En El cisne negro, Nassim Taleb cita cierto conglomerado de casinos que había gastado una fortuna en prevención de riesgos. Básicamente cada cliente era monitorizado desde el momento en que entraba por las puertas hasta su salida. Cualquiera que mostrara mayor interés por las medidas de seguridad que por las mesas o que pareciera dedicarse al conteo de cartas, recibía una atención especial y sigilosa de medios técnicos y humanos. Otro tanto ocurría con los empleados, cuyas biografías eran rigurosamente analizadas para no dar cabida a topos, ludópatas o personas poco recomendables de ningún género. Anualmente celebraban unas jornadas a las que invitaban a especialistas de toda laya para recibir posteriores consejos sobre cómo mejorar sus sistemas. Cuando se les preguntó si la compañía había pasado por apuros en alguna ocasión, respondieron que sí, dos veces. La primera ocurrió cuando la hija de uno de los principales accionistas fue secuestrada por un grupo de mafiosos que pidieron un rescate astronómico. La segunda llegó cuando un empleado dejó de tramitar durante meses los informes semanales de ganancias que reclama Hacienda. La cantidad acumulada más las multas fue monumental. Por contra, ninguno de los riesgos previstos en los que la empresa había invertido tantos millones, manifestó nunca su peligrosidad. La conclusión que sacaba Taleb en su libro es que la única definición posible de “riesgo” es la de algo imprevisible, impensable e inesperado. Hablar, por tanto, de “cálculo de riesgos”, de “prevención de riesgos” o de “control de riesgos”, es manejar términos contradictorios. El riesgo siempre está allí donde no miramos, por lo que ninguna descripción de las cosas que vemos puede servir para atenuarlo.
Taleb inició esta línea de argumentaciones precisamente cuando los economistas estaban diseñando sofisticadas estrategias para medir y, se suponía, eliminar el riesgo, de modo que fue inmediatamente tachado de charlatán. No me cabe la menor duda de que lo es, pero no creo que sea el único que merece tal epíteto. Como se encargaron de mostrar los años finales del siglo XX y los primeros del XXI, todo aquel aparataje matemático de que hicieron gala los economistas neoliberales, lejos de eliminar el riesgo, lo han convertido en una constante de nuestras vidas.
Esta semana ha ocurrido, una vez más, lo improbable, lo imposible, lo impensable. Hubo una época en que los capitanes de barco se quedaban en ellos hasta que el último de los pasajeros lo había abandonado, aunque eso supusiera hundirse con su navío. Era una época en que palabras como “deber” u “honor”, significaban algo por encima de los intereses personales de un individuo. Después esas palabras provocaron una carnicería habitualmente conocida como Primera Guerra Mundial y ya nadie quiere saber nada de ellas. Ahora, en cuanto los capitanes de navío tienen un problema, se lanzan en busca de la salvación atropellando a mujeres y niños si hace falta, o llevándoselos por delante. Como resumió el capitán del Costa Concordia: “no abandoné el barco, me caí en un bote salvavidas”.
En los años setenta, una serie de grupos terroristas pusieron de moda el secuestro de aviones. Parecía un negocio rentable. Un avión en mitad de un aeropuerto, con pasillos estrechos y multitud de rehenes era fácil de defender por un puñado de individuos armados y decididos. Las autoridades se propusieron eliminar el riesgo del secuestro. Rápidamente se identificó la causa de tal riesgo, es decir, los pasajeros. Se pusieron en marcha estrictas medidas de seguridad en los aeropuertos y se entrenaron grupos especiales de la policía capaces de asaltar un avión, matar a los secuestradores y liberar a la práctica totalidad de rehenes sin mayores dificultades. La moda desapareció tras unos cuantos intentos que no acabaron tan bien para los secuestradores como era costumbre. El riesgo había sido, por tanto, controlado. Nadie pensó que los secuestradores podían no tener la intención de aterrizar. Para controlar semejante riesgo se extremó la caza del pasajero, el cual debía ser manoseado, desnudado y humillado por atreverse a tomar un avión. Nadie pensó que el pasajero podía no ser el culpable de un desastre. Ahora le toca a los pilotos.
Las autoridades aeroportuarias van un paso por detrás de los hechos, todo está pensado para evitar que dos aviones se caigan por el mismo motivo, lo cual es correcto y está bien, pero nunca va a evitar que se caiga el primer avión. Lo malo de los empiristas escépticos como Nassim Taleb es que, más allá de su necesaria labor crítica, no ofrecen alternativas reales o, para ser más precisos, no ofrecen alternativas reales a quienes carezcan de fondos para una martingala. Negar la calculabilidad del riesgo está muy bien porque obedece a argumentos con buena base, pero no puede llevarnos únicamente a la conclusión de que eso es lo que hay, que debemos afrontar la necesidad de vivir con el riesgo o aprovecharnos de él. Si, efectivamente, el riesgo está en lo improbable, en lo inesperado, en lo impensable, es necesario tener gente que piense de un modo totalmente diferente al resto y que pueda ver todo eso que los demás no vemos. Y esa gente debería trabajar única y exclusivamente en eso, en buscar los fallos posibles de todos y cada uno de los sistemas. Las empresas de seguridad informática lo saben y no desperdician ocasión de fichar hackers. El problema está, sin embargo, en lo que todo esto presupone, a saber, que si la prevención del riesgo pasa por fomentar la disidencia, una sociedad de pensamiento único vive constantemente al borde del precipicio.
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