Las novelas, el cine y la televisión han envuelto en una aureola de glamour el mundo de los espías. Pintados como héroes románticos desengañados, pistoleros extraordinarios y amantes incomparables, sus vidas parecen llenas de aventuras, de escenarios exóticos y de hazañas increíbles. Es cierto que ha habido espías así. La vida de Sidney Reilly, por ejemplo, supera con mucho cualquiera de estas notables características. Como buen espía, ni siquiera hoy se sabe con certeza cuándo nació ni cómo y dónde murió. “Sidney Reilly”, fue la identidad que adoptó tras casarse con una dama británica cuyo marido “casualmente” murió una semana después de modificar un testamento previo para dejarle a ella toda su fortuna. Por aquel entonces ya se había visto envuelto en otro turbio incidente que implicó la muerte de un agente anarquista y la desaparición de los cuantiosos fondos para la causa que custodiaba. Reilly trabajaba desde bastante antes para los servicios secretos zaristas, pero por aquella época había comenzado a hacer lo propio con los británicos. Poco tiempo después obtuvo cuantiosos beneficios ayudando a los japoneses a atacar Port Arthur dando inicio a la guerra ruso-japonesa de 1904-5. A partir de ese momento prácticamente no hubo escándalo, complot o incidente diplomático con el que no se haya relacionado a Reilly. Se lo sitúa tras las líneas alemanas durante la Primera Guerra Mundial a la vez que promovía actos de sabotaje en los EEUU para que entrasen en el conflicto y se esforzaba por descarrilar la revolución bolchevique. Reilly, que nunca había tenido más ideales que los saldos de sus cuentas corrientes, encontró en la destrucción del comunismo ruso un motivo por el que jugarse la vida más allá del beneficio económico que pudiera proporcionarle. A principios de 1918 complotó para matar a Lenin y promover un golpe de Estado, pero los socialistas revolucionarios se le adelantaron y el plan se vino abajo. Felix Dzerzhinsky, el jefe de los servicios secretos bolcheviques, lanzó entonces una feroz campaña de persecución contra los opositores en general y contra Reilly en particular. Cuentan los agentes británicos que contactaron con él por aquel entonces que, en medio de redes que se desmoronaban por los golpes policiales y con fotos suyas colgadas en cada poste de Rusia, Reilly lucía tranquilo, sin preocupación aparente y controlando en todo momento la situación. Lograron sacarle sano y salvo, pero ya no dejó de pensar en esta, que bien pudiera considerarse su única operación fallida y en los que habían quedado atrás por su culpa. Volvió a Rusia en 1925 para no regresar jamás. Hay testigos de su ajusticiamiento en un bosque, pero su última esposa aseguraba tener pruebas de que seguía con vida en 1932 y existe quien especula con que el carácter chapucero de su actuación en el complot para matar a Lenin respondió, en realidad, a un cambio de bando que se habría sellado con su retorno. Casualmente o no, en esa época los servicios secretos rusos dieron un sorprendente salto en eficacia y sutileza. De poco más que defender lo que tenían a mediados de los años 20, a principios de los 30 habían echado el anzuelo en las sociedades secretas de la Universidad de Cambridge. De allí salieron Donald Maclean, Guy Burgess, Anthony Blunt, John Cairncross y, por supuesto, "Kim" Philby.
Reclutado por el servicio secreto británico cuando ya trabajaba para el KGB, el primer destino de Philby fue España. Aquí anduvo, en plena guerra civil, entre Sevilla, Córdoba y Lisboa, pasando información a los soviéticos sobre el alto mando franquista. Eso no impidió que Franco, con la perspicacia que lo caracterizaba, impusiera personalmente sobre su solapa la Cruz Roja del Mérito Militar en 1938. Pero Philby no era Reilly ni un héroe de película. Aunque el KGB pensó utilizarlo para asesinar a Franco, desecharon esa posibilidad por el escaso arrojo de Philby. El valor de Philby radicaba en algo mucho más útil para un espía y que lo hace poco susceptible de aparecer en una gran pantalla: su discreción. Aunque difícilmente podía ignorarse su existencia cuando estaba presente, su capacidad para deflectar las sospechas sobre sus verdaderas actividades rozó lo funambulesco. De una lista de actividades dudosas, un agente de la CIA encargado de escrutar el comportamiento de Philby no fue capaz de señalar ni una. Tras un primer interrogatorio y que se le apartara de cualquier actividad, el servicio secreto británico acabó desdiciéndose, limpiando su historial y asignándole un nuevo puesto en Beirut. Incluso cuando resultó evidente su deserción a la URSS, muchos no pudieron evitar sentirse sorprendidos.
No obstante, estas dos figuras señeras del espionaje y muchos otros casos semejantes que pudieran citarse a este respecto, debe evitarse el sesgo que introducen. Si de Philby, si de los cinco de Cambridge, si de Reilly, se ha escrito y filmado tanto, se debe precisamente, a que de ninguna de las maneras constituyen el caso estándar. Por definición, un espía es la persona a la que no ves ni aunque la tengas delante. Su aspecto debe ser anodino, su modo de actuar trivial y su vida cotidiana debe carecer, en apariencia, de cualquier aliciente. Ni un tono de voz, ni un acento, ni un gesto, ni una gota de sudor, debe en ningún momento hacer sospechar del sentido de sus actuaciones. La inmensa mayoría de ellos pasan la vida alejados de la acción directa, de los teatros de batalla y de las grandes hazañas, rodeados de papeles, de ordenadores, de hastío y de soledad. Quienes los conocen bien no suelen describirlos con mucho cariño. Con frecuencia su obcecación supera a su inteligencia, su capacidad para adular a los superiores a sus capacidades de análisis, sus dotes para seguir la corriente a su creatividad. Más burócratas que héroes, hay algo que, sin embargo, todos ellos deben tener si quieren seguir en activo y, en ocasiones, vivos: la habilidad de narrar.