra cosa más que en precipitar el apocalipsis.
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