El único rato que me permitía tener en español durante mi primera estancia en Alemania era el almuerzo. En el restaurante universitario al que acudía, los hispanohablantes solíamos ocupar una larga mesa en la que departíamos hasta mucho después de haber terminado de comer para desesperación del personal encargado de la limpieza. A miles de kilómetros de casa, valencianos, catalanes, madrileños, andaluces, bolivianos, venezolanos, colombianos y demás, estábamos, de verdad, unidos por un idioma común. Por supuesto, existía la notable excepción de los argentinos que o se sentaban con los españoles o se sentaban separados del resto de hispanoamericanos, pero bueno, ésa es otra historia. Hasta donde recuerdo, era casi una tradición hacer la comida en la lengua materna. Los franceses también solían sentarse con los franceses, los egipcios con los egipcios y, naturalmente, los alemanes con los alemanes. Había, sin embargo, un caso particular: dos chicos orientales que, pese a ser ambos indonesios, jamás los vimos comer juntos. En cierta ocasión uno de nosotros trabó conversación con uno de estos chicos indonesios y le preguntó por semejante comportamiento. “Es que él, respondió refiriéndose al otro chico, es chino” y se llevó los dedos a los ojos para hacerlos parecer (más) rasgados. “¿Y tú qué eres?” pensó el español.
En Indonesia la minoría china es una minoría poderosa y acaudalada, de modo que cada vez que se produce una situación fuera de lo común, la gente se lanza a asaltar sus comercios y linchar al primero que se encuentran a su paso. Da un poco igual que se trate de la caída del gobierno, de un golpe de Estado, de un tsunami o de la celebración de un triunfo futbolero, asaltar los comercios chinos es una tradición. Naturalmente no hay español que sea capaz de distinguir entre un chino y un indonesio, pero ellos sí que se distinguen y muy bien. En realidad, ningún español es capaz de distinguir tampoco entre un chino y un japonés, aún más, buena parte de la población confunde ambos países. Chinos y japoneses no se distinguen entre sí, se odian. Japón siempre ha temido a su enorme vecino y los chinos nunca han perdonado la carnicería que organizaron los japoneses en su país durante la Segunda Guerra Mundial.
La cosa va más allá. La última vez que residí en Alemania tuve que empadronarme en cierta localidad cercana a Hannover. Llegué a la oficina de turno, di los buenos días y allí que me quedé viendo cómo los funcionarios que estaban al otro lado del mostrador hacían como si yo no existiera. Después de muchos minutos, una señora se acercó con cara de palo y escuchó con poco menos que asco mis explicaciones de lo que deseaba hacer. Entonces, tomó mi documento de identidad y su cara cambió de expresión. “¡Ah! Pero si es Ud. español”, me dijo casi con una sonrisa. Desde ese momento trató de entablar una conversación amigable conmigo. Dado mi aspecto, probablemente, me había confundido con un turco o un árabe, confusión que algunos turcos y árabes también sufrieron. De hecho, algunos alemanes me confesaron azorados que la primera vez que oyeron hablar español, les sonó a árabe. Teniendo en cuenta que yo hablo andalú cerrado, no me extraña lo más mínimo. No obstante, siempre que he relatado anécdotas de este tipo en mi país, la gente se ha quedado extrañada. Aquí todo el mundo piensa ser muy distinto de marroquíes, argelinos o egipcios. Por contra, los españoles no sabemos distinguir entre alemanes, polacos, daneses y holandeses, aunque todos ellos bien que se distinguen entre sí y se miran con algo más que recelo. Sí sabemos distinguir entre gitanos y payos, proeza que me parece comparable a la que permite a los indonesios diferenciarse de los ciudadanos chinos de su país.
Los seres humanos somos especialistas en trazar fronteras, mentales cuando no físicas, entre nosotros, aunque no existan. Los blancos discriminan a los negros, pero cuando todos son negros los negros más claritos discriminan a los más oscuritos y cuando todos tienen ya el mismo color de piel, los más altos discriminan a los más bajos y si todos tienen la misma estatura y el mismo color de piel, entonces los cristianos discriminan a los musulmanes, menos cuando todos somos cristianos, en cuyo caso los católicos discriminan a los protestantes o cuando todos son musulmanes, en cuyo caso los sunníes discriminan a los chiíes o viceversa. Lo importante nunca es qué sea cada cual o el color de la piel de cada uno o qué religión profese, lo importante, lo realmente importante, es tener siempre una excusa para matarnos los unos a los otros.
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