Decía Gilles Deleuze que allí donde existe estilo puede hablarse de filosofía. Deleuze constituye un puerto imprescindible para quien quiera llenar su bodegas de algo más que palabrería recorriendo los procelosos mares del saber filosófico del siglo pasado. Desgraciadamente, ésta, quizás la más espúrea de sus aportaciones, ha pasado a dominar el acervo común y ahora tenemos “filosofía” hasta en la sopa. Hay la filosofía de tal o cual entrenador de fútbol, la filosofía de contratación de jugadores, la filosofía del cine y, por supuesto, la danza, el flamenco y el marketing pueden identificarse con géneros distintos de filosofía. Hemos llegado a esta situación, entre otras cosas, me temo, porque ha habido un complot deliberado para reducir a los filósofos a una especie de reservas indias, de las que, a cambio de aportar comida con cierta regularidad, se espera que se abstengan de salir, ocupándose de problemas reales y molestando con sus impertinencias. Con objeto de que los demás no noten demasiado la reclusión, se ha procedido a multiplicar la palabra, ya vacía de contenido, caracterizando el discurso de quienes, en nuestro presente inmediato, han asumido la tarea de procurar nuevos conceptos, nuevas realidades y nuevas teorías con las que orientar a la humanidad. De entre todos los nuevos forjadores de pensamiento, como ya he ido dejando claro por aquí, siento particular predilección por los especialistas en marketing.
En principio, filosofía y marketing se presentan como dos disciplinas esencialmente en fuga la una de la otra. Esos filósofos que llevan un siglo preguntando por el sexo de las interpretaciones, siguen aferrados a la idea de que, aunque efectivamente “todo son interpretaciones”, ellos se hallan en pos de cierta cosa “verdadera”, en pos de cierta “esencia”, a punto de levantar el velo de Maya, por mucho que jamás se permitirían hablar de sus íntimos anhelos en semejantes términos. El marketing trata de la moda, de lo trivial y aparente, de aquello que, por definición, no debe preocupar a un filósofo... Y mientras tanto se preocupan de ir vestidos a la última, acudir al concierto del artista más publicitado del momento y de realizar ese viaje de ensueño que han visto en anuncios explícitos o no. Estas pobres gentes que se creen herederos de Nietzsche se aferran, incluso con desesperación, a su fe en el “ser”, en las medicinas y en las inmunitas sin tener la menor idea de cómo tales ideas, que componen la realidad en la que viven, han llegado a sus cabezas.
Puede comprenderse, por lo que vengo diciendo, que las “inmunitas” me fascinan. Lea las siguientes dos palabras y trate de evitar completar los puntos suspensivos: L. Casei... ¿Ha conseguido evitarlo? Hasta los médicos recomiendan la marca de leche fermentada en cuestión porque “refuerza nuestro sistema inmunitario”. Existe, incluso, una patente que protege las “inmunitas”. Pero, aunque haberlas haylas, como las meigas, nadie las ha visto ni las verá nunca. Las “inmunitas” las metió en nuestra cabeza una extraordinaria campaña publicitaria de la todopoderosa empresa alimenticia Danone, hasta el punto de volvernos ciegos para preguntas obvias como: si las “inmunitas” refuerzan nuestro sistema inmunitario, ¿por qué no se venden en farmacias? ¿por qué no las financian los sistemas de salud pública? ¿por qué se compran en supermercados como vulgares yogures? Apenas podemos entrever más allá de nuestras anteojeras habituales y las preguntas comienzan a multiplicarse: ¿cuántas "inmunitas" pueblan nuestra realidad cotidiana? ¿sólo hacen referencia a lo que comemos, a lo que bebemos, a lo que ingerimos? ¿por qué nos resulta tan difícil verbalizar qué buscamos en esta vida y, sin embargo, enunciamos como verdades inamovibles la marca de pilas que dura más, el detergente que, científicamente, ha comprobado lavar más blanco o la marca de coches más seguros?
Acudan a los libros de psicología intentando responder a la cuestión de qué motiva a los seres humanos, de cómo pensamos, de qué despierta nuestras emociones. Se encontrarán con teorías interminables, de mayor o menor base empírica, pero que no parecen mostrar el menor progreso en décadas y que, por encima de todo, ofrecen una utilidad práctica escasa o nula más allá de un par de recetas que mi abuela ya me habría dado si se las hubiese pedido. Acudan con las mismas preguntas a un libro de marketing, por muy penoso que pueda parecer, no sólo le pondrán un puñado de ejemplos brillantes de cómo han llevado a decenas de clientes a pensar que necesitaban cosas que dudosamente podrían necesitar algún día, no sólo le explicarán cómo han despertado emociones en gente que no lloró ni el día que se les murió la madre, no sólo le aclararán qué motiva a los seres humanos, sino que, además, le ofrecerán el modo en que puede hacerse todo eso en países culturalmente muy alejados de nosotros, tanto que la filosofía del siglo pasado trató de convencernos de que existía una barrera de inconmensurabilidad levantada entre ellos y nosotros. Va acercándose la hora, si los filósofos no quieren contemplar el fin de su estirpe refugiados en sus cómodas reservas, de abandonar nuestras altiveces metafísicas y acudir con humildad a los especialistas en marketing suplicando enseñanzas.
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